Luis Ferrero, La puerta de la locura. Lecturas mediatativas del ‘Quijote’, Fundación Universitaria Española, Madrid 2005


Ángel Repáraz


Un poco por la periferia del acqua alta de comentarios que nos inunda en el centenario se encuentran estas nada sentimentalizadas “lecturas meditativas” del Quijote. Aunque su título sea eco probable de las eminentes Meditaciones del Quijote de Ortega (1914), el libro se acoge al altísimo patronato de Deleuze y Heidegger - “el gran pensador del entreser” (p. 17) -, lo que ya es un primer ajuste del visor. No es extraño que así equipado tire luego por los nuevos caminos de una época que no por azar ha creado cosas como la fuzzy logic, y que en sus análisis opte a menudo por la suspensión sabia del juicio o por la afirmación de los derechos de los opuestos convivientes. La estructura corresponde a un concierto para piano con una obertura y tres movimientos que tienen más de adagio denso que de allegro. El paisaje melódico chocará luego un poco a los acostumbrados al pimentón picante de los cervantistas profesionales, porque por aquí se habla del espacio/tiempo de Riemann, los fractales, las estructuras disipativas y los conjuntos difusos; el bajo continuo, a cargo de los amores filosóficos del autor: Platón, Plotino, Agustín de Hipona.

Don Quijote, como Cervantes, es hombre de puertas, de ventanas, del límite, del entreocurrir. Supremamente elige, y se elige, saliendo por la puerta de la locura “a lo Abierto, a lo Libre, al Afuera absoluto” (p. 34), sólo para volver a la razón común cerca ya de la muerte (aquí hay que dar la razón a Nabokov: privarle al final de su resorte mágico representa de algún modo un ultraje para el caballero). Al parecer, las ideas erasmistas sobre la stultitia explican el desarreglo que Cervantes impuso a su criatura; pero a don Quijote no lo trata médico alguno, quien lo trata, eleva, zarandea y hace fosfatina es la vida. No mucho después de Erasmo, Sebastian Brant, Montaigne y la plástica de Brueghel o de El Bosco, si seguimos la conocida narración de Foucault, con el discurso cartesiano se inaugura el proceso fatal de silenciamiento civil de la locura; el loco acaba excluido y silenciado. Observemos que Cervantes todavía queda del otro lado, porque en él la locura es un como modo spinoziano más de manifestación de la razón, “su fuerza viva y secreta, su momento duro y trágico” (p. 49).

Logocentrista consumado, Don Quijote es habitante de un mundo estrictamente verbal, escrito en su origen, por cuanto que entiende el acontecer como actualización de los depósitos de la memoria: son los libros de su majín los que tienen que dar fe notarial y autentificadora de lo que presencia. Casi doscientos años antes que la primera de las ‘Críticas’ kantianas está estableciendo por su cuenta las condiciones de intelección del mundo exterior, sólo que las formas puras de la sensibilidad a priori son para él las fabulaciones de los libros de caballerías, la literatura; Don Quijote es libresco sin más. Podemos preguntarnos si salió ganando con su libérrima y personal “revolución copernicana”. Casi seguro que sí, porque de fuera sólo podía llegarle en crudo el barullo de un cuerpo social amojonado entre las cadenas de hierro que marcaban lo admitido por la Santa Inquisición (sólo duró 340 años entre nosotros). Está en su genialidad que transmute en “encantamientos” los encontronazos continuados entre su deseo y la realidad.

De modo que apuesta en los límites por la mitomanía, afirmando una razón distinta, una “locura borrosa, locura-límite” (p. 98) creada para sortear la asfixia ambiente de una comunidad por arriba en las manos de unas élites teocráticas obsesionadas con la “limpieza de sangre” y horizontalmente rigidizada por el sistema de castas. Nuestro único dardo crítico al estudio de Ferrero, que herboriza amorosamente en nuestro libro de libros - hasta descubre que Cervantes utiliza en él 49 veces la palabra “experiencia” - se clava en la presunción de que “la locura de don Quijote es una locura sin causa” (p. 102). Causa final acaso no, pero las eficientes para ello sobraban en aquella sociedad inquisitorial, a cuyo frente el Estado había perdido el timón y tenía casi todas las cuadernas podridas (Cervantes asiste muy conscientemente a las primeras señales inequívocas de la catástrofe). Para los barrocos la propia realidad era alucinatoria, según Deleuze (p. 150), lo que es muy fácil de admitir para un país que, con sus grandes ciudades a rebosar de mendigos, intenta invadir Inglaterra mientras sostiene todavía guerras de religión en media Europa.

Las lecturas no se pretenden “un erudito estudio filológico” ni “un sofisticado juego intertextual”; están en la otra pista de la banda monofaz, que es la misma, pero distinta, y acaso desde ahí sea ejecutable el proyecto de extraer “lo no dicho de lo dicho” (p. 9) con su voluntad casi cabalística de aferrarse con los dientes a la esperanza de un sentido. Pero no se perfora tan fácilmente el blindaje de Cervantes, su escepticismo y su reticencia, su coqueteo con la hipocresía. Nos queda mucho Don Quijote sin explicar, porque todavía no ha empezado a hablar toda la feroz violencia con que el hidalgo laboró sus instintos mucho antes de idear la caballería. La otra semiesfera de nuestra ignorancia es el propio Cervantes, que parece querer contribuir al mayor relieve de su figura ocultando la propia persona. No tenemos nada que se parezca a un epistolario cervantino, y abundan las oscuridades en su curriculum. Una ambigüedad que tiene mucho que ver con su profundidad; ambigüedad, o ironía, o arrogancia, de un superviviente de Lepanto, de Argel, de Trento y de los funcionarios de la corona.