ESPAÑA 1900/20 VS. 1980/2000: LA MODERNIZACION VISTA POR VIAJEROS Y OBSERVADORES GERMANOHABLANTES

Spain 1900/20 vs 1980/2000 modernization as seen by german-speaking travellers and observers


Ángel Repáraz

Universidad Complutense de Madrid / IES ‘Lope de Vega’ Madrid


Resumen

En el presente trabajo se lleva a cabo una comparación de la imagen que se hicieron de España los viajeros y observadores germanohablantes que la visitaron a principios del siglo XXun país empobrecido, que salía de una grave crisis nacional y enfrentaba otras– con la que nos presentan entre setenta y noventa años después, mucho más positiva en cualquiera de los aspectos considerados. Base del trabajo han sido los documentos escritos que nos han legado (diarios, artículos, cartas, informes, libros). Si en las primeras décadas del siglo pasado en lo fundamental detectan el atraso y hasta a veces el carácter no europeo de algunas de las realidades del país –con excepciones: Rilke, Thelen, W. Krauss–, la percepción de la España de 1990/2000 puede resultar positiva en exceso.


Palabras clave: viajeros germanohablantes, imagen española, país atrasado, normalización.


Abstract

The article deals with the impression German-speaking travellers and observers gained of the early 20th century Spain; an impoverished country that was leaving behind a deep national crisis and was facing many other crisis. This situation is compared to the impression of Spain between seventy and ninety years later, which is much more positive in every aspect. The present article is supported by a legacy of written documents (diaries, articles, letters, reports, books). In the first two decades of the former century the writers showed a backward country and at times even in some aspects of the country a non-European character. However, there are exceptions such as Rilke, Thelen and W. Krauss. The modern perception of Spain during 1990 and 2000 might be excessively positive at times.


Key words: German-speaking travellers, impression of Spain, backward country, modernization.



Lo que estas notas puedan tener de, sit venia verbis, trabajo de campo comparatístico –dos cortes en la diacronía de la España del XX, con alguno más en el arco que subtienden las fechas extremas– lo pone la mirada ajena misma, la heterovisión especificada aquí como una selección de viajeros y observadores germanohablantes que, en textos admitidamente representativos, dan fe desde otra realidad histórico-cultural de algunas singularidades de la vida de un país que ha despertado su interés. La oferta es amplia, y muy anterior al período en estudio, pues contactos de alguna regularidad entre los reinos ibéricos y viajeros de aquella procedencia ha habido por lo menos a partir del siglo XV, cuando se presentaban como peregrinos en el camino de Santiago o como artesanos (impresores, o en la construcción de catedrales) o comerciantes. Los hermanos Humboldt o Ch. A. Fischer están en el gozne entre los siglos XVIII y XIX, pero también algunos autores que nunca pusieron pie en la península han hecho mucho por romantizar la imagen exterior del país: precisamente los románticos. Hacia 1800 F. Schlegel (1983, 225) escribe en sus fragmentos: “En la poesía española más antigua está reunido casi todo lo que se denomina romántico”. El sobresaliente filólogo Wilhelm von Humboldt es aquí particularmente relevante tanto por sus precisas descripciones del país y sus gentes como porque además inaugura en Europa una tradición idealizadora de los vascos y su pretendido igualitarismo histórico, expresión a sus ojos de “un pueblo de carácter libre y cuerpo perfecto” (Humboldt 1999, 143). Tampoco deben pasarse aquí por alto las notas sobre el Sur español, muy atinadas, de la condesa Ida Hahn-Hahn a mitad de siglo.

