HCH 5 / Julio 2015

Definitivamente Günter Grass, por Ángel Repáraz

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El pasado 13 de abril falleció Günter Grass en un hospital de Lübeck. Es el momento de los apologetas y los aplaudidores profesionalizados, también de por aquí, donde El tambor de hojalata (1959) ha sido inscrito una vez más entre las novelas más importantes de la literatura universal. Salman Rushdie lo ha visto como “uno de los dos o tres grandes escritores vivos del mundo”, que con el Tambor se sitúa “entre los inmortales”[1]. Y en el obituario que le dedica Claudio Magris en un periódico italiano, y por más que emplee algunas adversativas para el conjunto de su obra, la novela citada “es para siempre un pilar de la literatura del siglo XX”[2]. Monika Grütters, Kulturstaatsministerin en ejercicio (CDU), en fin, sitúa el legado del fallecido junto al de Goethe (también el bueno de Walter Widmer, un vigoroso crítico suizo, al publicarse la novela le había presagiado un futuro al lado del Meister goethiano). Tampoco han faltado, claro, voces con otro timbre en la despedida del genialer Medienprofi Grass (Ch. Stölzl). Hasta algunas muy anteriores a la despedida, muy singularmente la del también fallecido crítico Reich-Ranicki, una especie de hoffmanniano hermano oculto de Grass que acompañó críticamente todo el ciclo creativo del escritor y que en su momento había dictaminado el “infantilismo moral” del reiteradamente citado Tambor. Digamos asimismo aquí que El rodaballo (1977), La ratesa (1986) o Es cuento largo (1995) fueron despachadas por el crítico como novelas decepcionantes, y a fe que no son de aquellas a las que uno vuelve.

Es norma de protocolo en estas ocasiones aludir a la etapa que consuma o cierra la desaparición del artista; aquí es además pertinente en lo literario y en lo político, aunque quedan supérstites de la generación del Grupo 47 (M. Walser, Enzensberger y no muchos más). Desde los 60 fue Grass un correoso, a menudo certero y casi siempre discutido crítico social, lo que le valió algún nombramiento irónico, como el de Haupt- und Staatsdichter; también contribuyó en persona, y muy activamente, a las campañas electorales al SPD, que abandonó en 1993 por la política gubernamental con los solicitantes de asilo político. Ha llegado además al final con muy lúcidos y vivaces 87 años -hasta los 80 años hacía el pino en las celebraciones familiares-, cuando sus múltiples libros, también de lírica, se comentan desde hace por lo menos 55; inmediatamente antes de su muerte dio término al último, Von Endlichkeit (Sobre la finitud), que aparecerá en otoño. Como quiera que sea, fuera de discusión está el rango literario de Gato y ratón (1961), de El encuentro en Telgte (1979) o de amplios pasajes del Tambor.

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Las estrecheces estuvieron en el principio de todo: una vivienda en Danzig de dos habitaciones y un dormitorio para padre, madre, hijo e hija. En 1943, Grass tiene 15 años, se acaba su educación regular y empieza el usual currículo de un muchacho alemán en un país en guerra, que pronto será total: preparación para la defensa antiaérea y luego un trimestre en el llamado Servicio de Trabajo del Reich. Pero ese Reich hitleriano herido de muerte necesita ahora sangre de adolescentes, y todavía no tiene 17 años el futuro escritor cuando le llega la orden de movilización. De todo esto, y de muchísimo más, tomamos noticia en Pelando la cebolla (2006), sus memorias y su algo inveraz palinodia. También de que desde pronto la madre lo enviaba a las casas de los clientes morosos -tenían un comercio de ultramarinos- para cobrar las deudas; lo hizo con celo, puesto que se le había prometido un cinco por ciento de lo recuperado. El aprendizaje le será además de mucha ayuda en la posguerra, cuando la actividad en el mercado negro podía significar sencillamente la supervivencia. Todavía en una carta a Kenzaburô Ôe de 1995[3] se le ha deslizado una frase que alude a su “ilimitadamente juvenil voluntad de supervivencia”. Le duró mucho más allá de la juventud, y los medios aprontados por esa voluntad no siempre fueron los más elegantes.

