Christa Wolf, Un día del año
Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2006, 615 páginas, tradución de Carmen Gauger
Ángel Repáraz
El tomo es el inventario cronológico privado de una extensa etapa en la existencia de un Estado arruinado, en la opinión nada disparatada de Heiner Müller, que lo conoció bien, por su propia estructura policial, muy activa en la producción de rechazo entre la población. Pero la compacta red de interdependencias entre los habitantes y el ubicuo SED -un “acuerdo mafioso”, Müller siempre- tenía al final toda la firmeza de un castillo de naipes al que un soplo podía despachurrar. El soplo llegó, y desde Moscú, con Gorbachov. Hacia noviembre de 1989 estaba ya a la vista de todos la quiebra moral y política del poder de los gerontes. Honecker llama a los tanques rusos, y le dicen que no. La gente se ha echado a la calle.
Christa Wolf, que en 1945 estuvo en el horror de las caravanas de millones de refugiados que huían de los rusos -su abuela murió de hambre en el trance-, terminó en 1949 el bachillerato, recién cumplidos los 20 años; después cursó estudios de germanística en Jena, con Hans Mayer. Hasta muy entrados los 50 la producción literaria de aquel estado alemán era esencialmente la de los emigrantes que habían regresado, de algún modo pues una literatura importada y, antes que nada, subordinada al interés político-ideológico del poder. Cuando, desde principio de los 60, pueden tematizarse realidades de las personas, suena la hora de la Wolf y su generación. Con El cielo partido (1963), la historia de un amor destruido por la división del país, ya tiene un tropiezo con el Gran Hermano, puesto que por vez primera se admite que el que se iba de la república podía tener sus razones y su razón. Aún más lejanas de los ‘héroes positivos’ están las Reflexiones sobre Christa T. (1968), un alegato a favor del derecho a la tragedia individual. Los problemas con el partido suben de temperatura, también los de su marido. Luego llega la sorpresa de Ningún sitio. En ningún lugar (1979), la narración tensa y difícil de un encuentro -inventado- de Kleist y Karoline von Günderrode, dos interesantísimas figuras del XIX temprano alemán. En los 80 y con la conmovedora Casandra se consolida el reconocimiento internacional, que a ella le inquieta.
Que la actividad literaria y artística sufriera distorsiones en aquel estado era forzoso con una base económica distorsionada; si a la parte occidental del país había acudido papá Noel con el ‘Plan Marshall’, la oriental tuvo que pagar onerosas reparaciones de guerra al amigo soviético, sin ayudas de nadie, nos lo recuerda la Wolf. Para ponerlo peor, la herida Stalin no curó nunca en las sociedades sucesoras, y en la RDA menos. Aún así, entre 1960 y 1970 se dio un intenso aumento del nivel de vida; en 1961 el muro había frenado a la prusiana la hemorragia de las fugas del país. Y mientras Honecker desarrolla actitudes abiertamente serviles con la URSS, los canales de televisión occidentales alcanzaban cada noche prácticamente el territorio entero de la RDA. La propia Wolf en 1982 se confiesa que “no puede haber cambios porque estamos en una colonia”, una colonia donde la terminología usurpaba las labores del trabajo analítico. De mucho interés sobre esto es Lo que queda (1990, sobre notas de 1979/89), lamento por una sociedad expropiada.
Cuando ya había amainado el temporal de las condenas de los ‘tribunales’ occidentales sobre la literatura oriental, apareció este libro (2003), que en su origen había seguido un llamamiento del Izvestia por el que se exhortaba a los escritores a registrar el detalle de un día vivido. En 1960 la hija pequeña tiene 4 años y, a juicio de la madre, se encontraban construyendo una “sociedad socialista”. Se alza el muro, y no mucho después le conceden el Premio Nacional. El hostigamiento entre tanto tiene sus costes: en 1965 tiene 16 de tensión arterial y le administran somníferos. Hacia 1977, y desde ‘lo’ de Biermann, el matrimonio es sometido a vigilancia estricta, y la Stasi entra en el piso. Abuela entre tanto, se siente en la obligación de permanecer en el país, pero consciente de que está vacío de ‘pueblo’, destruido por el nacionalsocialismo. También es lectora, y muy fina, de Strindberg o de Groddek; a Max Frisch, amigo, le llega el final. En 1990 arrecia la campaña contra ella, y luego se planta en Santa Mónica (California) para escapar del asedio.
Por más que Reich-Ranicki le había imputado ya en 1987 ausencia de valor y de carácter, Wolf fue una intocable hasta que desde la Frankfurter Allgemeine abrieron fuego contra ella; durante tres años había sido “colaboradora informal” de la Stasi, era el cargo. Ahora bien, es ella misma la que ha dispuesto la publicación completa de sus actas, y no se ve que haya dañado a nadie; muy otra es la historia de Hermann Kant, pongamos. Lo que aquí sobrecoge un poco es la insolente mentalidad de vencedores de quienes llevan a cabo estos ajustes de cuentas; “la República Democrática ha de quedar deslegitimada, cueste lo que cueste”, eso lo ha visto ella muy bien. No, la Wolf no fue cívicamente Juana de Arco -pero escribe una carta a Honecker (1982) para ayudar a un hombre en prisión por intentar la fuga del país-, aunque, ya puestos, tampoco Reich-Ranicki ha sido precisamente un Michnik o un Walesa.
“Los cineastas polacos, por fin, aliados de los trabajadores. Esto no lo habrá jamás en nuestro país”, anota resignada en 1981. Es el caso que la RDA apenas produjo disidentes: para algo estaban las becas, los viajes y las divisas a disposición de una élite intelectual distanciada de las incomodidades cotidianas de aquel fantástico embeleco político; es probable, pese a todo, que ella pensara durante años que contribuía a la puesta en marcha de algo distinto. No han sido suyos los tonos desgarrados, en la obra o en la vida, y a las agresiones externas respondió con una atención creciente a la vida privada, a los “innumerables y microscópicos fragmentos” de tiempo que componen los días. En la primera página se interroga sobre la forma como se produce la vida (el ‘se’ hay que leerlo como pasiva refleja: “Wie kommt Leben zustande?”). El libro entero es la respuesta, integrada por recuerdos y asociaciones de una conciencia siempre despierta, reacciones al acontecer político, cumplimientos, rabia, “esterilidad mortal, desánimo” u honestas dudas de sí. En 1990, cuando llegó el cambio, la autora advierte además que “han cambiado los poderes con que hemos de habérnoslas.” Vaya que si habían cambiado. En meses se había producido la absorción de la RDA por parte de la industria occidental de bienes de consumo, la construcción, la banca o los seguros: la privatización de todo un país. También esto está en el horizonte dramático de esta confesión general, o diario del combate “contra la pérdidas”, junto a los afanes de una madre, esposa y abuela: la vida azarosa de una escritora alemana de nuestro tiempo.