En el período considerado se han producido las lógicas alteraciones en la tipología, el grado de información y los intereses de los visitantes; así, a principio del XX se arroba ante la pintura española Rilke, que con Alfred Kerr y Julius Maier-Graefe, ambos críticos, contribuye en mucho a la revalorización del rango artístico de El Greco; si bien Meier-Graefe (Vega en Raposo 2009: 33), “que visita España para confirmar sus ideas preconcebidas sobre el impresionismo del arte español, pasa con absoluto desprecio por la monumentalidad salmantina e incluso se queda decepcionado ante Velázquez”. La estancia es ya de varios años para Max Nordau, en tiempos impulsor con Th. Herzl del movimiento sionista y que vive en Madrid, y muy modestamente, durante la Gran Guerra (pero conocía el país de mucho antes). Tampoco es episódica la visita del joven romanista Werner Krauss; por entonces ve también la luz el curioso Pyrenäenbuch de Tucholsky. Está asimismo el informe de Koestler sobre su dramática experiencia española –Ein spanisches Testament (1938)–, y, bastante después de la guerra civil pero con un país todavía desgarrado, el diario de viaje de Koeppen (1955). La crónica alemana de la España posdictatorial, como se verá, está bien representada por, entre otros, autores como Enzensberger, Bernecker, Haubrich, Herzog, Ingendaay o Drouve.

Hoy se acepta que la restauración monárquica de 1874 coincidió, no sin disfunciones, con un período de alguna extensión de las libertades democráticas durante el que, luego en su prolongación hasta la Gran Guerra, comenzaron a desarrollarse en el país unas clases medias urbanas de cierto vigor. Con una grave cesura en medio, que sin embargo significó de facto la bancarrota del consenso social que estaba en la base del régimen restaurador y la emergencia de una seria crisis intelectual y moral en el país: la derrota en la guerra contra los norteamericanos y la liquidación del resto del imperio colonial (Bernecker 1991, 12). La prolongada guerra en que España se vio involucrada poco después en el norte de Marruecos suele interpretarse como compensatoria de las pérdidas sufridas (1991, 12), pero su carácter impopular no hizo sino agravar la crisis nacional. Regeneración o desastre eran los términos de moda, no sin armónicos obsesivos en la vida pública; la elaboración publicística de la derrota fue obra sobre todo de los escritores del 98. Y, sin embargo, y si bien hacia 1900 la tasa de analfabetismo era del orden del 65% en los adultos, al final de la contienda mundial el tejido industrial del país se había diversificado y fortalecido, y para entonces contaba ya con algo más que indicios de una administración pública moderna, weberiana, no sujeta por tanto al azar de los cambios de gobierno. La denuncia de Costa de lo que Lucas Mallada había llamado los males de la patria, sin embargo, seguirá teniendo razones justificativas hasta la proclamación de la II República (1931), porque es un hecho que, a despecho de las corrientes modernizadoras, ciertas estructuras del Antiguo Régimen prolongan su vigencia hasta muy entrado el siglo XX; por esta razón y un tanto laxamente agrupo aquí documentos de los años 10 (Rilke), los 20 (Klemperer) y los 30 (Thelen) del siglo pasado. Un distingo terminológico, el que opone la España oficial y la España real, cobra fuerza por entonces en la vida pública nacional1.

La admiración de un distante Schlegel hacia 1800 (1983, 154) cede el paso un siglo después a opiniones más contrastadas. Por lo antes sugerido, no es ahora tan raro que en 1908 todo un “consejero comercial” llamado Johannes Klein, en su Reise in Spanien y al cabo de algunas consideraciones triviales sobre el país que encuentra, emita desde la soberbia de las élites de los Gründerjahre un juicio tajante que es una condena: “España es una nación en descenso, Alemania una en ascenso” (citado en Vega 2002, 128). Rilke por su parte ha acogido en sus cartas poca realidad española en un sentido empírico o histórico-descriptivo, lo que no significa que no nos haya dejado páginas memorables sobre el paisaje castellano; tiene, por ejemplo característico, alguna página muy positiva sobre la dignidad que observa en los mendigos españoles (Rilke 1976, 146)2. Como antes Theodor Wolf y luego Klemperer, por Madrid ha pasado a disgusto –también es despectivo con Sevilla–; él no ve propiamente la España de 1912 o 1913 en Ronda, o Toledo: el aire, los paisajes suelen ser desencadenantes de estados internos que alguna vez lo aproximan al rapto extático; el país extraño le despierta a sí mismo, proporcionándole algo que necesitaba. Victor Klemperer, un catedrático de romanística que precisaba con alguna urgencia asimilar la lengua y elementos de la literatura española para un Kolleg que proyectaba en Dresde, se ha instalado, por lo menos en las fases iniciales de su viaje de 1926 –más adelante, en Bilbao, Pamplona y Zaragoza, corregirá en parte sus estimaciones– en el rechazo; así, en Granada desdeña extrañamente la Alhambra. Pero ya al llegar al país había confesado a su diario que no sabía nada del país, su literatura o su idioma. Nada de esto, excusado es decirlo, quita mordiente crítico a sus notas sobre las condiciones en que se encuentra el país que visita (así, sobre la higiene en las ciudades)3. En 1931 aparece en España el escritor alemán Thelen procedente de Amsterdam. Y Thelen es de todos ellos el único que se sume en la vida nacional, sin cerrar por ello los ojos ante el atraso o la pereza de las gentes, pero intentando hacerse con un cuadro suficientemente amplio en su novela-documento La isla del segundo rostro. Que, por lo demás, y aunque historia acontecimientos de los primeros años 30, los escribe casi 20 años después (la primera edición alemana es de 1951).

