Medio siglo después otra vez los mendaces generales de Hitler


Ángel Repáraz

Dönitz, Karl, Diez años y veinte días. Recuerdos 1939-1945 (1958), 2 volúmenes, 358 y 397 p., Altaya, Barcelona 2008, trad. de Mariano Orta

Guderian, Heinz, Recuerdos de un soldado (1952), 600 p., Inédita, Barcelona 2008, trad. de Luis Pumarola

Kershaw, Ian, Hitler (II), 1936-1945, 1069 p., Península, Barcelona 2004, trad. de José Manuel Álvarez Flórez

Manstein, Erich von, Victorias frustradas (1955), 781 p., books4pocket, Barcelona 2007, trad. de M. Picos Vilabella

Rommel, Erwin, Memorias del general Rommel (1953), 537 p., Caralt, Barcelona 2006, trad. del inglés de Julio Fernández-Yáñez

Benedikt Erenz pudo escribir hace tiempo en ‘DIE ZEIT’, una publicación rigurosa, que la Wehrmacht ha sido la mayor organización terrorista de la historia alemana. Cuando cedió el estruendo originado, hubo quien se puso a hacer cuentas -civiles muertos de diversa forma en los países ocupados, implicación directa en el holocausto, desatención programada, o liquidación, de más de tres millones prisioneros de guerra soviéticos-, y los resultados superaron al ya sobrecogedor balance homicida de las SS. En librerías y kioskos aparecen estos meses reediciones de las memorias que algunos de los jefes de fila de aquella institución -Guderian, von Manstein, Dönitz, Rommel- publicaron en su país en los 50. Es tiempo de dedicarles otra lectura, algo más informada ya.

El sometimiento de las fuerzas armadas alemanas al poder nacionalsocialista se consumó muy pronto. Días después de su nombramiento como canciller expone Hitler su ideario a los generales: la erradicación del marxismo y “el Este” como objetivo de expansión, que habría de ser “germanizado” sin piedad. Por lo demás, la Wehrmacht adoptó de inmediato los símbolos nazis. Las ejecuciones de la llamada Noche de los Cuchillos Largos, de 1934, cogieron por sorpresa al ejército, señaladamente las del general Schleicher (y su mujer), ex-ministro del Ejército, y el general Bredow, ambos conocidos antinazis; otros generales fueron destituidos. No es que fuera novedad la ocupación de un estado moderno por un equipo de gángsteres; el novum absoluto lo representaban aquí la extensión, completa, de su dominio, y su creciente e inaudito radicalismo. Por descontado que la oposición militar no desapareció; desde septiembre de 1938, y antes de la bomba del 20 de julio de 1944, hubo cuando menos dos muy serios intentos de acabar con Hitler.

La leyenda de una Wehrmacht ‘limpia’, a que von Manstein, de entre los autores aquí aludidos, contribuyó preeminentemente, vio la luz con la derrota. El cliché, vigoroso hasta los ochenta, se define con pocas notas: un Hitler desquiciado impidió la victoria que habría obtenido el talento de los generales; el soldado alemán no supo nada, o sólo al margen, del destino de los judíos o los prisioneros de guerra soviéticos; los actos de crueldad corrieron a cargo exclusivamente de los llamados Einsatzgruppen en el Este, la Gestapo o distintas formaciones de las SS. Cosas así sostuvieron Keitel y Jodl, precisamente ellos, en Núremberg. Ahora sabemos que en los asesinatos masivos intervinieron unidades de la Wehrmacht, con apoyo logístico -munición, vehículos, alojamiento- o directamente: todo ello está irrefragablemente documentado en actas militares, informes de prisioneros de guerra y deposiciones de testigos ante tribunales de Alemania Federal en los sesenta.

Hitler no se andaba con remilgos, y en 1941 fue claro en la Cancillería del Reich ante unos 200 oficiales de alto rango: “Esta es una guerra [la de Rusia] de aniquilación.” De este modo, las ‘”Directrices para la conducta de la tropa en Rusia”, la “Orden de los comisarios” -el bárbaro Komissarbefehl-, etc., hechas públicas antes de la invasión, fueron la normativa de aplicación de una voluntad asesina que ya era doctrina estatal. En la mayor acción puntual de los Einsatzgruppen en territorio soviético, el fusilamiento en septiembre de 1941 de unos 33.000 judíos -muchos de ellos niños- en Babi Yar, cerca de Kiev, intervinieron soldados del 6º ejército en el engaño de las víctimas, el acordonamiento de la zona y las voladuras finales. Si el Führer trazaba las líneas generales en tiradas de un salvajismo casi onírico, el mando supremo de la Wehmacht y el del ejército -el OKW y el OKH en los acrónicos alemanes- sacaba luego sus conclusiones.


El gran almirante Dönitz, jefe de la flota de submarinos del Reich y como tal organizador de los espectaculares éxitos -hasta 1943- de la “batalla del Atlántico”, y luego al mando de la marina de guerra, fue nombrado testamentariamente por Hitler su sucesor, y en los pocos días de ejercicio de su función se las arregló para sustraer a las manos de los soviéticos millones de civiles y soldados alemanes. Dönitz no era exactamente nacionalsocialista, sino un militarista, aunque también se le conocen fervores hitlerianos tempranos. De la condena de Núremberg salió en libertad en 1956. Interesante su juicio sobre los conjurados del atentado de 1944: “... no puedo menos de darles una justificación por el hecho de que ellos conocían crímenes de los cuales todos nosotros nada sabíamos.” Desde luego von Manstein no llega a esto.