La bomba estalló en el verano de 2006 con la publicación de las mencionadas memorias, que incluían la tardía revelación de su pertenencia por unos meses a la división ‘Frundsberg’ de las Waffen-SS. Ahora bien, la tirada inicial del libro fue un récord editorial 150.000 ejemplares, y se agotó en seguida; será casual, pero al lanzamiento le había precedido una entrevista del autor en la Frankfurter Allgemeine Zeitung en que declaraba su pecado de juventud. Pelando la cebolla es un libro algo pintoresco, con un autor que desempeña a saltos funciones de acusado, de fiscal y de defensor. La orden de reclutamiento indicaba el cuerpo, las Waffen-SS, el arma (tirador de carro de combate) y el destino, un campo de entrenamiento en los bosques de Bohemia. Podemos aceptarle que, como asegura, no tuvo ocasión de disparar un solo tiro en ese tiempo, pero antes un profesor de su instituto había desaparecido en un campo de concentración y alguien que dijo no a la orden de coger un fusil desapareció igualmente – y nada de esto distrajo la “voluntad juvenil” del egómano. El “no sé (bien) cómo” es el ritornello de una larga tonada que suena a hueco con frecuencia porque la vergüenza imborrable que dice experimentar tiene vetas de coquetería. Cabe preguntarse, de todos modos, si, un poco por debajo de la agitación mediática, la sociedad alemana tomó tan en serio esas confesiones; después de todo la República Federal ha admitido sin gran sobresalto a unos cuantos personajes públicos con un pasado en alguna de las ramas de las SS; así, Holthusen, Jauss o Strittmatter, para no salirnos de las letras o la vida académica.

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Hans Werner Richter, bastante mayor que Grass y cofundador y después indiscutido jefe y anfitrión de los encuentros del Grupo 47 una asociación muy libre de escritores jóvenes con encuentros anuales-, es alguien a quien Grass debe mucho. Por cierto que la maquinaria editorial que pronto estuvo tras el Grupo 47 supuso la muy cortés puesta en la cuneta de cuando menos una generación de escritores: exiliados y/o antifascistas en buena parte. Lo gracioso es que el propio Grass lo admite sin hacerse mayor problema: “Se llamen Thomas Mann o Heinrich Mann, Alfred Döblin o Robert Musil, lo cierto es que sobre todos ellos y sus libros pesa el estigma del exilio; incluso en la actualidad siguen siendo un poco extranjeros.”[4] La lista podría extenderse.

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En los debates sobre la renuncia final de la República Federal a cualquier reivindicación de territorios más allá de la línea Oder-Neiße mostró un coraje muy de agradecer. También supo devolver los golpes, desde luego; contra H. Kohl, por ejemplo, a quien puso de chapucero y mendaz, de completo ignorante y de despótico, y lo hizo responsable del desastre de la reunificación. En 1990 el diapasón alcanzó una máxima elongación: “Me estoy temiendo que la reunificación, disimulada bajo el nombre que sea, acabe imponiéndose por la fuerza. De ello se encargará la estabilidad del marco alemán; de ello se encargará la prensa amarilla de la cadena Springer […]. Sí, me declaro desde ahora mismo traidor a esa patria; yo solo podría ser leal a una patria más heterogénea, más variopinta, que se llevara bien con sus vecinos, aprendiera de las lecciones de la historia y estuviera decidida a integrarse en Europa.”[5] Claro que esto tendría que haberlo dicho en las calles de Dresden, Berlín Oriental o Rostock a los otros alemanes, prisioneros de la esclerotizada dirección del SED.

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Su politización democrática fue algo tardía, lo ha recordado Reich-Ranicki. Y en sus denuncias -como “escritor sin mandato”- de la Misere alemana del XX no ha estado tan solo; Walser, Biermann, Böll, Hermlin o H. Müller han dicho también cosas muy ácidas sobre el común pasado nacional. Con la pieza teatral Los plebeyos prueban la insurrección (1966), un alegato -muy flojo- contra Brecht, ha chocado algo dolorosamente con los límites del papel que había elegido. Luego fundó con H. Böll y Carola Stern la revista “L’76”, después “L’80”, como foro de debate sobre las vías de comunicación entre democracia y socialismo. Porque estuvo en todo: las destrucciones medioambientales, la amenaza nuclear -especialmente grave en suelo alemán a comienzos de los 80-, la reunificación. Por descontado que se ha sospechado cálculo en todas esas actividades suyas, pero no está demostrado que las eventuales motivaciones espurias estén en contradicción con intereses políticos colectivos. “En mi cabeza nunca termina la guerra, hasta hoy”, confesó en su última entrevista días antes de morir.

