Cecilia Dreymüller, Incisiones. Panorama crítico de la literatura en lengua alemana desde 1945, Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2008, 352 págs.
Ángel Repáraz
Ángel Repáraz
Desde el contundente prefacio del volumen, y con referencia a la literatura del período en estudio, se declara una cierta extrañeza de que “no exista una obra de consulta [en el mundo hispánico] que ayude a conocerla y profundizar en ella.” Aunque la formulación no es del todo conforme con la realidad -hay trabajos, y no sólo de circulación universitaria, que proporcionan utilísimas ayudas a quien las busque-, estas incisiones, que no buscan ser “un manual en el sentido clásico del término”, resultan sin más sobresalientes. Con ellas Dreymüller dedica una atención demorada, muy informada y casi siempre empatética a los autores y los textos, y el resultado es un barrido casi completo por lo mejor de la literatura en alemán desde la catástrofe; no tenemos aquí, desde luego, el compulsivo saltar de un título a otro de algún centón de otrora. Y son precisamente incisiones porque a su través se detectan otras “cesuras”, las líneas de ruptura o de convergencia de una(s) sociedad(es) con su verdad artística. Las interpretaciones se limitan a la narrativa y parcialmente al drama; son ya el balance de un período en parte cerrado, porque de los primeros documentos de la posguerra -de algún trabajo de Nossack, por ejemplo-, nos separan ya 65 años o más.
Desde el contundente prefacio del volumen, y con referencia a la literatura del período en estudio, se declara una cierta extrañeza de que “no exista una obra de consulta [en el mundo hispánico] que ayude a conocerla y profundizar en ella.” Aunque la formulación no es del todo conforme con la realidad -hay trabajos, y no sólo de circulación universitaria, que proporcionan utilísimas ayudas a quien las busque-, estas incisiones, que no buscan ser “un manual en el sentido clásico del término”, resultan sin más sobresalientes. Con ellas Dreymüller dedica una atención demorada, muy informada y casi siempre empatética a los autores y los textos, y el resultado es un barrido casi completo por lo mejor de la literatura en alemán desde la catástrofe; no tenemos aquí, desde luego, el compulsivo saltar de un título a otro de algún centón de otrora. Y son precisamente incisiones porque a su través se detectan otras “cesuras”, las líneas de ruptura o de convergencia de una(s) sociedad(es) con su verdad artística. Las interpretaciones se limitan a la narrativa y parcialmente al drama; son ya el balance de un período en parte cerrado, porque de los primeros documentos de la posguerra -de algún trabajo de Nossack, por ejemplo-, nos separan ya 65 años o más.
En mayo de 1945 la capitulación incondicional de Dönitz pone fin al horror, si bien las conciencias tardan bastante más en registrar el cambio; Böll y otros han escrito bastante sobre las mentalidades supervivientes. En la terra incognita que es entonces la situación creada los escritores prueban con un ‘existencialismo’ desconcertado, o místico, que conecta poco a nada con la gran literatura dispersada por el vendaval del exilio. Entre tanto, el gran éxito teatral de la posguerra primera es el drama El general del diablo de C. Zuckmayer, dramatización un tanto libre, y harto ingenua, de un episodio de resistencia al nazismo en el ejército. Al Allgäu acuden en el otoño de ese año e invitados por H. W. Richter unos cuantos jóvenes, casi todos excombatientes, para unas sesiones de lectura y crítica en grupo: nace el ‘Grupo 47’, que existiría hasta que su fundador lo declaró finiquitado en 1967. Sobre aquel “cónclave literario” tiene mucho que decir la autora, sobre sus omisiones y ‘olvidos’. También sobre la redistribución que impuso en las hegemonías, puesto que a comienzo de los 60, y todavía con un ritmo intenso en la recuperación económica del país, se había alzado como élite alternativa en literatura. 1957 es un punto de inflexión con tres novelas, dos de miembros del ‘Grupo’ (Billar a las nueve y media, de Böll, y El tambor de hojalata, de Grass) y otra de un autor entonces germanooriental, Uwe Johnson (Conjeturas sobre Jakob). En las afueras, y no muy atendidos, permanecen de todos modos autores del rango de Koeppen, A. Schmidt o Nossack. Quizá el entierro definitivo de la literatura de posguerra sea Cabeza de turco (1985), del periodista Günter Walraff, una dura denuncia de las condiciones de trabajo de algunos Gastarbeiter.
