La mirada fragmentadora de Joseph Roth en el periodismo y la novela
Ángel Repáraz
Joseph Roth, Crónicas berlinesas, posfacio de Michael Bienert, trad. de Juan de Sola Llovet, Siglo XXI, Madrid, 294 páginas
Joseph Roth, Escenas de la vida burguesa: Perlefter y Fresas, trad. e introducción de Roberto Bravo de la Vega, Siglo XXI, Madrid 2006, 137 págs. + XXIX
Continúa el bienvenido goteo de trabajos de J. Roth en los catálogos de publicaciones, que ya hacen sitio al gran folletonista que fue. Porque en el conocimiento del público, también entre nosotros, ha primado demasiado tiempo el novelista y el narrador; en buena hora se vuelve la atención editorial a la actividad paralela de quien trabajó toda su vida para los periódicos.
No fue su vida la peor de sus novelas, y tampoco la menos trágica. Por turnos o simultáneamente socialista y legitimista, poeta y periodista, cínico y desprendido con los demás, en su adaptación a la ciudad moderna Roth no se ha desprendido nunca del todo del polvo de su shtetl de origen. Al poco de aparecer en Viena con 19 años deja caer el ‘Moses’ que es su primer nombre, aprende sobre la marcha galantería y ‘formas’ y fija el guión a que se atendrá: laboriosidad, mitomanía y autoindulgencia. Los estudios de germanística en Viena, que no acaba, los hace dando muchas clases particulares. Estalla la guerra, y es destinado a Lemberg como colaborador en la prensa militar; entre tanto ha descubierto la bebida para convivir con lo que le es insoportable. En marzo de 1922 se casa, va a Berlín y allí o desde allí escribe pronto para los periódicos más importantes del país. Roth se establece en Berlín/Schöneberg -es el único piso de alquiler que ocupará en toda su vida-, se siente todavía socialista y entra en el Berliner Börsen-Courier, donde es colaborador fijo pronto.
El folletón literario satisfacía todavía otras necesidades del público. Las figuras estelares en el área germano-austríaca eran Polgar, K. Kraus, Kerr y Tucholsky, pero Roth fue en sus buenos tiempos el mejor pagado de todos. El registro y la perspectiva, que apenas evolucionan desde el principio, los trae de su aprendizaje vienés, del neorromanticismo en el lenguaje poético, de la sentimentalidad de Peter Altenberg; él, después de todo, había conseguido su primer empleo en 1919 en un periódico de la capital austríaca, Der Neue Tag, y hecho sus primeras armas con crónicas sobre el pulso diario de la ciudad.
Aunque seguramente siempre quiso connotar moralmente su trabajo, Roth era ajeno al pensamiento de algún grado de abstracción. Estaba muy cómodo en el minimalismo del biograma urbano o en la estampa periodística hecha de emoción fugitiva, que alguna vez es resentimiento feroz. En 1923 -ya no firma como “Joseph el rojo”- entra en la Frankfurter Zeitung para iniciar su decenio de gran periodismo. Dos años después está en París con Friedl, la esposa, como “corresponsal de folletón”; viaja a Rusia, y se nota mucho que del marxismo tiene noticia más bien parca (pero hace análisis muy buenos del primer stalinismo). Su especialización como folletonista lírico está en cualquier caso bien afianzada ya, con su melancolía y sus pullas algo provocativas. La mujer cae en la esquizofrenia, y la respuesta de Roth es beber aún más (pasará de un sanatorio a otro, hasta su asesinato en 1940 en Linz). Él evitaba a W. Benjamin y E. Bloch, que publicaban con él en la Frankfurter, era abiertamente hostil a Adorno y no podía leer a Lukács ni a Musil. Job, de 1930, le hace conocido de un gran público y le da mucho dinero, sobre todo con sus ventas en América; es la introducción a sus grandes novelas del final de la monarquía danubiana. Tiene buenos amigos en el oficio -Egon E. Kisch, A. Polgar-, pero aborrece incondicionalmente a Kurt Tucholsky, que no parece haberse enterado mucho de ello.
