ERTLER, Klaus-Dieter: Tugend und Vernunft in der Presse der spanischen Aufklärung: El

Censor. Tübingen, Narr, 2004, 239 págs.

Tras un muy pulcro trabajo (2003) sobre El Pensador (1762-1767), Klaus-Dieter

Ertler, romanista de la Universidad de Graz, emprende ahora el sobresaliente análisis del otro

gran órgano de la Ilustración española, El Censor (1781-1787); se trata, singularmente para

españoles, de una densa contribución de la gran romanística centroeuropea, que en Graz y

sólo en el siglo pasado ha aportado grandes figuras. De El Censor, interesa recordarlo, existe

desde 1972 una antología a cargo de Elsa García-Pandavenes.

La sociedad española del XVIII se encontraba aún lejos de la diferenciación social del

racionalismo burgués, expresada ante la naciente opinión pública a través de las revistas; nada

extraño que éstas aparezan aquí con algún retraso. La explicación “inmediata”, añade Ertler

(pág. 18), nos la da el monarca ilustrado Carlos III, que en estas empresas veía un canal

“didáctico” de sus reformas. Ya a principio de siglo habían aparecido en Londres las

publicaciones -semanales o diarias- The Spectator (1711/12), The Tatler (1709/1711) y The

Guardian (1713), de Steele y Addison; The Spectator en particular conoció en poco tiempo

una difusión masiva en los Países Bajos y en Francia por la vía de las ediciones pirateadas, y

desde allí en buena parte del resto de Europa. Feijoo, por cierto, es el primer español que cita

The Spectator, que conocía en traducción francesa.

Se va constituyendo así una prensa informativa, económica, cultural, con tiradas que

oscilan entre 500 y 1500 ejemplares (excepto la Gaceta). El Pensador había sido el primer

semanario con un programa moral, a la vez innovador y conservador pero ya identificado con

el ethos burgués de la laboriosidad y la “utilidad” -una palabra muy de época-, del que, por

ejemplo, puede derivarse la sugerencia de que la mujer ha de incorporarse a los canales

públicos de comunicación (pág. 21). Todo esto se ampliará en los 167 números de su

sucesora, El Censor, que se convierte en la mejor revista de ideas de este período. Hacia 1785

parecía estar bajo la protección personal de Carlos III, lo que explicaría que persista en sus

ataques a la iglesia o la nobleza. La reacción de los poderes tradicionales, claro, se impuso;

tras una suspensión de dos años, en 1787 aparece el último número de la revista. Aparecen

todavía otras -El Observador o El filósofo a la moda-, pero la prensa crítica sigue sufriendo

las dentelladas de la censura gubernamental y de la inquisición. La suspensión definitiva se

produce a comienzos de 1791; por ley quedan prohibidas todas las revistas no oficiales.

La Pragmática de 1715 había marcado el origen de una nación centralizada y unitaria.

El país se está modificando, sobre todo en la segunda mitad del siglo: el nivel de vida y la

población crecen, se incrementa la producción de libros -entre 1730 y 1815 el número total de

obras publicadas se cuadriplica-, se crean los jardines botánicos, los observatorios

astronómicos y las sociedades de Amigos del País sobre el modelo de la vascongada (1763),

la administración pública empieza a funcionar, aparece la prensa periódica. Cañuelo y Pereira

son los responsables oficiales de El Censor, pero estamos ante un colectivo que había sido

movilizado por Feijoo. Por aquí pasan Jovellanos, Samaniego y Meléndez Valdés, que

escriben anónimamente o con pseudónimo artículos en que con mucha frecuencia se mezclan

reflexiones doctrinarias, ensayos, casi tratados y “polémicas”. No sin peligros, pues los

editores se ven como Don Quijote (pág. 54), por más que, en general, en la revista se tiene

más bien poca estima por la literatura tradicional española.

Se ejerce la crítica, si bien la política como tal queda excluida de los semanarios, más

aún en España; objeto de esa crítica es el discurso social de la nobleza y sus concreciones -el

petimetre desocupado-, el lujo o consumo suntuario y sus implicaciones sociales. Son las

vitudes burguesas las que se encomian en la nueva “axiología isotópica” (pág. 78) y el

principio utilitarista como condición de la reactivación social, acudiendo para ello si es

preciso al Antiguo Testamento. Las prácticas religiosas al uso también se censuran, no sin

citas de Descartes, Malebranche o Montesquieu. Desde el polo opuesto a los apologistas (pág.

97) se aislan certeramente las razones de la decadencia económica de la nación: las

estructuras de distribución del suelo y las relaciones de propiedad. Se calcula que todavía

hacia 1760 había en París más imprentas y libreros que en toda España, y son copiosísimos

los libros recogidos en el Índice. En cualquier caso, los centros nerviosos de la renovación

están en la corte, en las tertulias de los ilustrados o las academias y las sociedades

económicas, no en las universidades. Los estudiosos -los vilipendiados novatores- apuestan

por el nuevo saber humano, por Bacon, Descartes o Hobbes, que hacia 1690 ya eran bien

conocidos; Feijoo es lector (tardío) de Newton, Jovellanos devoto de Condorcet, claro está

que moviéndose en el eclecticismo y sin abandonar la “ortodoxia” (Feijoo además es un

monje benedictino como Sarmiento, Marchena es abate, Freyre de Silva había sido

capuchino).

La Contrarreforma simplemente había seccionado el país de los flujos europeos; hasta

bien entrado el siglo la circulación monetaria estaba restringida a los poderosos, la economía

era básicamente de autoconsumo, la propiedad territorial amortiguada y vinculada asfixiaba la

agricultura. La conclusión, seguramente algo escéptica, del notable estudio de Ertler tiene

robustos apoyos en lo que conocemos de la historia del país (Domínguez, Sarrailh, etc.).

Hasta 1812 no hay consagración legal de la libertad de imprenta; Jovellanos, Mayans, Feijoo,

Macanaz, Olavide fueron objeto de, como mínimo, expedientes por parte del Santo Oficio,

Cadalso apenas pudo publicar en vida. Hacia 1810/1812 expira el impulso ilustrado, cuando a

las convulsiones nacionales se suma el pánico que desde 1789 había provocado en los grupos

dirigentes la revolución francesa.

Aunque entre los ilustrados españoles no despunta una figura de las dimensiones de

Diderot o Beccaria, esta avanzada de un ‘tercer estado’ en formación crea algo próximo a una

res publica nueva de las letras en un país todavía obturado por estructuras tardofeudales.

Eligiendo como criterio regulador de la idea de “Ilustración” el kantiano sapere aude, parece

claro que, atemperados o no, realizaron serios intentos de asimilación de la nueva

racionalidad crítica; sólo de los escritos de Feijoo se vendieron en aquella España y en unos

sesenta años unos 300.000 volúmenes. Ertler, ampliamente familiarizado con las propuestas

analíticas de Bourdieu o Luhmann, ejecuta casi “discurso” a “discurso” una atenta

microscopia de todo el ciclo de vida de la revista. ¿Ha existido burguesía en España antes de

fines del XIX? Lo cierto es que en El Censor funcionan ideologemas de una ética moderna,

casi liberal, que enfrenta el mundo con pragmatismo. Se están importando, pues, estilos de

pensamiento contra los que el poder teocrático -el misoneísmo- se pudo defender durante

mucho tiempo, y se estructuran con novedad, entre el periodismo, el ensayo y la ficción y, a

pesar de todos los pesares, desde un orgulloso reconocimiento de la propia independencia,

que no admite controles exteriores.

Ángel Repáraz