Sobre el Evangelio de Mateo. Notas de enclaustramiento sobre un compromiso demasiado tiempo diferido.

Ángel Repáraz

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Me someto por primera vez a la ‘prueba’ de leer sin interrupciones mayores uno de los evangelios sinópticos (el de Mateo) como parte de una búsqueda demasiado demorada de alguna claridad en las propias huellas religiosas. Se trata, debo reconocerlo, de algo que he postergado demasiado tiempo; porque yo no dudo de que la dimensión trascendente en la vida de un ser humano es capital. La novedad, muy extendida en estos tiempos ya, es que el cristianismo como supuesto último en la vida de las personas ya no es vigente para masas amplísimas en nuestra cultura. En cuanto a mí, admito que no estoy muy bien equipado para la encomienda; no soy helenista, y menos especialista en exégesis neotestamentaria, y declaro un conocimiento de ambos Testamentos con muchas carencias. Pero también he prescindido para estas notas del andamiaje que hubieran podido prestarme Bultmann, Unamuno, Feuerbach o Küng, precisamente porque deseo ser ‘directo’; y por ello las lecturas de apoyo a que he acudido son modestas (ver el final).

Esta aproximación a algunos elementos de la creencia cristiana, por lo dicho será personal y desprejuiciada en lo que pueda; son cosa de antropólogos, teóricos de la cultura, estudiosos de las religiones, etc., los desarrollos más técnicos o científico-filológicos. El hecho es que todas las culturas y sociedades humanas, nos dicen, distinguen entre el ámbito profano y el sagrado (creencias, ritos, etc.). También en todas, o casi todas, han acabado por aparecer burocracias sacerdotales como instancias de mediación o administración del legado religioso (y normalmente integradas por miembros de la clase dirigente). Son esas burocracias las que han elaborado el ‘credo’ de contenidos a que la comunidad debe atenerse, principios sobre la naturaleza y condiciones de la deidad suprema, los dioses menores, etc.

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Yo diría que el principal problema de cualquier acercamiento al Nuevo Testamento es que no podemos interponer ‘distancia cultural’ en nuestra reacción a lo que declaran esos textos, toda vez que nuestras propias representaciones religiosas, los afectos a ellas ligadas, etc., han sido armados en el fondo cristiano de nuestra socialización primera. La crucifixión y los múltiples pasos de los Evangelios vinculados a ella, por ejemplo central, son en buena parte el humus de nuestra personalidad religiosa y cultural primera y de gran parte de nuestra percepción religiosa o moral de las cosas. Desde el principio, pues, las cartas están echadas, y se llaman perplejidad y (no siempre leve) espanto. Lo menos que puede decirse de Cristo es que era un ser con una extraordinaria confianza en sí mismo (‘fe mesiánica’): “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.[1]” O también: “El que no está conmigo está contra mí”, y acaso ya aquí una interpretación responsable imponga el abandono de los supuestos cristianos. Más perplejidades: ¿es posible psicológicamente ser cristiano?

En el capítulo del espanto qué decir del episodio horrendo de la matanza que dispone Herodes con los niños menores de dos años de su reino[2]; una deidad que admite esto es aterradora. Se argumenta aquí con el ‘misterio’, y nos damos otra vez contra la pared porque la razón, como se sabe, pide argumentos. Quizá sería aquí de ayuda la cuestión de la perspectiva, la del yo-narrador, de la autoría de estos textos, algo que tiene mucho que ver con lo trascendente del mensaje. (La ortodoxia, es decir, la jerarquía, dirá aquí que los evangelistas eran asistidos por el Espíritu Santo, pero así no avanzamos un milímetro). O tomemos el episodio en que un ángel previene a Jesús en el episodio de las tentaciones: ¿quién cuenta todo eso, y cómo supo todo ello? Jesús Mosterín alude a un problema superpuesto a todo ello, el de las presumibles interpolaciones textuales: “Revisiones posteriores añadieron diversas versiones de la leyenda antioquena de la resurrección de Jesús, todas ellas distintas e incompatibles entre sí.[3]” En otros términos: ¿cuál es la fiabilidad de la transmisión de estos textos? Un importantísimo efecto derivado de esto es que esas alteraciones ulteriores de los textos insistieron en la culpabilidad de los judíos en la condena y ejecución de Cristo, y con ello a desdibujar la culpa romana. Parece evidente sin embargo que quienes sentenciaron a Cristo, sin embargo, lo hicieron por el peligro de orden público, político pues, que a ojos romanos comenzaba a representar.