Las Crónicas belinesas, ritmadas en esta edición con fotos muy oportunas, incluyen colaboraciones publicadas desde 1921; la última es ya del exilio, de 1933. La ciudad, por entonces el mayor centro industrial del continente europeo, cuenta al acabar la guerra con casi 4 millones de habitantes, y como una especie de Valle-Inclán desplazado hasta el Spree, Roth retrata, con otra escala, un Berlín “brillante y hambriento”. Por allí andan también O. Klemperer y Furtwängler, Brecht, Piscator y Die Weltbühne de von Ossietzky, Benn, Kästner y Tucholsky, hasta Kafka (1923), ya enfermo. Al cronista no se le escapa que allí todo el mundo “está hasta el gorro”; con razón, puesto que la inflación alcanzó su pico en 1923. Y se siente un “paseante que marcha en diagonal por un avanzado día de primavera” (p. 15). ¿Es un flâneur? No puede permitirse ser un desocupado, y además Baudelaire o Benjamin vienen de largas generaciones de bienestar burgués. Hay orquestas de negros y jazz por todas partes, y grandes almacenes, y baños turcos nocturnos; están también los nudos simbólicos de la ciudad -el ‘Alex’, el Kudamm-, los templos de la bohemia intelectual -el Romanisches Café-. Pero Roth no es Marinetti, y en su crítica suenan tonos preindustriales.
El manuscrito de los dos fragmentos de Escenas de la vida fue descubierto por azar en los años 70 en Berlín. Son al parecer, según la bien informada introducción de R. Bravo, parte de un proyecto novelístico de alto vuelo. “Perlefter” comienza, como “Fresas”, con la autopresentación del judío del este, un elemento importante de la escenificación mítica, y el personaje traza el grafito de su vida en la shtetl con algo de la inocencia de Chagal. El padre era bebedor, y un día desaparece; él llega a Viena en 1904. Claro que Perlefter, con quien está emparentado, sobre ser borroso como carácter se instala muy rothianamente en una ucronía sin movilidad real. “Fresas” tiene un exordio bastante parecido, con un mundo de contrabandistas, aguardiente, una comunidad de muchas lenguas y recuerdos de lejanos progromos. El narrador pasa de un oficio al siguiente, para acabar de ayudante de enterrador; aquí la muy característica figura del conde decadente y benefactor representa la ventana abierta a la promesa vienesa. Al final, el plan de un gran friso narrativo sobre las raíces del autor en Galitzia quedó en esto, salvo la materia que utilizó después para novela El peso falso. Lo que nos llega aquí son viñetas sin articulación suficiente, quizá esbozos poco elaborados aún.
Reich-Ranicki ha visto en él “un conocedor del mundo ajeno al mundo”. Desde luego se mantuvo refractario a la literatura contemporánea casi al completo; se le reconoce el rigor y la disciplina del artista, el atractivo del austríaco y, con sus palabras, un oído fino para los tonos intermedios, pero es difícil también pasar por alto una cierta falta de seriedad, o la comicidad no buscada. Su periodismo, sobre esto, lleva toda la ganga ‘feudal’ de la idea del mundo que se fue formando. En los artículos está, como era previsible, el tema que atraviesa de extremo a extremo su obra, el de la vida malgastada, la de los judíos llegados del este y establecidos como pueden en Berlín, entrañables outsiders, irresueltos y fracasados, la de los delincuentes, las prostitutas. Hay como un sol ácido sobre una ciudad que no quiere, un Berlín que también es el de Döblin y el de la resaca del expresionismo. El cronista penetra en el corazón del Moloch, pero parte de su ser se queda fuera. Es imposible que un hombre así viviera a gusto en su época, que, tarde o temprano, no derivara hacia la regresión.
El patrón formal rothiano es el del alfabeto morse; a las rayas de la descripción les siguen los puntos del comentario, escéptico y sin ilusiones. También por ello las Escenas de la vida burguesa se nos atragantan. El épico Roth acusa bajones; no es de los menores este Perlefter timorato, encastrado en un acontecer al que no se acaba de dar espesor, pelele en un flujo apresurado de ambientes y personajes. Las narraciones están también subtendidas por la ironía, que sin embargo queda muy chusca si la contrastamos con la soberanía social de las narraciones de otro dinosaurio de la Viena de antaño, Heimito von Doderer.
La democracia parlamentaria implantada cuando se desplomó la Alemania del kaiser presenció muchos anacronismos; uno de ellos fue Roth. Los dos libros, sobre todo el segundo, son de un momento de incertidumbre profesional y vital de Roth, un hombre que buscaba desesperadamente sus atributos. “Yo no hago comentarios divertidos. Yo dibujo el rostro del tiempo”, escribe en 1929. Al final sólo tenía una palabra para aquel tiempo, el de su vida: ekelhaft (repugnante). Noblemente, él mismo se retiró con el alcohol.