Jean Améry: a los 30 años de la implosión final de un resistente
Ángel Repáraz
El 17 del pasado octubre fueron 30 años del fin voluntario de Jean Améry, Hans (o Hanns) Mayer (o Maier) según su origen vienés, más bien casual. En el área lingüístico-cultural del alemán la recepción de su obra -ensayos en un registro desapegado y sobrio, pero denso, y cada vez más tintados de la filosofía continental del XX, y dos novelas, todo en una muy liberal indefinición de géneros- parecía atravesar un nadir de indiferencia hace unos diez años; entre nosotros, por venturoso asincronismo, menudean ya los buenos estudios introductorios, las traducciones, las monografías de especialista sobre el autor. Sigue siendo una realidad, de todas formas, ya reconocida por lo demás en su día por Irene Heidelberger, que Primo Levi, su dióscuro en los sesenta y los setenta en la articulación del discurso sobre el exterminio judío -al parecer, aunque no es del todo seguro, fueron también compañeros de barracón en Auschwitz- disfruta de una muy superior visibilidad en la escena cultural.
La más horenda ruptura en la civilización europea de que hay recuerdo no fue conceptuada al acabar la guerra y durante mucho tiempo como una realidad discreta y separada del incendio bélico, y todavía menos en el “antifascismo” globalizador de los países de la expansión stalinista (de la antigua RDA mejor no hablar). Las fórmulas de execración y condena incluían rara vez a los judíos; al parecer no era el delirio antisemita, sino una algo abstracta crueldad de los nacionalsocialistas la que tuvo su epifanía extrema en las fosas y los campos del Este. Todo un Sloterdijk escribe todavía en 1994 de la “catástrofe antropológica de la Segunda Guerra Mundial”1. Sólo desde los procesos de Eichmann en Jerusalén y los de Frankfurt de comienzos de los 60 empezó a divulgarse el conocimiento de las matanzas, a manos, habrá que decirlo otra vez, de unos funcionarios policiales y militares que habían cumplido escrupulosamente órdenes (y que enviaban a Berlín información muy precisa de su actividad; la de los Einsatzgruppen, por siniestro ejemplo, está muy bien documentada gracias a los partes, casi diarios, remitidos a la Oficina Central de Seguridad del Reich, el RSHA. De tales grupos formaban parte en total unos pocos miles de hombres, que en la primera fase de la penetración alemana en territorio soviético se presentaban al poco en las zonas tomadas y que, pese a lo exiguo de su número, convirtieron la campaña en un continuado baño de sangre). Por lo menos desde la gran visión de conjunto de R. Hilberg2 ya resultó irrebatible la sistematicidad con que los dirigentes de un país de la Europa industrial habían procedido de un modo que suele adjetivarse a la ligera como bestial, porque los lobos o los tigres nunca han hecho con sus congéneres cosas como las de Babiy Yar, Sobibor o Treblinka; la agresión intraespecífica, K. Lorenz y Eibl-Eibesfeldt han escrito muy convenientemente sobre esto, tiene siempre límites y funcionalidad. Auschwitz fue la síntesis última de la racionalidad de las tradiciones burocráticas y la organización industrial, el odio antijudío y la insondable codicia de los nazis; hasta donde puede ser pensado, el genocidio de los judíos marca, para decirlo con Traverso, que lo dice con Sartre, el horizonte de la racionalidad moderna. Pero si Auschwitz es el término generalizador, en el verano de 1942 y en cosa de mes y medio ya habían sido aniquiladas en Treblinka y Belzec aproximadamente un millón de personas; Auschwitz-Birkenau sólo fue perfilándose como la apoteosis de la vesania en julio de ese año, cuando comenzaron las selecciones en la rampa del final de la vía férrea. Y aquí sí que es singular la relativa despreocupación al respecto de los autores marxistas de relieve -el tratamiento del cero absoluto de la barbarie les hubiera impuesto en cualquier caso la revisión de los fundamentos de sus propios artículos de fe. Están, desde luego, los trabajos de Horkheimer y Adorno, de impostación muy académica y en parte publicados en los Estados Unidos todavía durante la guerra, también H. Marcuse. Pero es probable que haya que dar la razón de nuevo a Traverso, que considera a Günther Anders3 “el único intelectual marxista que ha colocado Auschwitz e Hiroshima en el centro de su reflexión filosófica.”4