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Avanzado el siglo IV, en la mitad oriental de la Iglesia y por parte de unos monjes algo fantasiosos, se acotó y proclamó el canon de los libros a considerar sagrados (nuestra Biblia, y ambos Testamentos), que eo ipso significaba la completa exclusión de todos los demás existentes, condenados como falsos o espúreos: los ‘apócrifos’. Sabemos que esto sucedió en el sínodo de Laodicea, y a propuesta de Atanasio de Alejandría; quedaron así fijados los contenidos de doctrina que aquellos clérigos estimaban oportunos. Tales resoluciones fueron recogidas después por el Concilio de Constantinopla, y desde entonces, y hasta el presente, las varias iglesias cristianas se han atenido estrictamente al canon así establecido.

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En aquella época, de profunda crisis en la comunidad judía, surgieron al parecer gran cantidad de “santones rebeldes” (Mosterín) y ásperamente admonitores; parece que uno de ellos, un galileo llamado Yeshúa (Jesús), supo agrupar en torno a sí un grupo de seguidores. Ese Jesús tiene que haber sido muy poco complaciente con la autoridad romana ocupante, que por lo demás a la teocracia judía ya resultaba suficientemente escandalosa; lo importante para él era el reino de Dios[4]. Tras su muerte, de la que sabemos muy poco, porque los diversos evangelios incurren en contradicciones, saltó de algún modo la chispa del interés por él en comunidades judías de la diáspora helenizada. Esta gente no había visto nunca a Jesús, pero su interés por el mito se acreció. El más conocido de ellos fue Pablo de Tarso, un hombre de incalculable influencia en los siglos que siguieron. Por tanto, y situando las cosas con sobriedad: históricamente es muy dudoso que Jesús, el Jesús de las representaciones de los siglos II y ulteriores, haya existido, y en cualquier caso sabemos poquísimo de él.

No contamos con fuente textual ninguna de la época que haga mención de él, con las salvedades que ahora menciono. No hay fuente pagana alguna que deje constancia de su existencia. En la tradición escrita judía su nombre aparece brevemente en un historiador judío (en latín), Flavio Josefo, que en el año 93 (sesenta años después de la muerte de Jesús), escribe en Roma Antigüedades judías; el capítulo 18, muy deturpado por añadidos posteriores, hace alusión a él (existe también otra mención indirecta a Jesús con ocasión de la condena a muerte por lapidación de Jacobo, uno de sus hermanos). No tenemos más.

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Nos costará, pero también tendremos que revisar nuestra idea paulina de Cristo. “La ruptura con el judaísmo no fue obra de Jesús ni de sus discípulos directos, sino de Pablo de Tarso y sus seguidores helenistas. Ideas tan poco judías como la del pecado original, […] son doctrinas de Pablo, no de Jesús[5]. Y algo muy importante y muy silenciado: Jesús salió en defensa de la mujer adúltera y declaró que había obtenido el perdón de sus pecados. Por cierto que Jesús no hizo elogio alguno de la virginidad, como la posterioridad cristiana: la necia idea de ‘la pureza’. Pablo, que no pudo conocer personalmente a Jesús, tampoco parece haber tenido mucho interés en la persona histórica (si la hubo) que fue, o de sus pasos por la tierra. A él lo que le interesaba era “el mensaje abstracto de la muerte y resurrección de Jesús el Cristo, el Hijo de Dios.” (Mosterín). (Algunas epístolas de Pablo son anteriores a todos los Evangelios).

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En los siglos II y III se va estructurando una iglesia helénica protocristiana, mayoritariamente constituida por judíos de habla griega que vivían fuera de Judea e Israel y un poco por todas partes del Oriente mediterráneo. La dogmática, todavía laxa, de que se nutrían fue completada a no mucho tardar por Agustín de Hipona, una autoridad en su tiempo, que introduce, define y/o elabora algún disparate, como el de la predestinación o el del pecado original. (Están también sus asombrosas crueldades, porque de acuerdo con él los neonatos muertos sin haber recibido el bautismo han muerto en pecado, y en consecuencia han de ser excluidos de la salvación para siempre). A principios del siglo IV tiene lugar otra revolución imprevisible y de extraordinaria trascendencia histórica, cuando los cristianos literalmente se hacen con el poder del Imperio (Constantino declara el cristianismo como religión del Imperio). Los hasta entonces mal tolerados, cuando no perseguidos, se ven de pronto con el poder imperial en las manos. No habrá que decir que comenzaron en seguida a usar de las armas para aplastar y acallar a todos sus competidores ideológicos – judíos, herejes, paganos, filósofos y a cuantos disintieran. Ahora era el turno de los algo histéricos debates doctrinales entre clérigos, que terminaban en condenas y persecuciones. Está cristalizando la peculiar idea cristiana de Dios, profundamente irracional, que se ha mantenido hasta nuestros días.[6]

