Un papa en el infierno

Ángel Repáraz

Sobre el discurso de Joseph Ratzinger (B-16) en Auschwitz

Auschwitz, el nombre del lugar de la Silesia polaca (Oswiecim){1} donde los nacionalsocialistas instalaron el mayor campo de su red concentracionaria, su principal centro de exterminio y una de las principales factorías de trabajo esclavizado de las IG Farben –ruinosa como inversión–, es ya indeleblemente sinécdoque de unos acontecimientos que, no se repetirá suficiente, resultan inauditos en la memoria de la especie. El 20 de enero de 1942, algunos meses después de que R. Heydrich recibiera por escrito la solicitud de Göring{2} de preparar un «plan» o «esbozo» general de ejecución de la «solución final» en la Europa ocupada, en la reunión de Berlín/Wannsee se aprontaron los medios para la puesta en práctica concertada del designio genocida. Millones de seres humanos sin ninguna imputación judicial y de todas las edades serán sometidos a esclavitud, gaseados, fusilados, ahorcados o muertos por inanición, tortura o intervención ‘médica’ en un experimento sin precedente conocido por sus dimensiones y su condición a partir de entonces ya sistemática y planificada; sólo en las cámaras del complejo de Auschwitz se llegó a asesinar a 24.000 personas por día.

Al término de un viaje de cuatro días por Polonia, Benedicto XVI pronunció el 28 de mayo pasado un discurso en italiano{3} en Auschwitz-Birkenau. Y como «hijo del pueblo alemán, [...] sobre el que un grupo de criminales se hizo con el poder mediante promesas falaces, en nombre de perspectivas de grandeza, de recuperación del honor de la nación y de su importancia», imploró «la gracia de la reconciliación –de Dios antes que nadie, el único que puede abrir y purificar nuestros corazones». La forma utilizada fue riconciliazione (5 veces); el verbo es en la primera acepción (Zingarelli) «fare tornare d’accordo o in buona armonia», y en una segunda valencia, reflexiva, «tornare in pace o in buona armonia». Si examinamos las condiciones de coherencia textual del discurso publicado será necesario en primer lugar identificar a los actantes o sujetos terrenales de tal acuerdo armónico (como excurso: en el siglo pasado y en la esfera de actuación de los papas se han producido actos de incuestionable matiz (re)conciliatorio; así, el concordato Lateranense (1929) entre el Estado mussoliniano y el Vaticano, que además dejó allí como recuerdo la Via della Conciliazione, y sobre las relaciones de la Secretaría de Estado vaticana con Hitler un especialista destaca «la abrumadora influencia en los años treinta de la política vaticana de conciliación»{4}). Y entonces se evidencia de inmediato lo sencillamente absurdo de la reconciliación postulada{5} por la ausencia irremediable de una de las partes (las víctimas, aniquilada), pero no menos por la nula voluntad conciliatoria exhibida por una amplísima mayoría de los victimarios sobrevivientes desde 1945, sobre lo que volveré. De otro lado, en la alocución están ausentes términos como ‘culpa’ o ‘antisemitismo’; días después, los Palacios Apostólicos del Vaticano dieron a conocer una nota adicional, en la que ya aparece la voz ‘antisemitismo’.

Más de sesenta años después, da la impresión de que para este intelectual alemán no han pasado Mitscherlich, Adorno, o H.-E. Richter. Y si por un lado solicita gracia y perdón, Joseph Ratzinger, durante un tiempo soldado al servicio de un régimen de perfecta iniquidad, por otro asesta de paso una punzada a uno de los enemigos de entonces: el «inmenso número de vidas sacrificadas entre los soldados rusos en la confrontación con el régimen de terror nacionalsocialista» tiene un «significado doble», puesto que sirvió a una nueva dictadura. Muy bien, pero sin los soldados soviéticos las instalaciones de Treblinka, Majdanek, Auschwitz o Chelmno habrían funcionado hasta el exterminio del último judío europeo. Por lo demás, ¿alguna alusión a otros órdenes dictatoriales de la época, digamos en Hungría, Rumanía, o al sur de los Pirineos? Pues no.