Puede darse que una colectividad internalice elementos de una idea de o sobre ella que le viene impuesta desde fuera; por motivos históricos de bastante complicación, entre los españoles esto ha tenido efectos en el concepto reflejo que tienen de sí. Se ha hablado al respecto del complejo de inferioridad de los españoles –entre los autores alemanes consultados en Haudrich y Bernecker–, y se ha pretendido situar sus raíces en la leyenda negra. Es de interés de todas maneras recordar, como señala Enzensberger (1985), que el documento fundacional se escribió en español y en España, y por un monje dominico; es la Brevísima relación de la destrucción de Indias (1542) de Fray Bartolomé de las Casas (que Menéndez Pidal despacha como, a lo sumo, el delirio paranoide de quien seguramente tenía buenas intenciones4). El resultado sobre la mentalidad colectiva española ha sido, en cualquier caso, el malestar y una sensibilidad especial ante el reproche ajeno, y/o la no integración de la denuncia; Bartolomé de las Casas continúa habitando en el limbo del no reconocimiento público. Gimber (2003, 39) recuerda que ni en Barcelona ni en Madrid tiene una calle a su nombre, por no hablar ya de un monumento.

Aquí seguramente es productiva una conocida oposición metódica introducida hace años por Pike, y según la cual cualquier manifestación cultural de una comunidad humana admite una aproximación analítica doble. Por un lado la perspectiva interior o emic, que la describe en términos significativos para el o los agentes, por tanto según sus propios cánones valorativos. Pero el punto de vista etic, externo, suele venir de otra tradición interpretativa, y por tanto el que lo emite en principio está en mejores condiciones para objetivar o relativizar. En nuestro caso Rilke conecta idealmente, por así decir, con ciertas corrientes místicas españolas, y proporciona una visión acaso distorsionada, ciertamente, pero a la que no podrá negarse fuerza artística; Klemperer parece asentado en el disgusto de su constelación personal, muy crítica cuando se le pone ante los ojos aquello que lo irrita. Albert Vigoleis Thelen, en fin, el más conscientemente político de los tres, hacia principio de los 30, cuando se establece en Mallorca, sabe bien lo que significa el nazismo; también es más empático, y dedica más tiempo y un interés activo a la vida mallorquina; no magnifica, pero tampoco condena inapelablemente. Sin duda que también cabe allegar aquí observaciones complementarias de otros autores. Así, las del teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, que permaneció un año de vicario en Barcelona en 1928/1929. Y en marzo de 1928 escribe así a su padre:


Las noches de la semana pasada han estado todas ocupadas por invitaciones. Un vicio de la gente de aquí es que se quedan infinitamente; antes de la una de la noche nunca termina una reunión vespertina. [...]. Los españoles parecen ser bastante ascéticos tanto en lo que se refiere al sueño como en lo que se refiere a la comida (citado por Vega en Raposo 2009, 255).


Una nota que incorpora Max Frisch (1982, 393) en un epílogo a su pieza teatral Don Juan oder die Liebe zur Geometrie (1952) tiene un radio más extenso: “Don Juan es español: un anarquista”5. Aquí se aislan dos marcas culturales, dos culturemas si se quiere –el ascetismo, el anarquismo del alma español–; intentaremos testar cuánto queda de todo eso para los visitantes de fin de siglo.

