HCH 2 / Enero 2015
Juan Ramón y Brecht fantasean con el final, por Ángel Repáraz
Entre 1910 y 1913 publicó Juan Ramón Jiménez un mínimo de seis libros de poemas -cien años después no es siempre fácil la pesquisa con ediciones que a veces tenían un carácter casi privado-; el poema que nos interesa analizar, Y yo me iré, forma parte de Poemas agrestes, que recoge parte de su producción de 1910 y 1911. Es un JRJ que está entrando en los treinta, pero que ya se ha hecho un nombre en el Madrid literario, y que va camino de la inminente madurez, si consideramos sus muy precoces comienzos.
El viaje definitivo
… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado
mi espíritu errará, nostáljico…
Y yo me iré: y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.
Con dos excepciones (‘están’ y ‘amaron’), en todo el poema, de verso libre, se utiliza la forma del futuro gramatical (11 ocurrencias), como si se ensayara una presentización del escenario que seguirá a la desaparición de la voz poética (cuyo titular, no obstante, quedará entonces solo). Las escuelas del close reading han escrito mucho sobre la inanidad del biografismo, pero no se ve que tenga que resultar un obstáculo para la intelección del poema algún conocimiento de la muy crítica etapa que su autor dejaba entonces atrás. Han sido años de convalecencia de lo que entonces se llamaban “postraciones nerviosas” o “depresiones” -Freud acababa de darse a conocer al gran público centroeuropeo con la Traumdeutung (1900)-, acompañadas de temores a la propia desaparición claramente patológicos y de accesos de pánico de que, al parecer, no se libró nunca del todo (claro que en una carta a Guillermo de Torre de 1949 habla de “estas depresiones nutritivas tan frecuentes”). El año que vivió en un sanatorio de Francia en su primera juventud (1901), los casi dos en el sanatorio del Rosario, de Madrid (1901-1903), y los dos adicionales en casa del doctor Simarro (1903-1905) son parte del currículo de una prolongada inadaptación a su entorno social. En el que, por una paradoja poco explicada, sin embargo supo mantener muchas relaciones literarias, frecuentísimamente resueltas, hay que añadir, en choques, odios y rupturas.
Hay mucho en el poema del intimismo, o narcisismo ensimismado -la muerte afectará a los “que me amaron”-, que suele ser la marca de JRJ. Admitiendo que un estilo es un tipo particular de dialecto social, el estilo como idiolecto propio presente en nuestro poema -los estilemas, las palabras-clave típicas del autor- estará presumiblemente en función de la situación de comunicación que aquel presupone, que a su vez exige un destinatario, incluso en un poema como éste, una a modo de botella arrojada al mar por el náufrago que sabe que emprenderá “el viaje definitivo”. Y éste solo podría ser esa ‘inmensa minoría’ que el poeta deseaba como un vosotros colectivo -un ecumenismo selectivo. Y bien, a la postre, en el horizonte que crea aquí el poema todos se habrán ido, también quien habla, y por tanto entonces se habrá establecido la más absoluta desposesión (el hogar, el árbol, el pozo, el cielo, quedarán sin correlato humano). ¿Una desposesión sin protagonista, un atributo sin sujeto?
Es sencilla de detectar la fantasía que recorre el poema, de presencia nada rara en la obra juanramoniana: “Y sonará […] / como en esta noche […]”, se lee en otro poema, “Y me iré -aurora hermosa y triste-/ hacia más plenitudes”, en otro, o, en fin, “… un día/ que ya nunca se acabara…”, en otro. ¿Hablaremos de una actitud en la vida, de una invariancia en el carácter que opta por la aceptación resignada de los ciclos naturales, que incorporan el plazo de vencimiento de nuestra condición insalvablemente fugitiva? En el presente poema doliente, en cualquier caso -de 1911 son sus Poemas májicos y dolientes-, es tentador pensar en una vida en permanente autodiagnóstico por la vía del misterio del tiempo integrado y exorcizado en la ficción poética. Aquí con la epifanía anticipada, la ilusión si se quiere, de que a pesar de todo en ese marco natural tan plácido algo quedará del vaciado final de los protagonistas (“mi espíritu”). En sus Apuntes de 1902, JRJ tiene 21 años, había proclamado la poesía como nueva religión del presente, muy en sintonía por lo demás con ciertas poéticas francesas del momento, que Juan Ramón conocía bien; y en un poema de Eternidades (1918) el diapasón aumenta su frecuencia con un rapto muy nietzscheano que será prudente leer como flor de un día:
Lo seré todo,
pues que mi alma es infinita;
y nunca moriré, pues que soy todo.