Reducido desde 1938 por la legislación de Núremberg a la nada civil en Viena -donde le había dado tiempo a fundar una revista de corta vida, Die Brücke-, Bélgica, el país donde había encontrado refugio Améry junto con su mujer, es invadido en mayo de 1940; a él lo internan en el Sur de Francia. Fugas, una nueva detención hasta que vuelve a la Bruselas ocupada. El 23 de julio de 1943 es arrestado por la Gestapo en Bruselas cuando distribuía propaganda antinazi y transferido a las SS de Breendonk. Allí ocurre lo indecible durante interrogatorios de días; en la celda de aislamiento intenta quitarse la vida por primera vez. “Y sin embargo me atrevo a afirmar, veintidós años después de que sucediera, que la tortura es el suceso más espantoso que un ser humano puede llevar consigo.”5 A Auschwitz-Birkenau llega casi seis meses después en un tren de deportados; de los 655 integrantes del “transporte” son conducidos de inmediato 417 a la cámara de gas6. En enero de 1945 el avance de los soviéticos aconseja a los nazis la evacuación del campo, en condiciones atroces para los internados, no hay que decirlo. Jean Améry se encontraba el Bergen Belsen cuando el campo fue liberado por los británicos.
Aunque él mismo calculaba haber publicado ya unas 15.000 páginas, recogidas en parte en cinco volúmenes de colecciones de artículos publicados7 -sobre todo en la prensa suiza-, como ensayista se estrena con las reflexiones de Más allá de la culpa y la expiación (1966). Son un escrito filosófico de combate que, centralísimamente contra Nietzsche, afirma los títulos de legitimidad del resentimiento en tanto que respuesta, dolorida e irrenunciable, a la inhumanidad del trato irrogado al hombre por el hombre (entenderá muy bien este escrito quien lea al mismo tiempo La indagación, de Peter Weiss). Diez años como tarde después de acabada la guerra se había producido en la República Federal, no siempre en sordina, el regreso al estado civil y la reconstrucción nacional de la “generación de los padres”, y los generales de Hitler publican sus memorias. Empezamos a entender la inversión copernicana en el proyecto del escritor -“Mi objetivo es describir la condición subjetiva de la víctima”8-, asimismo fieramente opuesto a los otros judíos que, como Gabriel Marcel, se aplicaban a tranquilizar a los alemanes; el pasado habría sido un accidente, los ciudadanos ‘normales’ no habrían tenido parte en ello9; Améry hasta se permite ser sencillamente injusto con Primo Levi10. Más ponderadas, aunque básicamente en la línea de Améry, son algunas líneas más recientes de Ruth Klüger11. Como quiera que sea, propiamente sólo partir de Más allá... es tolerado por los mandarines de la representación filosófica, lo que él aprovecha muy bien, sobre todo en las páginas del Merkur, para aproximarse desde su antiguo noviciado en el positivismo vienés y, luego, en el existencialismo, a Hegel, a H. Marcuse o a Popper, a polemizar con Adorno -otro de los graves desencuentros de su vida-, o a ajustar cumplidamente las cuentas con Heidegger: con el fracaso del santón de la Selva Negra como hombre, como ciudadano y como filósofo. En Del envejecer, que sigue (1968), hay modestia y reticencia en su renuncia al aparato filológico, apareadas de todas maneras con una una orgullosa vindicación de la “razón analítica” y la “cientificidad postiva” de la juventud. Los cinco ensayos los escribe un hombre que no ha cumplido 56 años -pero que había vuelto de los campos con una dolencia cardíaca y otras disfunciones. Nada que ver con la geriatría o la “nobleza de la resignación”, todo eso lo rechaza como miserias. ¿Qué queda entonces? Un tratado senequiano, un estudio sobre el tiempo y sus injurias, un librito agustiniano desde la increencia. Después da a la luz los Años de peregrinaje nada magistrales (1971), especialmente autobiográficos, Poner la mano sobre uno mismo (1976) y las póstumas Localidades (1980), que reconstruyen ordenadamente un devenir: Viena, Colonia, Amberes, Bruselas, la educación literaria primera, muy sentimentalizada, el revolcón que fue la asistencia a las clases de Schlick y Carnap, la literatura de los exiliados alemanes son escalones hacia una moral de urgencia. Jean Améry, antropólogo de la condición paria, ya ha filiado las categorías de la exclusión: el judío, el viejo, el suicida.