Es bien conocida, para utilizar los términos de Pike, la existencia de numerosas teorías emic sobre el devenir histórico de España en el último siglo y medio. Primero los krausistas y después los regeneracionistas, y desde la crisis de finales del XIX y antes los escritores del 98 proponen explicaciones diversas sobre la decadencia, el presente y hasta la esencia de la nación, casi siempre con referencia a Europa. Por lo que tiene de convergencia con algunas de entre esas interpretaciones, esta vez desde la perspectiva etic, merece atención el viaje que, como se ha dicho, realiza por buena parte de España Victor Klemperer con su esposa. Su punto de partida es sobrio (1996, 203): “Y quiero ver España sin romanticismos”. Y, sin adivinarlo, poco después y por una causa trivial da con el centro de los desvelos regeneracionistas y noventayochistas (1996, 215): “En todo caso se nos ha hecho sentir que estamos en España y no en Europa, que no se tiene la certeza de coger determinado tren”. (También el viajero Alfred Kerr se pregunta a principio de siglo si éste es un país europeo). Sus prospecciones históricas y sociales son con todo, sobre primitivas, escasamente informadas; pero asimismo comenta, esta vez con total justeza, la “horrenda crueldad” de las corridas (por entonces en la suerte de varas el caballo carecía de protección contra las arremetidas del toro). La revelación viene algo más tarde; el 14 de abril registra en su diario:


Quisiera llamar a esto la mentira española, de la que, sin embargo, quizá sea menos culpable España que Alemania (o Europa): si viajo a África ya sé que se trata de una expedición a lo ‘indígena’ y voy equipado para esa expedición. Pero si viajo a España creo que voy a hacer un viaje en el interior de Europa y estoy perdido en África. [...]. Y también frente a la literatura española existe entre nosotros la mentira española (1996, 216).


Juicios derogatorios de este tipo no son exactamente novedad, tampoco con carácter emic; ya Joaquín Costa consideraba a España en 1901 una “nación semiafricana”. Sin duda que era “un mundo social fragmentado, ruralizado y mal comunicado”, con fórmula de José Varela (Costa 1998, 29), un país de estructuras agrícolas que mantenía a amplios sectores de la población a niveles mínimos. Pero el caso es que la cita procede de alguien que ha puesto por escrito su desconocimiento de la historia y la lengua del país, un filólogo que no puede con el Lazarillo o el Buscón (para ponerlo peor, también niega que España haya conocido el Renacimiento). Ahora bien, la impostación del punto de vista etic, en el límite incluso la irreductibilidad recíproca de las formaciones culturales, no necesita resolverse en el improperio. Rilke (1976, 46), para volver a él, escribe en una carta de noviembre de 1912: “...lo que me conmueve es estar por fin en un país donde los perros van a la iglesia”.

En 1936 la guerra civil y sus consecuencias cercenan durante decenios al país de los flujos modernizadores de Europa; pero al final del franquismo el cuerpo social del país había sufrido muy visibles modificaciones, aun cuando se mantuvieran tenaces las estructuras fascistas de poder; Bernecker (2006, 131): “Con independencia de los índices de modernidad socio-económica que se manejaran, España era social y económicamente un país moderno”. Así pues en las últimas décadas el país es percibido como incorporado a la modernidad, aunque a veces llame la atención la fuerza de algunas adherencias de épocas pasadas. En una colección de artículos de corresponsales de prensa extranjeros coordinada por el suizo W. Herzog (2006, 29), y referida ya a la inmediata actualidad, Rainer Wandler constata: “Expertos autoproclamados explican lo que hay que pensar. Reinan los tópicos, y mucho.” A los españoles les falta sistema en lo que hacen, carecen de respeto por las reglas, y experimentan un decidido malestar por dejarse regir por propósitos abstractos, sienta por su parte Ingendaay (2002, 58), y el orden, continúa, o lo que por tal se entiende en Alemania, no es una virtud deseable en este país. Pero también sorprende la generosidad de ciertas conductas de los españoles; así, Paul Ingendaay en Herzog (2006, 189 y s.); es una percepción antigua, por lo demás.