Erich von Manstein es en la tradición recibida la cabeza genial, el más peligroso enemigo de los aliados, etc. El escritor militar británico Liddell Hart ponía los ojos en blanco ante su pericia para arrollar las defensas occidentales en 1940, pero también al sobrio Canaris le impone su “admirable imaginación militar”. Es el caso que el mismo von Manstein, en noviembre de 1941 y ya comandante en jefe del 11º ejército en Rusia, en una orden a sus tropas fue implacable con el “sistema bolchevique”, contra el que el pueblo alemán libraba “una lucha a vida o muerte”. En sus memorias cuenta lo mucho que le irritaba la “Orden de los comisarios”, que, dice, no se cumplía en el cuerpo de ejércitos bajo su mando. Lamentablemente para él, algunas de sus órdenes originales sobrevivieron a los vaivenes de la guerra. Un trabajo de Marcel Stein de 2000 desciende a lo concreto de la ejecución esas órdenes. Hitler lo releva en marzo de 1944, prometiéndole al mismo tiempo el mando futuro de las defensas en el Oeste. No hubo tal, a pesar de las fallidas solicitudes de una audiencia por parte del mariscal. A la invitación de uno de los conjurados de julio de 1944 de que se uniera al complot había contestado: “¡Los mariscales de campo prusianos no se sublevan!” Tras abandonar la prisión por enfermedad fue asesor oficial del gobierno federal en la constitución de la Bundeswehr.

El más digno de ellos -también el que mejor escribe-, Erwin Rommel, no tuvo oportunidad de acometer la redacción de unas memorias en sentido estricto, y las que pasan por tales son propiamente notas de sus campañas de Francia y África. De una impactante fuerza plástica, hay que añadir; a veces, salvas sean todas las proporciones, uno cree estar leyendo páginas del César de la campaña de las Galias. El acmé de su carrera coincidió con la brillantísima captura de Tobruk a los aliados; pero el bloqueo por éstos de los suministros del Eje por el Mediterráneo lo asfixió, y en marzo de 1943 se rindió lo que quedaba del mítico Afrika Korps. Hacia 1944 sabía ya que las SS están llevando a cabo asesinatos en masa, aunque no parecía seguro de que Hitler estuviera al tanto de tales cosas (!). Fue entonces cuando hizo saber al emisario de la conjura su disposición a unírseles si era rechazada su exigencia de poner término a la guerra en el Oeste. Tras el atentado es convocado a presencia de Hitler. Rommel, convaleciente de un accidente, alega que no puede viajar. La cosa se resuelve con la misiva del general Burghof: veneno.

El informe que presenta el general Guderian -y von Manstein- de la campaña de Polonia de 1939 es técnico, y asiente sin pestañear -como von Manstein- al reparto caníbal de todo un país entre Hitler y Stalin. A principios de los treinta también Guderian se contaba entre los partidarios de Hitler, aunque sus relaciones se degradaron después, cuando llegaron los reveses. Fue muy crítico con la conducción oficial de la guerra, lo que le reportó algún retiro temporal, y en enero del año de la capitulación tenía diarios enfrentamientos con el Führer, extensa y mordazmente conocido, por cierto, como der Gröfaz (der größte Feldherr aller Zeiten, ‘el mayor estratega de todos los tiempos’) entre generales y jefes. Parece que a regañadientes fue parte del ‘Tribunal de honor’ que después del atentado de Stauffenberg entendía de la participación en él de militares de alta graduación; se sabe que salvó la vida a cuando menos tres.


Determinadas cosas no encontrarán nunca sitio en estos ejercicios de memoria (filtrada); así, los dos millones de obreros esclavizados que intervinieron en la construcción del ‘Muro del Atlántico’; así, las generosas dádivas que hacía llegar el Führer a los generales de la cúpula. En la apología de la entrega y la moral combativa del “soldado alemán” son todos unánimes. Y en su alejamiento del mal: la especificación hitleriana del poder carismático de Weber reclamaba para sí la total y exclusiva responsabilidad moral, exonerando por tanto a los súbditos, meros ejecutores robóticos (“¡Führer, ordena!”). Pero Guderian, que no se recata en hablar de las “manos incendiarias” de los rusos, no ha oído hablar de Treblinka o Auschwitz. Más urgentemente revisable parece aún la reducción de Manstein al estratega genial y opositor a Hitler, porque tal iconización falsifica la realidad de su contribución a una guerra que se programó meticulosamente como exterminio (en la posguerra se veía como “educador de la juventud”). Al poco del ‘memorial’ que redactó en Núremberg con otros cuatro generales triunfaba ya en las escenas de una Alemania todavía en ruinas El general del diablo, de Zuckmayer, y, en los sesenta ya, las novelas de H. Böll, por citar autores muy presentables; la política de Adenauer, legitimada sin reservas por todos los partidos del Bundestag, discurría por vías paralelas. El genocidio judío sólo se hizo un hueco en la ‘cultura rememorativa’ alemana desde la sacudida del 68 y la Ostpolitik; pero las derivaciones exterminadoras de la guerra de la Wehrmacht en el Este y los Balcanes seguían sometidas a un intenso tabú. Hubo de pasar bastante tiempo aún para que el trabajo de historiadores como H. Heer, W. Benz, M. Messerschmidt o H. Krausnick restaurara los contornos de una verdad muy poco grata.