El silencio que sobrecoge al Papa en un lugar como aquél, nos dice, es un grito interior dirigido a Dios en forma de interrogación: «¿Por qué, Señor, has callado? ¿Por qué has podido tolerar todo esto?» El párrafo, el primero del discurso, es de alguna complejidad referencial, puesto que estamos ante lo que parecen dos silencios genéricamente diferentes: el divino, al que se dirige la invocación, es el que se abate sobre el yo-hablante; refiriéndose al segundo, que es más una actitud (atteggiamento) suya, añade: «este silencio, sin embargo, se convierte después en una petición en voz alta de perdón y de reconciliación, un grito al Dios viviente de que no permita nunca más una cosa semejante.» La cesura discursiva es llamativa: este silencio se convierte en una petición. Más adelante la demanda es repetida con alguna modificación, y la «gracia de la reconciliación» se implora «antes que nada» de Dios; aquí ya no parece necesario el protagonismo humano. Por cierto que, abandonando el cuadro explicativo del dogma católico, otras tradiciones teológicas han sugerido hipótesis como la de Hans Jonas, para quien los límites al poder divino de actuación serían inmanentes, internos: «Después de Auschwitz sólo podemos decir [...] que una divinidad omnipotente o bien no sería infinitamente buena o bien totalmente incomprensible [...]. Mas, si Dios ha de ser comprensible en cierto modo y hasta cierto grado [...], entonces su ser-bueno deberá ser compatible con la existencia del mal, y sólo puede serlo si no es omni-potente.»{6} Y algo después: «Durante los años de las atrocidades de Auschwitz, Dios permaneció en silencio. Los milagros que se produjeron sólo eran obra de seres humanos: los cometidos por unos cuantos justos [...]. Y por eso digo: No intervino porque no quiso, sino porque no pudo.»{7} Este dios, por tanto, «toleraría» el mundo desde la limitación; ni inadvertencia ni fallos sistémicos, sencillamente no omnipotencia.

Retomemos la afirmación según la cual la shoah es imputable a la voluntad de «un grupo de criminales», que utilizó a la comunidad alemana como «instrumento de su frenesí de destrucción y de dominio». Pero es el caso que Auschwitz y los demás campos fueron una descomunal empresa colectiva, de realización impensable sin la participación diligente, vía intoxicación antisemita general y militante, de los alemanes en un porcentaje cuando menos apreciable, además de muchas otras gentes, entre éstas y sin resto de duda parte de las jerarquías católicas de la Europa bajo control alemán. Confinar el funcionamiento de aquella maquinaria perversa en la responsabilidad de «un grupo» es una operación de lavado de conciencias que ignora hechos abrumadoramente establecidos por víctimas, testigos e historiadores. Tampoco fue, por lo demás, precisamente un inexplicable evento supranatural o escatológico, como pretendieron presentarlo algunas novelas alemanas al poco de acabada la guerra, sino un terrible acontecer mundanal con numerosísimos protagonistas, activos o pasivos. Sin estridencias, como suele, Ratzinger se sitúa en el principio autoritario de su no tan remoto antecesor Eugenio Pacelli: la institución que dirige no puede errar, y aquí sobran preguntas.

El discurso tiene además un precedente a mencionar, puesto que parece su fiel continuación. En marzo de 1988 el Vaticano hizo público un documento que algunos esperaban con expectación: Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah, firmado por el cardenal Cassidy{8}. El escrito decepciona. Una vez establecido que «la historia de las relaciones entre judíos y cristianos es una historia tormentosa» (cap. III), parece lógico que el balance después de dos milenios sea «más bien negativo» (ídem); la sorpresa es que por ninguna parte se ve una disposición clara a distinguir entre agresores y agredidos. Por más que se reconozca la persistencia «de los sentimientos de sospecha y de hostilidad [...] que llamamos antijudaísmo, de los cuales, por desgracia, también son culpables los cristianos» (cap. IV), el reconocimiento incorpora un ‘también’ inclusivo que asombra a cualquiera que conozca algo de la historia europea medieval o renacentista. Es ya más frontalmente mendaz en la materia que nos ocupa: «La Shoah fue obra de un típico régimen neopagano moderno. Su antisemitismo hundía sus raíces fuera del cristianismo» (cap. IV). Ahora resulta que nunca ha pesado sobre los judíos la acusación de deicidio –sólo levantadao por el Concilio Vaticano II–, no ha habido resoluciones sobre los judíos del Concilio de Letrán de 1215 y tampoco cruzadas, y, ya más próxima, jamás vio la luz Civiltà Cattolica –la revista de los jesuitas, revisada por los papas, que durante largos años «había descrito a los judíos como una amenaza incorregible para el bienestar del mundo»{9}, y que en los años 30 del siglo XX era elogiada por Der Stürmer o por Il Regime fascista «por considerarla un modelo de antisemitismo»{10}. No ha habido, en fin, dos semanas después de comenzada la guerra con la irrupción alemana en Polonia, una carta pastoral conjunta de los obispos católicos alemanes: de obediencia y acatamiento al Führer.