En fin, en 1985 Enzensberger (1987, 397) da durante sus pesquisas con un informante anónimo –es un alemán establecido tiempo atrás en España–, que le hace una confidencia que vale por un balance de resultados:


Se las tiene usted que ver aquí con un país razonable hasta la banalidad, normal hasta el aburrimiento, exactamente como la República Federal. Naturalmente nadie está satisfecho. [...]. España ha perdido del todo su encanto. [...]. Constatará usted que hoy por cada fanático español por lo menos hay diez personas completamente normales. Tras siglos de sinsentido es esto un triunfo, querido. ¡Un triunfo!

Se sabe, en efecto, que ciertos indicadores macroeconómicos de finales del siglo XX ponen de manifiesto un crecimiento del país en ciertos aspectos espectacular. Gimber (2003, 27) menciona algunos: “En 1995 el producto social bruto de España ocupaba el octavo lugar en el mundo”. También señala que en la universidad española actual hay matriculadas más mujeres que varones, y que desde hace algún tiempo la producción librera española es la quinta del mundo. Y como ilustración general de la interpretación ajena de esos cambios reproduce una información que quizá extrañe (Gimber 2003, 17): “En Alemania, por ejemplo, España fue designada en un artículo de Die Zeit del 13 de enero de 1989 y con el título Llegada a la modernidad, como el país más eficiente de la Europa románica”. E Ingendaay, por su parte (2002, 18): “La rápida transición del país a la democracia tras la muerte de Franco [...], tras casi 40 años de dictadura, fue contemplda con admiración en todo el mundo y se considera desde entonces como modelo político”. Hasta aquí el canon; y bien, Drouve (2002, 158) pone al descubierto aspectos sobre los que no se habla tanto: “Igual de llamativa que el rápido crecimiento es el ahorquillamiento socio-profesional, muy amplio.” Este moderno estado industrial y de servicios, además, a veces resiste mal ciertas comparaciones con su entorno (2002, 159): “Tampoco los bajos salarios están en ninguna relación con el ‘boom’ económico, aunque mantienen al país competitivo en el contexto internacional”. Y en el muy sensible ámbito de los servicios sociales o asistenciales “está España en alto grado infradotada” (2002, 159); sobre el sistema educativo público o la formación profesional cualificada también es como poco crítico. Más rosácea es la lectura política del estado de cosas en Gimber (2003, 111), bastante extendida, por lo demás:


La ‘transición’, que tuvo su comienzo aquel 20 de noviembre, no fue radical, pero en el curso de los años trajo modificaciones radicales en todos los ámbitos de la vida: en lugar de guerra civil reconciliación, en lugar de dictadura libertad, en lugar de centralismo gobiernos autónomos y bienestar en lugar de pobreza. [...] la España joven se concentró en los nuevos mecanismos identitarios: reconciliación, modernización y europeización.


Si bien después añade (2003, 112): “Una superación en profundidad del pasado no se produjo durante la transición y no se ha producido hasta hoy”. (Que la voluntaria amnesia sobre el pasado inmediato era muy general lo vio por cierto y como pocos Max Aub, un importante escritor español de origen precisamente alemán, cuando volvió en 1969, y por poco tiempo, del exilio mejicano). Drouve (2002, 150) la atribuye simplemente a falta de interés de un país “en el que se archiva el pasado con la velocidad del viento”. Tampoco Haubrich (2009, 14) salta sobre este punto, y ve esa amnesia en la propia transición:


Ciertamente la democracia no les fue regalada a los españoles. Se conquistó con grandes sacrificios, también víctimas mortales. [...]. Los muertos [...] sin embargo hoy no son celebrados como mártires de la democracia. En gran medida han sido olvidados.


Enzensberger (1987, 396) en su visita a España en 1985 se dirige así a su interlocutor, contraponiendo aquí el caso español al apoyo de masas de los alemanes al nazismo: “Además, y ésta es una diferencia esencial, los españoles han liquidado su dictadura con sus propias fuerzas”. No obstante todo lo cual, para Haubrich (2009, 30) los españoles “–esto se ve también en la agresividad y crispación de los políticos todavía décadas después del final de la dictadura– no son todavía un pueblo reconciliado”. El mismo autor vuelve páginas después (2009, 56) sobre realidades poco gratas:


España acusa desde hace años la tasa de productividad por trabajador y hora más baja de la UE. [...]. En primer término se ha echado la culpa de ello a la mala organización del trabajo, por tanto responsabilizando a empresarios e instituciones. Entre tanto son cada vez más audibles las voces que sostienen que sólo la mitad de los españoles trabaja realmente.