En mayo de 1945 la capitulación incondicional de Dönitz pone fin al horror, si bien las conciencias tardan bastante más en registrar el cambio; Böll y otros han escrito bastante sobre las mentalidades supervivientes. En la terra incognita que es entonces la situación creada los escritores prueban con un ‘existencialismo’ desconcertado, o místico, que conecta poco a nada con la gran literatura dispersada por el vendaval del exilio. Entre tanto, el gran éxito teatral de la posguerra primera es el drama El general del diablo de C. Zuckmayer, dramatización un tanto libre, y harto ingenua, de un episodio de resistencia al nazismo en el ejército. Al Allgäu acuden en el otoño de ese año e invitados por H. W. Richter unos cuantos jóvenes, casi todos excombatientes, para unas sesiones de lectura y crítica en grupo: nace el ‘Grupo 47’, que existiría hasta que su fundador lo declaró finiquitado en 1967. Sobre aquel “cónclave literario” tiene mucho que decir la autora, sobre sus omisiones y ‘olvidos’. También sobre la redistribución que impuso en las hegemonías, puesto que a comienzo de los 60, y todavía con un ritmo intenso en la recuperación económica del país, se había alzado como élite alternativa en literatura. 1957 es un punto de inflexión con tres novelas, dos de miembros del ‘Grupo’ (Billar a las nueve y media, de Böll, y El tambor de hojalata, de Grass) y otra de un autor entonces germanooriental, Uwe Johnson (Conjeturas sobre Jakob). En las afueras, y no muy atendidos, permanecen de todos modos autores del rango de Koeppen, A. Schmidt o Nossack. Quizá el entierro definitivo de la literatura de posguerra sea Cabeza de turco (1985), del periodista Günter Walraff, una dura denuncia de las condiciones de trabajo de algunos Gastarbeiter.
Pero en 1948 era ya abierto el conflicto de las superpotencias, que alcanza temperatura de ignición con el bloqueo de Berlín en 1948/49; y cierta literatura es incorporada a la guerra fría. En la parte oriental del país desde luego, donde la “herencia cultural” se maridaba algo curiosamente con un socialismo de patronazgo soviético. Es una literatura dirigida, realismo socialista de apellido pero con la obligada genuflexión ante Goethe, Schiller, etc. Hasta los 60, seguramente por todo esto, la literatura de la RDA estuvo representada por personas de cierta edad -la Seghers, St. Heym, etc.-; una novela muy política, El aula (1964), de H. Kant, es la voz de los nuevos poderes. Y bien, a pesar de la instrumentalización de la cultura por la política allí, la historia primera de la DDR ya la habían descrito mucho más verazmente H. Müller en su teatro y Uwe Jonson con las novelas. En la parte occidental la tercera generación de posguerra emerge también entonces, con A. Muschg, Th. Bernhard o H. Fichte; luego se presentan los nacidos en los 40, menos agrupables y más intimistas: Handke, B. Strauss, etc. Llega el 67/68 alemán, y luego su resaca, o su cosecha, desilusionada para la autora: Desgracia impeorable, de Handke, Las nuevas cuitas del joven W., de Plenzdorf, Días hermosos, de F. Innerhofer, o Lenz, de Peter Schneider, libro de culto de una generación (y algo flojito). En la RDA la privación de nacionalidad a Biermann (1976) marca una fractura irreparable; años después, y con la reunificación, para muchos una simple absorción -y para Dreymüller una “incautación”- de un Estado por otro, saldrán a la luz unas cuantas miserias de literatos.