El investido con la facultad poética según esto gozaría del privilegio de participar en algún tipo de trascendencia (no hay que pensar en el dios de la dogmática cristiana y menos en lo que Jankélévitch ha llamado “la esperanza mercenaria en el Paraíso”; el dios juanramoniano es, como mucho, el de Spinoza o los krausistas); inferir causalmente sin embargo de la quiebra ineludible de tal empresa la melancolía crónica del poeta le parecería excesivo al mismísimo Robert Burton. Es problemático establecer fechas para sus lecturas, pero en su biblioteca de Moguer están unos Opúsculos filosóficos de Leibniz; además, sabemos que tenía algún conocimiento de la revolución teórica de Einstein desde sus años en la Residencia de Estudiantes JRJ, donde también leyó con entusiasmo la Ética de Spinoza, un autor que admiró siempre. Todo un plexo de influjos, o de afinidades; en Tiempo, de su exilio final, es ya definitivamente personal en la postulación de ese dios que a ratos necesitaba: “No creo en el dios usual, pero pienso en el dios absoluto como si existiera, porque creo que debiera existir aunque yo no lo puedo concebir. Y si lo puedo concebir, ¿por qué no pensar en él aunque no exista?” Se advertirá que en dos frases admite el argumento ontológico para luego deconstruirlo.
El programa brechtiano de irritar a un cierto público literario culto podía acogerse a precedentes inmediatos en la propia Alemania; Gottfried Benn ya había sido piedra de escándalo poco antes de la guerra con el cinismo médico de sus poesías sobre los depósitos de cadáveres –Morgue, de 1912-. Originariamente Brecht pensó en el Baal como una pieza sobre François Villon, “que fue asesino, atracador de caminos y poeta de baladas en la Bretaña del siglo XV”; también le atraía la figura de Verlaine. Son trece las estrofas -o nueve, o dieciocho, según ediciones, y con variantes textuales que no considero; Brecht modificaba inacabablemente sus piezas- que componen el coral[i].
Als im weißen Mutterschoße aufwuchs Baal
War der Himmel schon so groß und still und fahl
Jung und nackt und ungeheuer wundersam
Wie ihn Baal dann liebte, als Baal kam.
[…]
Und wenn Baal nur Leichen um sich sah
War die Wollust immer doppelt groß.
Man hat Platz, sagte Baal, es sind nicht viele da,
Man hat Platz, sagte Baal, in dieses Weibes Schoß.
[…]
Alle Laster sind zu etwas gut
Und der Mann auch, sagt Baal, der sie tut.
Laster sind das, weiß man, was man will,
Sucht euch zwei aus, eins ist zuviel!
[…]
Als im dunklen Erdgeschoß faulte Baal
War der Himmel noch so groß und still und fahl,
Jung und nackt und ungeheuer wunderbar
Wie ihn Baal liebte, als Baal war.
[Cuando en el blanco seno materno crecía Baal/ ya era el cielo tan grande, tranquilo y pálido/ joven y desnudo e inmensamente caprichoso/ como lo amó Baal cuando Baal existía. […] Y cuando Baal veía cadáveres en torno a sí/ su voluptuosidad era siempre doblemente grande./ Hay sitio, decía Baal, no hay muchos,/ hay sitio, decía Baal, en este seno de mujer. […]. Todos los vicios son buenos para algo/ y también el hombre, decía Baal, que los tiene./ Los vicios son, ya se sabe, lo que se quiere,/ elegid dos, uno es demasiado. […]. Cuando en el oscuro seno de la tierra se pudría Baal/ el cielo era tan grande y tranquilo y pálido,/ joven y desnudo e inmensamente maravilloso/ como lo amó Baal cuando Baal existía.]