En esta línea Drouve (2002, 158) añade que “en protección medioambiental y emisiones dañinas queda una extraordinaria tarea por realizar”. O bien, y aquí el entonces germanooriental Harich (1978, 316) carga las tintas: “Madrid alcanza [...] el más elevado grado de contaminación atmosférica de todas las ciudades europeas del Este y del Oeste. La naturaleza ha sido devastada en España como en ningún otro país del mundo”. Ahora bien, el apocalipsis busca su profeta, y el propio Harich (1978, 316) está en condiciones de suministrarlo, aunque se trate de una entidad algo abstracta: “De esta combinación de precariedades sociales y ecológicas infiero que España va al encuentro de una Revolución social y ecológica combinada como no se conoce todavía en la historia universal”. Por último, también hay alguna sorpresa en los aspectos menores de la antropología social contrastiva: así, los niños españoles actuales suelen ser vistos como simplemente mal educados (Drouve 2002, 176).

Con un patrón interpretativo ya conocido, para Bernecker la guerra civil se derivó de la imposibilidad de una facción y otra de imponer sin el recurso a la violencia en cada caso su modelo social, económico y estatal; pero es justo la guerra la que consuma el “fracaso del reformismo modernizador” (1991, 17). Al precio de la guerra lo que llama la derecha sociológica –“el bloque de poder de la gran propiedad territorial, la oligarquía financiera y la gran burguesía”– recuperó la hegemonía (1991, 210) eliminando de paso las tradiciones liberales (1991, 211). En cualquier caso el conflicto también tuvo un notable reflejo informativo y cultural en germanohablantes que visitaron la zona republicana por un motivo u otro (E. E. Kisch, Kantorowicz, Renn, Koestler, Toller, Borkenau, Erich Arendt, Katia y Klaus Mann, etc.). Pertinente para nosotros es el hecho de que a finales del siglo XX, y aunque siga siendo audible a modo de basso continuo una u otra disonancia del país, se reconocen unánimemente cambios profundos en el empleo de las llamadas imágenes fuertes. Los ensayos de Enzensberger, el análisis antropológico-cultural de Ingendaay o de los publicistas y periodistas integrados en el volumen colectivo de Herzog, la lectura histórica y política de Bernecker o Haubrich o la más cultural de Gimber ya no sitúan en el claroscuro la imagen española. Hay afirmación en ellos, y hasta llama la atención la buena nota que suelen extender a su presente. El persistente cliché de los románticos se ha ido diluyendo en el camino, y para Haubrich lo de “África empieza en los Pirineos” ha sido olvidado hace tiempo por unos y otros.

Todavía hacia 1932/33 Thelen (1993, 41), un escritor sin acrimonia pero de notable sensibilidad para percibir la singularidad del país, podía retratar así una escena callejera de Palma de Mallorca: “Una retahíla de niños habrientos ocuparon ambos lados para hacer calle a los señores”. Setenta años después “España no quiere ser distinta de los estados vecinos, sino un país europeo completamente normal” (Haubrich 2009, 164 y s.), si bien en los españoles de hoy se detectan “la superstición del progreso” y pulsiones consumistas (Bernecker 1991, 220). Una coincidencia en el tiempo pareció sellar lo que se considera la normalización: en 1986 “no sólo conmemoró España el 50 aniversario del comienzo de la guerra civil; también fue el año en que el país se convirtió en miembro pleno de las Comunidades Europeas y en que se decidió de forma definitiva por la permanencia en la OTAN” (Bernecker 1991, 220). Los pujos de caballerosidad e hidalguía que todavía sorprendían a Frisch o Koeppen en los años 50, también entre los sectores más empobrecidos de la población, a mitad de los 80 no son fáciles de hallar entre los múltiples cortes longitudinales sobre la sociología del país que realiza Enzensberger en su brillantísimo ensayo6. No parece que haya que lamentar el cambio, viene a decir, con palabras su comunicante anónimo (1987, 397): “Los viejos vicios, las viejas virtudes, las viejas convicciones –todo se ha ido arroyo abajo.” Al término el propio Enzensberger hace un resumen algo sorpresivo del Madrid de la llamada movida (1987, 386): “Esta sociedad en que se tratan políticos y terratenientes, militares y periodistas, artistas y banqueros, tiene algo de oriental”7.