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Grass ha sido insospechadamente crítico con los alemanes y con su historia del siglo pasado, y ha puesto en claras letras de molde lo que tuvieron de arrogancia, de desprecio por los demás, de obediencia ciega y sin escrúpulos. Dotado de un humor espeso y una ironía no siempre eficaz, su arte es más bien conservador; tiene demasiada urgencia para permitirse dar una última pasada a muchas de sus fantasías, que luego quedan en sus novelas como grandes bloques erráticos – un estudio de los desplazamientos en el gusto del público lector alemán entre los 30 y los 60 seguramente explicaría algo de esto. Con todo, El tambor de hojalata (1959) fue un severo ajuste de cuentas con mentalidades ultrarreaccionarias muy vivas todavía por entonces; eso por no hablar de la sexualidad de unas cuantas de sus páginas, una novedad (un fiscal de Bremen se querelló contra la “pornografía” de la novela). La polémica volvió a atraparle en abril de 2012, cuando en su poema (en prosa), “Lo que ha de ser dicho”, dio la voz de alarma sobre la existencia del arsenal atómico israelí; un primer golpe contra Irán, temía, se llevaría por delante a la población iraní (el gobierno israelí decretó inmediatamente la prohibición para el autor de entrar en el país). Escritor, escultor, pintor, dibujante, el estallido del cometa Grass no ha carecido de algún curioso efecto colateral, y no es el menor la sombra eclipsadora que su opus magnum arrojó sobre dos estupendas novelas de la época, las mannianas Confesiones de Felix Krull y La isla del segundo rostro, de A. Vigoleis Thelen. No tuvo formación regular -era autodidacta en un sentido insólito en Alemania-, pero poseyó un talento voraz para las oportunidades. Algo intrigante es ya que ha contado con los mejores críticos: Hans Mayer, Walter Jens, Enzensberger en Alemania, G. Steiner o Magris fuera.

Sin demérito de las elevaciones en su obra, algunas incuestionables -añadamos el Diario de un caracol (1972)-, opino que el mejor Grass está en los ensayos, en esa voz bronca de quien ha dicho de sí: “Soy un pesimista que disfruta de la vida.” Un pesimista audaz, que en la citada correspondencia con Ôe llega a decir: “Y soy de la opinión de que, después de todas las guerras que han hecho criminal a este siglo que llega a su final, es el momento de sacar a la luz todo tipo de secretos militares – aunque sea mediante la traición.”[6] Entendemos su dureza y su clarividencia en la denuncia de una unificación en manos de los bancos y las aseguradoras, que durante bastantes años, son sus palabras, creó alemanes de primera y de segunda clase, con el papel poco divertido en la función precisamente para quienes después de Hitler conocieron 45 años adicionales de poder dictatorial. En un paso de Pelando la cebolla en que olvida la autoinculpatoria retórica agustiniana leemos: “Evidentemente las dudas no han empañado mi infancia.”[7] Parece que tampoco el resto de su vida; acaso quien antes de cumplir los 18 ha sobrevivido ya tanto a la artillería mortífera de los ‘organos de Stalin’ como a los verdugos connacionales de la Feldgendarmerie -la policía militar, muy aficionada a ahorcar a presuntos desertores- tiene de por vida franquía para vivir sin muchas dudas. Un artículo reciente de Muñoz Molina recoge un juicio de Updike sobre Grass que suscribo: “He aquí un novelista que se ha vuelto tan público que ya no puede tomarse el trabajo de escribir una novela: tan solo envía comunicados a sus lectores desde la trinchera del compromiso.”[8] Tiene que haber sido complicado estar al mismo tiempo en el escaparate y en el obrador. Quizá esto explique los descensos en una obra dilatadísima.

Ángel Repáraz, Madrid, mayo de 2015

PARA LEER EN PDF (pp. 4–10): HCH-5-JULIO-2015

Procedencia de los textos citados

Grass, Günter y Kenzaburô Ôe, Gestern, vor 50 Jahren. Ein deutsch-japanischer Briefwechsel, Göttingen: Steidl, 1995.

Grass, Günter, Beim Häuten der Zwiebel, Göttingen: Steidl, 2006.

Grass, Günter, Artículos y opiniones, selección y prólogo de L. Meana, Barcelona: Círculo de Lectores, 1996.

Magris, Claudio, “Seppe trasformare il romanzo sperimentale in un epos di carne”, en: ‘Corriere della Sera’ del 14.04.2015, p. 43.

Muñoz Molina, Antonio, “La sepultura de la gloria”, en: ‘El País’ del 25.04.2015, p. 6.

Rushdie, Salman, “Un bailarín literario entre el horror“, en: ‘El País’ del 15.04.2015, p. 41.

NOTAS

[1] Rushdie, Salman (2015).

[2] Magris, Claudio (2015).

[3] Grass, Günter y Kenzaburô Ôe (1995: 17).

[4] Grass, Günter (1996: 198).

[5] Op. cit., p. 124 y s.

[6] Grass, Günter y Kenzaburô Ôe (1995: 93).

[7] Grass, Günter (2006:. 26).

[8] Muñoz Molina, Antonio (2015).