Aunque Brecht es también representante del frecuente primitivismo formal del expresionismo, el presente poema delata un trabajo cuidadoso; el ritmo de los versos fluye con naturalidad y la rima, aunque se permite oscilaciones entre el patrón abab y aabb, es no menos pulcra (también están las concesiones del poeta a la lírica paisajística, que gradualmente abandonará). En la segunda edición del drama iba antepuesto el coral a la pieza, que de alguna forma queda en él resumida, si bien puede también ser considerado y leído como un poema independiente. El poema en su conjunto responde a una actitud vital que, por lo que sabemos, el jovencísimo Brecht de entonces (n. en 1898) no veía sin simpatía; como quiera, aquí el ‘yo lírico’ afirma abiertamente la vida en tanto que fuente de hedonismo, una actitud que recuerda viejas corrientes epicúreas. Ese vitalismo además admite alegremente lo irreparable de la muerte -la nada-, con ecos claros de Nietzsche. Baal es en suma alegoría de lo ‘natural’, lo ‘animal’ o ‘instintivo’: ya tenemos un primer contrapunto a JRJ.
Baal, el primer drama de Brecht que merece tal nombre, después de alguna tentativa frustrada con editores algo timoratos ve la luz en forma de libro con Kiepenheuer en 1922 (había sido escrito en pocas semanas en la primavera de 1918, pero luego fue objeto de las usuales reelaboraciones). Se acaba de aludir a lo ‘animal’ de Baal; ahora bien, con un sistema u otro de restricciones, toda cultura humana convencionaliza el trato entre sus miembros y los derechos de estos en el grupo. Pero Baal vulnera toda norma imaginable de respeto al otro y las más básicas marcas de la decencia, y todos los intentos de incorporarlo en el drama a la vida burguesa son contestados expeditivamente; él vive su vida y su arte meramente como posibilidad de placer inmediato (en el texto teatral acuchilla en una trifulca de borrachos al amigo al que antes había birlado la novia, embaraza a ésta y se desentiende de ella cuando la muchacha determina cometer suicidio, etc.). ¿Es posible vivir fuera de la reglamentación social sin sufrir alguna forma de exclusión inmediata? Aquí el expresionismo llega a sus límites en la impugnación de una burguesía que todavía no se había quitado de encima la sumisión guillermina.
La sorpresa es que todavía en 1953 su autor vuelve en unas notas sobre la asocialidad de Baal, y de algún modo lo disculpa porque éste vive en una “asoziale Gesellschaft” (por el diverso origen de ambas raíces, en la lengua alemana es posible el oxímoron ‘sociedad asocial’ sin que el compuesto chirríe chirríe; en una carta a Caspar Neher de junio de 1918 el propio Brecht se ve como un “konservativer Anarchist”, que, añade, puede ser “despiadado” o “sin miramientos”). Pero hasta admitiendo el supuesto, ¿ampara esa anomia social la continua cosificación de los otros por parte de Baal, su burla de cualquier conciencia cooperativa? Si la pregunta es contestada con un sí nos encontraríamos con una segunda sorpresa: Brecht como dostoyewskiano (“Si no hay Dios todo está permitido”). Nótese además que el mundo al que llega Baal es “ungeheuer wundersam” (primera estrofa), pero el que abandona es tras su muerte y putrefacción “ungeheuer wunderbar” (última estrofa): lo caprichoso, o fantástico, se celebra después como maravilloso (¿y por quién?, ¿por Baal, mágicamente, o por el ‘yo lírico?, ¿o por Bertolt Brecht?).