De nuevo estamos ante el azar, el capricho y la imposición violenta, que el tiempo y la jerarquía dignificarán como doctrina y como ‘tradición’. El principio dogmático de la trinidad divina, por lo que se sabe, inicialmente encontró amplísimas resistencias entre cristianos. Lo cierto es que es sencillo identificar en él poco controladas ideas filosóficas de la época, que el gnosticismo, el neoplatonismo (Plotino) y otras escuelas de filiación oriental habían dado a conocer[7]. La pregunta inevitable que nos hacemos se refiere a esa pretendida verdad incontestable de la ‘estructura’ de la divinidad; ¿por qué ‘vieron la luz’ aquellos clérigos iracundos (y corruptos) entonces, y no antes, ni después (lo mismo puede decirse del dogma muy posterior de la infalibilidad del papa en el XIX)? “La polémica trinitaria era una guerra de palabras, una logomaquia enfebrecida en torno a unos cuantos términos técnicos de la jerga filosófica griega tomados fuera de contexto e impregnados de toda tipo de connotaciones religiosas, gnósticas y neoplatónicas.[8]

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Es bien conocida la requisitoria contra toda posible deidad, tan grave como antigua. En la versión de Russell: “El mundo, se nos dice, fue creado por un Dios que es a la vez bueno y omnipotente. Antes de crear el mundo, previó todo el dolor y la miseria que iba a acontecer; por lo tanto, es responsable de ellos.[9]” Los apologetas, claro es, argumentan aquí con el pecado y sus consecuencias. Estúpida y sádicamente, porque ¿dónde está el ‘pecado’ de los aproximadamente tres cuartos de millón de niños y niñas judíos que fueron exterminados en Auschwitz? Por supuesto que hay pasos evangélicos que nos siguen atrapando; así, el Sermón de la Montaña. Pero las realidades históricas y las religiosas que conocemos nos hablan de un factor determinante, el del poder político. “El destino de las religiones no se decide en las cátedras o los púlpitos, sino en los campos de batalla y los aposentos de los príncipes.[10]” Otro hábito mental que convendría adquirir, por tanto: el de separar un mensaje transcendente de la iglesia organizada que lo ‘gestiona’, limita y, no infrecuentemente, pervierte.

Es seguramente imposible una toma de partido terminante en el asunto de estas notas, que tendría que implicar algún tipo de decisión existencial. Coincido plenamente con el tan citado Russell en que un mundo mejor del que tenemos reclamaría conocimiento, coraje y bondad; lo que no precisará en ningún caso es “el aherrojamiento de la inteligencia mediante las palabras proferidas hace mucho por hombres ignorantes.[11]” (Que se hacían eco de palabras de otros hombres ignorantes, a menudo crueles; parece probado, por cierto, que la escatología iraní ha sido fuertemente influyente en las ideas sobre el más allá de la que siglos después sería la comunidad judía. Es sencillo de ver, por otra parte, que Yaveh tiene atributos manifiestamente contradictorios, lo que nos sitúa otra vez en los sincretismos que resultan de la transmisión de las formas culturales; parece que es asimismo de origen arcaico la asociación de la condición mortal del hombre con un pecado original en el origen). Una vez más estamos en el límite de nuestro horizonte racional, es decir, en lo contingente, fortuito e inaprensible por irracional de cualquier contenido doctrinario (aquí histórico se opondría a revelado). Bien entendido, hablo de quienes estamos poco dotados para el salto a ciegas hacia la fe de Kierkegaard. M. Eliade recuerda que entre los bogomilos, una antiquísima secta de las primitivas religiones iranias, Satán era identificado con Yahvé creador; pero se trataba de un Yavhvé malo, una deidad perversa. Es una idea algo chocante, pero de ellas no anda carente el corpus dogmático cristiano (católico).

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Mateo Evangelista, Evangelio de –. En: Sagrada Biblia. Madrid: BAC, 1962.

Eliade, Mircea, Historia de las creencias y de las ideas religiosas. Barcelona: Paidós, 2012.

Harris, Marvin, “La religión”. En: Antropología cultural. Madrid: Alianza, 2013.

Mosterín, Jesús, Los cristianos. Madrid: Alianza, 2017.

Russell, Bertrand, Por qué no soy cristiano. Madrid: Público, 2010.

Madrid, 10 de noviembre de 2020


[1] Mateo (24: 35).

[2] Mateo (2: 18).

[3] Mosterín (2017: 92 y s.).

[4] Sigo aquí a Mosterín (2017: 21 y s.)

[5] Mosterín (2017: 14).

[6] Mosterín (2017: 135).

[7] Mosterín (2017: 174).

[8] Mosterín (2017: 188 y s.).

[9] Russell (2010: 48).

[10] Mosterín (2017: 15).

[11] Russell (2010: 41).