En 1974 saca Klett-Cotta su gran intento de integración novelística, Lefeu o la demolición -y la crítica aviesa de un conocido bonzo lo sume en una seria depresión. Es una buena novela, sin embargo, que A. Andersch puso correctamente en relación con La estética de la resistencia, de Peter Weiss: son lo que quedaba de un continente que se hundía, el de la literatura del judaísmo de lengua alemana. En la ficción Feuermann/Lefeu/Améry se resiste a las nuevas formas de patologización social al negarse a abandonar su vivienda cuando ya está oyendo el ruido de las máquinas de la demolición: siempre el rebelde. Charles Bovary, médico rural (1978) rescata con piedad a un ‘olvidado’, también es la despedida, desde una tristeza casi filial, de Sartre.
Heißenbüttel, también escritor y desde su aparición en Bruselas amigo de Améry, había emitido por las antenas de la Radio del Sur de Alemania los citados cinco ensayos de Poner la mano sobre sí entre abril y junio de 1976, que algo después fueron publicados como libro. Esta notable commentatio mortis, una iluminación ‘fenomenológica’ de la angostura anterior al gran instante -el “minuto de la verdad”-, tiene la belleza definitiva de una urna funeraria romana; no conozco una aproximación parangonable al drama más personal, el que pone al actor solo frente a sí cuando su dignidad ha dicho basta, ya está colmado el cupo de las humillaciones. “Es un hecho que sólo nos alcanzamos plenamente en la muerte libremente elegida”12. Améry es el Virgilio que le acompaña a quien lee estas páginas hasta unos centímetros antes, pero bastante más allá, lo dice sin modestia, de donde acaba la psicología. Sin desplegar estadísticas ni modalidades del acto: es fácil imaginar que Durkheim, de quien no se hace mención, habría agradecido este ‘complemento’ a su trabajo (aunque Simone de Beauvoir, a quien sí se menciona, y admirativamente, aquí y en Sobre el envejercer, no lo cita por su parte en la algo posterior La vejez (1971), un índice por cierto de la lentitud con que se difundió en Francia la obra de Améry). El discurso está brillantemente ribeteado con las antiguas devociones literarias y filosóficas: Schnitzler, Wittgenstein, Sartre abundante, también Monod. “Sólo está autorizado a hablar aquí el que ha entrado en las tinieblas”13, la fratría de los libremente idos es aristocática en sus estatutos: Empédocles, Kleist, St. Zweig, Pavese, Celan, Hemingway, Drieu la Rochelle, Weininger, Freud (sí, Freud). Él se les unirá dos años después.
Afirmar la absoluta unicidad para la shoah es también de algún modo condescender a la algo indecente aritmética contrastiva de los horrores; aún así, probablemente sigue siendo el mejor elaborado y más canallesco plan de borrar de la tierra a los miembros de una comunidad humana por ser quienes eran: Himmler, Heydrich y Höss, ha sido repetido, fueron asesinos ontológicos. E incalculablemente ladrones también, puesto que a la aniquilación de las personas seguía la apropiación cuidadosa de sus valores, de su dinero y del oro de las denticiones, hasta del pelo. Y las IG Farben fueron la primera empresa privada en sentido moderno que, con la estructura de los campos, explotó masivamente el trabajo esclavizado14 (¿reaparecerán estas privatizaciones en el futuro que entrevé Attali?15). En un conocido informe Jean Ziegler daba detalles sobre el origen de los lingotes de oro que llegaban a Suiza en camiones de las SS, desde de 1943 en gran número16. Insurrecto contra ese pasado de abyección, Améry había tomado en una peligrosa literalidad a cierto Sartre al bloquearse cualquier vía al consuelo. Todavía en enero de 1977 participó en una mesa redonda de que asimismo formaba parte Albert Speer; éste, a una pregunta de Améry, alegó haber conseguido la reducción de la tasa de ‘mortalidad’ (!!) de los reclusos de algunos campos a su cargo. No podía desde luego suscribir un mensaje consolador quien -esto lo separa de P. Levi, Wiesel o Kertész-, judío por imposición exterior, no pudo librarse del dilema de lo simultáneamente ineludible e imposible -había sido educado en el catolicismo- de un destino tal. Su identidad como “judío catastrófico” -el término es suyo- tenía sólo predicados de negatividad.