Pero en 1948 era ya abierto el conflicto de las superpotencias, que alcanza temperatura de ignición con el bloqueo de Berlín en 1948/49; y cierta literatura es incorporada a la guerra fría. En la parte oriental del país desde luego, donde la “herencia cultural” se maridaba algo curiosamente con un socialismo de patronazgo soviético. Es una literatura dirigida, realismo socialista de apellido pero con la obligada genuflexión ante Goethe, Schiller, etc. Hasta los 60, seguramente por todo esto, la literatura de la RDA estuvo representada por personas de cierta edad -la Seghers, St. Heym, etc.-; una novela muy política, El aula (1964), de H. Kant, es la voz de los nuevos poderes. Y bien, a pesar de la instrumentalización de la cultura por la política allí, la historia primera de la DDR ya la habían descrito mucho más verazmente H. Müller en su teatro y Uwe Jonson con las novelas. En la parte occidental la tercera generación de posguerra emerge también entonces, con A. Muschg, Th. Bernhard o H. Fichte; luego se presentan los nacidos en los 40, menos agrupables y más intimistas: Handke, B. Strauss, etc. Llega el 67/68 alemán, y luego su resaca, o su cosecha, desilusionada para la autora: Desgracia impeorable, de Handke, Las nuevas cuitas del joven W., de Plenzdorf, Días hermosos, de F. Innerhofer, o Lenz, de Peter Schneider, libro de culto de una generación (y algo flojito). En la RDA la privación de nacionalidad a Biermann (1976) marca una fractura irreparable; años después, y con la reunificación, para muchos una simple absorción -y para Dreymüller una “incautación”- de un Estado por otro, saldrán a la luz unas cuantas miserias de literatos.
Siempre es opinable la asignación relativa de pesos a una obra u otra en un ensayo así; de La indagación de Weiss, agujero negro de la sevicia de un siglo, sólo se dice que es “un drama documental sobre el proceso de Auschwitz”. Que el diario del viaje por España de Koeppen a finales de los 50 sea “por desgracia, una de sus obras menos logradas” va contra algunas evidencias; y El tambor de hojalata, de Grass, está un tanto abultado en su importancia. Pero también se presenta un muy correcto redimensionamiento de Bernhard, que a la “incomunicación y aislamiento humano” ha hecho corresponder unos ritmos repetitivos que en su producción final se atascan en la logorrea. Muy finas son asimismo las páginas de otra gran insultadora, la Jelinek, y las de W. Genazino, que da voz a “la Alemania de los perdedores, de los náufragos de la sociedad del bienestar”.
Siempre es opinable la asignación relativa de pesos a una obra u otra en un ensayo así; de La indagación de Weiss, agujero negro de la sevicia de un siglo, sólo se dice que es “un drama documental sobre el proceso de Auschwitz”. Que el diario del viaje por España de Koeppen a finales de los 50 sea “por desgracia, una de sus obras menos logradas” va contra algunas evidencias; y El tambor de hojalata, de Grass, está un tanto abultado en su importancia. Pero también se presenta un muy correcto redimensionamiento de Bernhard, que a la “incomunicación y aislamiento humano” ha hecho corresponder unos ritmos repetitivos que en su producción final se atascan en la logorrea. Muy finas son asimismo las páginas de otra gran insultadora, la Jelinek, y las de W. Genazino, que da voz a “la Alemania de los perdedores, de los náufragos de la sociedad del bienestar”.