El conocido dictum de H. Arendt sobre la «banalidad del mal» a propósito de Eichmann –muy contestado por judíos: J. Améry, el propio H. Jonas–, resulta ya incomprensible si aplicado, por ejemplo, a quienes no tuvieron suerte en las ‘selecciones’ de la rampa de Auschwitz. ¿Fue banal la conducta de Joseph Mengele, uno de los médicos que las realizaban?, y, cosa de veinte años después, ¿fue banal, o más bien obscena y blasfematoria, la risa de los imputados en los procesos de Frankfurt durante el desarrollo de la causa, antiguos cargos de las SS y la Gestapo que, como declararon probado las sentencias, intervinieron en el gaseamiento y en la ejecución de miles de personas? (La indagación, de Peter Weiß, es importante sobre esto). Mengele, firmemente anclado en sus convicciones genocidas hasta el final, murió por accidente en una playa brasileña en 1979, y sólo un porcentaje insignificante de los SS que intervinieron en la industria del exterminio fueron procesados tras la guerra. Y cuando hubo condenas, las necesidades de una veloz redemocratización de la RFA impusieron, con aplauso de los políticos, unas penas escandalosamente benignas a los ejecutores; se ha hablado de una Zweckamnestie (amnistía instrumental). Más recientemente, el código penal de la RFA ha incluido con buenas razones como figura delictiva la difusión de la llamada Auschwitz-Lüge o mentira sobre Auschwitz{11}. La novedad es ahora el irenismo sin sujetos de Ratzinger, al cabo de decenios de magistral «externalización de la responsabilidad moral» (Richter), señaladamente por quienes le han precedido. Bendedicto XVI parece incluso impugnar lo irreductible del horror judío: Hitler, declara, quiso la shoah para atentar contra las raíces de la fe cristiana. Pero ni histórica, ni teológicamente se cubren las representaciones cristiana y judía de la divinidad, el dios de los relatos evangélicos y la relación irrepetible de la comunidad israelita con Yahveh{12}.

Con todo, y salvas las implicaciones teológicas de las interrogaciones iniciales, con un leve corrimiento metonímico se puede dirigir la pregunta sobre el silencio a quien se decía titular entonces de la representación divina en la tierra. Y el silencio de Pío XII, un hombre polarizado por la tiranía soviética, fue completo durante cerca de año y medio, en tanto que los nazis y sus ayudantes, en el Este de Europa particularmente solícitos, segaban innumerables vidas en los campos o con los Einsatzgruppen –y la Wehrmacht, como sabemos hace tiempo– en las campañas de Polonia, en el Báltico, en Bielorrusia o en Ucrania. Rompió el silencio una sola vez en el transcurso de la guerra, la nochebuena de 1942 –con el VI Ejército de von Paulus atrapado ya en Stalingrado, a propósito–, cuando, al acabar un mensaje radiofónico que orilló cuidadosamente palabras como ‘judío’ o ‘nazi’, hizo alusión a los «cientos de miles, que sin haber cometido ninguna falta, a veces sólo a causa de su nacionalidad o raza, se ven marcados para la muerte o la extinción gradual»{13}. Y bien, esta historia de opacidades y claudicaciones no acabó con la guerra. A su término en 1945 parece bien demostrado que «altos cargos eclesiásticos ayudaron sistemáticamente a los principales matarifes de la judería europea a escapar de la justicia, proporcionándoles documentación falsa y conduciéndolos a Sudamérica»{14}. El obispo Hudal, «amigo y confidente de Pío XII y, posteriormente, de Pablo VI»{15}, ejerció, junto con otros dignatarios, una algo inusual forma de piedad con sujetos como Adolf Eichmann, Franz Stangl –responsable sucesivamente de Sobibór y Treblinka– o el doctor Mengele{16}. Cierto que con Juan XXIII se produjo la aceptación explícita del secular antisemitismo religioso, pero de nuevo en 1988 Juan Pablo II vindicó la conducta de Pío XII durante la guerra al proclamar que éste tenía mucho de que enorgullecerse. Uno piensa en el automatismo de los reflejos de una organización formidablemente centralizada, a que también se debe la lectura reductiva y desajustada por parte de su actual dirigente máximo de una historia atroz.