Es ya comúnmente aceptada la condición abierta del objeto artístico -del texto poético-, su ambigüedad básica precisamente porque es abierto y polivalente; nos guardaremos pues de proponer una interpretación de uno u otro de los poemas o de atribuirles un modo de significación sobre cualesquiera otros. Ambos poemas participan sin duda de lo que Umberto Eco ha llamado “dignidad estilística”; sabemos además que el lenguaje poético está organizado y modelado en un grado elevado, muy en especial por las condiciones impuestas por la tradición de que viene (históricas, culturales o ideológicas, lingüísticas). Ambos poetas procedían de medios sociales, en Moguer/Huelva y en Augsburg, no tan diferentes: la familia de Juan Ramón, acomodada, poseía viñedos y varias bodegas, y hasta barcos para la exportación de sus vinos (luego las cosas cambiaron). El padre de Brecht, por su parte, un alto cargo técnico-administrativo de una fábrica, no tuvo inconveniente en pasar por encima de su extrañeza ante el texto del hijo y poner a su disposición una secretaria que lo pasara a máquina.
El poema brechtiano reacciona militantemente contra el primado entonces de Stefan George, su aristocratismo y su hermetismo, contra el clasicismo de los epígonos en una Alemania cuya juventud superviviente vuelve horrorizada del prolongado baño de sangre de 1914/18. Aquí está la renuncia del joven poeta al mundo burgués en su totalidad, también al de Rilke, al patetismo, a la retórica; eso por no hablar del coqueteo con la muerte, tan alemán desde el romanticismo y con una representación importante entre sus contemporáneos (Th. Mann, Hofmannsthal). Él recusa irrespetuosamente todo eso: por eso es tanto más interesante su aproximación aquí a la finitud humana. Y si Baal como figura contiene elementos no tan imaginarios de su creador, el modernista JRJ en su poema y cada vez más parece haber descubierto un panteísmo cosmológico que de algún modo anularía la nihilización de la muerte. Y bien, a la deseada simbiosis, o fusión, entre la autoconciencia personal y ese universo algo leibniziano, el poeta le impone una cláusula de obligado cumplimiento: la tal conciencia de sí ha de seguir tal, continuar existiendo. El problema es que al término el hecho nudo del acabamiento total e inimaginable habrá vencido; entre tanto y a la espera del mismo, Juan Ramón se procura unamunianamente un consuelo que es sólo artístico, como, ya cercano al final, ha dejado escrito con golpeadora concisión en Espacio: “cáscara vana, un nombre nada más, cangrejo”. Brecht se le opone de nuevo, y la inclusión por su parte de elementos grotescos, en parte del arsenal del teatro popular alemán, subrayan lo social, o asocial, como horizonte único de la vida humana.
En fin, el diálogo que hemos urdido entre las dos piezas, por fuerza muy somero en razón del juego denso de significados de denotación y de connotación que actúa en cada una, ha puesto en claro cuando menos la disfunción entre ambos universos del discurso cuando enfrentan la experiencia de la muerte propia. Brecht, no tan intensamente político como en la madurez, parece desentenderse de lo irremediable, en tanto que en JRJ la idea, o el fantasma, de la muerte posee ya una intensidad que irá en aumento en el tramo final de su exilio americano, cuando ya parezcan fijos los contornos de la trascendencia que el poeta delegaba en esa Obra plena con que soñaba desde joven. En una carta escrita en Moguer en 1912, la época de Y yo me iré, leemos: “Mi preocupación -la muerte definitiva- es lo único que me detiene.” ¿Le detiene de qué?, ¿es posible discernir algún impulso intencional en tanta melancolía, en la constante nostaljia, en los déficits tan exhibidos? La visión juanramoniana de madurez del devenir y la divinidad desdibuja ya la angustia ante la muerte como cesura nihilizadora; y, a mi juicio, esa completa depuración del yo que, como concepto-límite, representarían el máximo de plenitud otorgado a los humanos, está ya in nuce en nuestro poema. Alcanzamos así la estación final: and my ending is my beginning. El arrobo ante la hermosura del cielo que ambos poetas invocan es reasignado a estrategias poéticas y vitales muy distintas. El descarnado, hedónico y fatalista materialismo de Brecht, más bien endeblemente anclado en la tradición marxista, hablaba otro lenguaje.
Ángel Repáraz, Madrid, diciembre 2014
NOTA
[i] Vayan aquí mis disculpas al lector por el pecado mortal filológico cometido con la reproducción parcial del texto; para el objeto de estas notas, espero, bastan las estrofas elegidas.