“Ha llegado la hora de auscultar la validez de la literatura alemana de posguerra”, establece de entrada la autora con subtonos brechtianos. No es ni mucho menos la primera vez que alguien hace arqueo de la reciente reconstitución de esta literatura nacional; pero es todavía de justicia recordar, como oportunamente se hace aquí, circunstancias como que la mayoría de los escritores judíos supervivientes a la carnicería -J. Améry, Celan, Feuchtwanger, Weiss, R. Klüger- rehusaran establecerse en Alemania o Austria, donde el reconocimiento, además, les llegó algo tarde. Al final se avanza un diagnóstico, o un pronóstico: “El esplendor de los años cincuenta, sesenta y setenta se ha apagado. Desde hace tiempo, la influencia de escritores como Thomas Bernhard o Max Frisch es sólo recuerdo. Desaparecidos los grandes monstruos, a primera vista no se divisan sucesores.” (Tampoco se ven continuadores de la dureza trágica de H. Müller). Habrá que admitir de todos modos que muchos de ellos han rendido un meritorio trabajo de limpieza de tuberías, vale decir de aproximación artística a la vida real; es muy certera Dreymüller al apuntar que los protagonistas (femeninos) de Christa Wolf suelen somatizar malestares de sociogénesis nada improbable. También ocupa en este epígrafe un puesto de honor la obra, más próxima, de desescombro moral de Sebald. En fin, puede que literariamente aún nos mantengamos un rato en la “legibilidad del mundo” de Blumenberg, pero ya no se discute que los nuevos medios han ido empujando al libro a los márgenes del parque comunicativo; por el otro costado, la segunda o tercera generación de inmigrantes en Alemania aporta energía nueva a la literatura anfitriona, y muy adecuadamente se cita como representante de esa literatura al turco Zaimoglu. En conjunto, el volumen es un muy buen sociograma de la cultura literaria en alemán en la posguerra; M. Walser o Nadolny, Böll, la Aichinger, H. Müller, P. Weiss o Hettche han patentado o patentan modos de elaboración literaria de una ya prolongada experiencia social. Ahora nadie ve claro en las cartografías del epigonismo, el eclecticismo o el manierismo de la modernidad y en sus productos de ciclo corto. Por lo menos ya no se habla de nadie como de ‘conciencia de la nación’. Algo que hemos ganado.
“Ha llegado la hora de auscultar la validez de la literatura alemana de posguerra”, establece de entrada la autora con subtonos brechtianos. No es ni mucho menos la primera vez que alguien hace arqueo de la reciente reconstitución de esta literatura nacional; pero es todavía de justicia recordar, como oportunamente se hace aquí, circunstancias como que la mayoría de los escritores judíos supervivientes a la carnicería -J. Améry, Celan, Feuchtwanger, Weiss, R. Klüger- rehusaran establecerse en Alemania o Austria, donde el reconocimiento, además, les llegó algo tarde. Al final se avanza un diagnóstico, o un pronóstico: “El esplendor de los años cincuenta, sesenta y setenta se ha apagado. Desde hace tiempo, la influencia de escritores como Thomas Bernhard o Max Frisch es sólo recuerdo. Desaparecidos los grandes monstruos, a primera vista no se divisan sucesores.” (Tampoco se ven continuadores de la dureza trágica de H. Müller). Habrá que admitir de todos modos que muchos de ellos han rendido un meritorio trabajo de limpieza de tuberías, vale decir de aproximación artística a la vida real; es muy certera Dreymüller al apuntar que los protagonistas (femeninos) de Christa Wolf suelen somatizar malestares de sociogénesis nada improbable. También ocupa en este epígrafe un puesto de honor la obra, más próxima, de desescombro moral de Sebald. En fin, puede que literariamente aún nos mantengamos un rato en la “legibilidad del mundo” de Blumenberg, pero ya no se discute que los nuevos medios han ido empujando al libro a los márgenes del parque comunicativo; por el otro costado, la segunda o tercera generación de inmigrantes en Alemania aporta energía nueva a la literatura anfitriona, y muy adecuadamente se cita como representante de esa literatura al turco Zaimoglu. En conjunto, el volumen es un muy buen sociograma de la cultura literaria en alemán en la posguerra; M. Walser o Nadolny, Böll, la Aichinger, H. Müller, P. Weiss o Hettche han patentado o patentan modos de elaboración literaria de una ya prolongada experiencia social. Ahora nadie ve claro en las cartografías del epigonismo, el eclecticismo o el manierismo de la modernidad y en sus productos de ciclo corto. Por lo menos ya no se habla de nadie como de ‘conciencia de la nación’. Algo que hemos ganado.