Notas

{1} En rigor, Auschwitz quedaba dentro del Reich tras el trazado oficial de las fronteras de rapiña del 26 de octubre de 1939, con la campaña de Polonia prácticamente acabada. En sentido estricto por tanto las masacres no tuvieron lugar en «algún punto del Este», según la memoria, bastante falible, de Albert Speer, sino en territorio del Reich. Puede verse Sybille Steinbacher, Auschwitz. Geschichte und Nachgeschichte, Múnich: Beck, 2004, pág. 17 y s.

{2} El Reichsfeldmarschall Hermann Göring, además de Ministro del Aire, era «representante» (Stellvertreter) de Adolf Hitler.

{3} Utilizo la versión digital de www.zenit/org/ital del 28 de mayo de 2006, a la que se refieren todas las citas de la alocución papal (traducción mía siempre).

{4} John Cornwell, El Papa de Hitler, trad. de Juan María Madariaga, Barcelona: Planeta, 2006, pág. 305.

{5} Son muy interesantes unas notas de Hannah Arendt (Diario filosófico 1950 – 1973, trad. de Raúl Gabás, Barcelona: Herder, 2006, p. 4 y 7) de 1950, que oponen ‘reconciliación’ a ‘perdón’: «El que se reconcilia pone voluntariamente sobre sus espaldas el peso que el otro de todos modos lleva. Eso significa que restablece una igualdad. Con ello la reconciliación es todo lo contrario del perdón, que establece la desigualdad.» Aún así, no están del todo claras las cosas con esa transferencia de ‘peso’ (culpable) de uno a otro, salvo, en nuestro caso, su imposibilidad formal; ya más convincente es esta otra observación, algo más adelante: «El mal radical es lo que no habría debido suceder, es decir, aquello con lo que no podemos recinciliarnos, lo que bajo ninguna circunstancia puede aceptarse como misión; y es aquello ante lo cual no podemos pasar de largo en silencio. Es aquello cuya responsabilidad no podemos asumir, por la razón de que sus consecuencias son imprevisibles y porque bajo tales consecuencias no hay ninguna pena que sea adecuada.»

{6} Hans Jonas, Pensar sobre Dios y otros ensayos, trad. de Angela Ackermann, Barcelona: Herder, 1993, pág. 208

{7} Idem, pág. 209.

{8} www.jcrelations.net/es

{9} Daniel Jonah Goldhagen, La Iglesia católica y el Holocausto, trad. de María Condor, Jesús Cuéllar y Pablo Hermida, Madrid: Taurus, 2002, pág. 98.

{10} Ibidem.

{11} Desde 1985 (tipificada como ‘injuria’) y 1994 (como Volksverhetzung, algo así como ‘incitación colectiva al delito’ o incluso ‘al motín’). Véase Steinbacher, pág. 121.

{12} Einstein, por ejemplo, no estaba nada seguro de que en el caso del judaismo, una forma religiosa no trascendental, pudiera utilizarse el término ‘religión’ con el valor aceptado del término. Para él el sentido suprapersonal del mensaje judío estaba más en la santificación de la vida que en una ‘fe’. Véase por ejemplo Albert Einstein, Ideas and Opinions, Nueva York: Bonanza, s. f., pág. 186.

{13} Citado en Cornwell, pág. 415.

{14} Goldhagen, pág. 196 y s.

{15} Idem, pág. 197.

{16} Ibidem. Se conservan testimonios escritos de agradecimiento de Eichmann y de Stangl.