Para Ingendaay (2002, 18), todo el que mira a España como extranjero se construye una España desiderativa (o proyectiva). Pero, agrega, la mirada de un alemán produce sin duda un país distinto al de un francés o un neerlandés. Añadamos nosotros que muy especialmente en el caso de un alemán con algo de sentido histórico esa mirada está lastrada por el resultado de la guerra civil, con el que la ayuda militar del régimen nacionalsocialista tuvo algo que ver. En el encuentro cultural (unidireccional) que aquí inventariamos limitadamente los elementos definidores de la imagen española han sufrido notables desplazamientos, sin perjuicio de que en ciertos casos probablemente estemos ante meras redenominaciones.


Con las lindezas que oportunamente nos dedicaban contribuyeron a la imagen diversa, asistemática y contradictoria que ha regido muchos comportamientos de los alemanes frente a España. Las singularidades de una cultura, mestiza como ninguna en Europa [...] han sido constante objeto de extrañeza, en ocasiones, de admiración y en todo tiempo de comentarios y curiosidades.


El anterior juicio de Vega (en Raposo 2009, 37) pierde validez en términos generales desde, como tarde, los años 70 del siglo pasado. Que la percepción actual de los observadores esté compuesta también de cosas de las que se habla poco no tiene tanto de extraño; la estabilidad alcanzada, sumariza Bernecker, ha tenido un precio político y moral: “La transición representó una especie de pacto de honor a través del cual la compensación a los franquistas por la entrega del poder tenía lugar como la práctica de una amnesia colectiva” (Bernecker 1991, 219). En esto coinciden varios autores, ya se ha dicho, aun cuando en la valoración de todos figuren índices axiológicos casi siempre de innegable positividad (lo que también nos puede resultar chocante). Las sociedades abiertas europeas se conocen en la actualidad mejor que nunca, pero la información sobre realidades extranacionales la elaboran y elaborarán observadores, o viajeros, o especialistas. Si conocer al otro y conocerse son una misma cosa, para Todorov (2007, 30) “una verdad banal”, diciendo sobre un país de la periferia europea estos escritores alemanes dicen también del suyo.


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1 Pero Bernecker (1997, 7) cita al también hispanista alemán Bernhard Schmidt, que por lo que parece en trabajos de los ochenta ha cuestionado la existencia de la “otra” España, la liberal-progresista, en la obra de los escritores y publicistas españoles de la época.

2 En esta idea elevada de los mendigos coincide con Ida Hahn-Hahn, Klemperer, Koeppen e, inesperadamente, también con Meier-Graefe. Thelen, por contraste, intenta explicarse el fenómeno, véase Thelen (1993, 145).

3 Por supuesto que tampoco a un buen observador como Thelen se le escapa que “las condiciones higiénicas dejan mucho que desear en España” (1993, 94). Sobre las grandes diferencias de motivación entre los diarios de Klemperer de 1918-32 y los muy admirables de la época nazi, puede verse Hans-Jörg Neuschäfer en Rodiek (2000, 147 y ss.).

4 Menéndez Pidal, Ramón, El padre Las Casas y su doble personalidad, Madrid, Espasa-Calpe, 1963.

5 Recordemos aquí, en lo que toca al interés de M. Frisch por España, que el protagonista de su novela Stiller había estado enrolado durante la guerra civil en las Brigadas Internacionales.

6 Enzensberger publicaba ya a comienzos de los 60 buenos ensayos sobre la poesía en español o sobre Neruda.

7 De interés que ya en la decada de los 60 del XIX Karl Marx también creó percibir en alguna de sus crónicas sobre España para el New York Tibune rasgos “orientales” en las estructuras de poder del país. Por lo demás, también Alfred Zimmermann (Pöhlmann 2004, 157) encontraba en 1917 que el carácter de Madrid no era moderno, sino oriental.