En la carta que dejó para su mujer en la habitación del hotel de Salzburgo que eligió como estación final reafirma Améry su deseo de morir erguido, como había vivido, “con la excepción de los años de la infamia”. Otro austríaco, Sigmund Freud, había postulado una pulsión de muerte o Todestrieb, engrama en nuestras células de la nostalgia por la inorganicidad originaria que precedió a la mera posibilidad de un mundo dañado: para Améry el paisaje austríaco de un tiempo en que todavía no se sabía estigmatizado. Pero también Fockenheim ha recordado que el novum histórico que fue la destructividad nazi está en homología con otro novum, “la resistencia de quienes estuvieron más radicalmente expuestos a ella”17. La revuelta de Treblinka, la voladura de un horno crematorio por un Sonderkommando de condenados en Auschwitz o el levantamiento de los jóvenes sionistas de Varsovia han dejado, en efecto, trazos profundos en la historia de la dignidad de la especie. Jean Améry es parte de esa epopeya. En la lápida de la tumba de Viena figura su nombre (literario), las fechas de nacimiento y de muerte (1912-1978) y el número 172.364, el que llevaba tatuado en el antebrazo.
1 Sloterdijk, Peter, Falls Europa erwacht. Frankfurt: Suhrkamp, 2002 (1994), p. 14. Cursiva mía.
2 Hilberg, Raoul, El exterminio de los judíos europeos. Madrid: Akal, 2005. La primera edición norteamericana es de 1961, sólo 44 años anterior.
3 Véase su Die Antiquiertheit des Menschen. Múnich: Beck, 2002, sobre todo el tomo primero (de 1956). Günther Anders (Günther Stern) fue hasta 1936 el marido de Hannah Arendt.
4 Traverso, Enzo, Pour une critique de la barbarie moderne. Lausana: Page deux, 1996, p. 95.
5 Améry, Jean, Jenseits von Schuld und Sühne, Stuttgart: Klett-Cotta, 2002, p. 57.
6 Heidelberger, Irene, Jean Améry. Biographie. Stuttgart: Klett-Cotta, 2004, p. 89. Para quien tenga interés por Améry la biografía de Heidelberger es absolutamente ineludible. Hay traducción francesa.
7 Y una digna semblanza de G. Hauptmann como “el eterno alemán”.
8 Améry, Jean, Más allá de la culpa y de la expiación, Valencia: Prex-Textos, p. 104 y ss. Traducción de Enrique Ocaña.
9 Améry, Jenseits von Schuld unsd Sühne, p. 126. Améry también ha tenido palabras ácidas para Martin Buber.
10 “Al contrario que Primo Levi, yo no soy un perdonador y no tengo en absoluto comprensión para señores que pertenecían al ‘personal de dirección’ de las IG de Auschwitz”. Carta de Améry a Hety Schmitt-Maass del 28 septiembre de 1967. Jean Améry, Briefe. Stuttgart: Klett-Cotta, 2007, p. 248. La respuesta pública de Levi, amigo también de Schmitt-Maass, es un modelo de corrección y de reconocimiento. Pero se produjo después de la muerte de Améry.
11 Klüger, Ruth, Seguir viviendo. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 1997, traducción de Carmen Gauger. Pág. 160: “Una injusticia no queda saldada por la actitud de espíritu de quienes la sufrieron. Yo salvé la vida, que es mucho, pero no con un saco de vales que me hayan dado los fantasmas para repartirlos como me venga en gana.” .
12 Améry, Jean, Hand an sich legen. Stuttgart: Klett-Cotta, 1976, p. 151.
13 Améry, Jean, op. cit., p. 21.
14 Steinbacher, Sybille, Auschwitz, Múnich: Beck, 2004, p. 42.
15 Attali, Jacques, Histoire de l’avenir, París: Fayard, 2006.
16 Ziegler, Jean, La Suisse, l’or et les morts, París: Seuil, 1998, especialmente pág. 75 y ss.
17 Fockenheim, Emil L., Reparar el mundo, Salamanca: Sígueme, 2008, p. 40. Edición original de 1982, traducción de Tania Checci González.