Confesiones de una vida de alto riesgo

Klaus Mann, Cambio de rumbo. Alba, Barcelona 2007, 643 páginas. Traducción de Genoveva Dieterich y Anton Dieterich.

Ángel Repáraz

Klaus Heinrich Thomas Mann (1906-1949) se había asentado en la morfina y la cocaína -el “estilo químico de vida” para su cuñado y amigo W. H. Auden- bastante antes del exilio de 1933. También vivió culpablemente el amor homosexual (más venal con el paso del tiempo, y con consecuencias físicas dolorosas bastantes veces). Su padre, por cierto, era Thomas Mann; todavía con 31 años escribe en su diario a propósito del progenitor: “Vence allí donde va. ¿Saldré alguna vez de su sombra?”. Con el presente “informe de una vida”, que tituló Cambio de rumbo -y que acabó pocos meses antes de su derrumbamiento final-, parece haberse propuesto trascender de algún modo esas constricciones. Quien lo redactó no tuvo una biografía precisamente convencional; pero en su exceso esa misma vida puso en ejercicio mucho de lo que el padre ocultaba, o elevaba artísticamente.

El libro (1952, póstumo) es traducción de la traducción alemana (muy ampliada) del propio autor de The Turning Point, publicado en 1942. Ya de 1932 era Kind dieser Zeit [Hijo de esta época], aunque las indagaciones autobiográficas habían empezado con un volumen de narraciones de 1925, Vor dem Leben [Ante la vida]. La pieza más importante de la colección es sin duda este Cambio de rumbo, y, con los diarios, lo mejor y más veraz de su obra.

Es, si se quiere, también un Who is Who de los prominentes europeos y americanos de la literatura (y la política) del segundo cuarto del siglo XX. Desde pronto está la distancia con el padre: “El padre, que siempre será un extraño para el hijo” (p. 32). El niño vive la Primera Guerra en Múnich, donde hay hambre; ahora bien, Thomas Mann se ha engolfado con las Consideraciones de un apolítico, para el hijo políticamente “un desastre”. Tras la capitulación, el Freikorps fusila espartaquistas a mansalva cuando entra en Múnich en 1919. Cuando se descubren los hurtos y las escapadas de Klaus y la hermana Erika los padres los meten en un ‘instituto pedagógico’. Pero él no le ve mucha gracia a lo de acabar los estudios, al fin y al cabo ni su padre ni su tío habían completado el bachillerato. En 1927 hace con Erika un viaje de casi un año alrededor del mundo, que empieza con un ciclo de conferencias en los Estados Unidos y con parada en Harvard y Princeton. Por entonces se autodefine como europeísta y admira a Cocteau y a Gide. Hacia 1930 solía visitar en su consulta a un dermatólogo de Berlín con aficiones literarias llamado Gottfried Benn. Algo más tarde, en el salón de té del hotel Carlton de Múnich, tiene ocasión de observar muy de cerca a “un hombre bajito” que, rodeado de gentes con correaje y camisa parda, se ceba a dulces. Era Hitler. Lo que falló entonces fue el diagnóstico del escritor.

La privación de la nacionalidad alemana fue un golpe serio (para el padre fue peor aún). En el exilio fue un miembro respetado de la oposición a la tiranía alemana y en algún momento casi su portavoz; pero al mismo tiempo adivinamos las sonrisitas a sus espaldas. Sus libros habían sido ya quemados públicamente en Alemania, junto con los de su tío (con el padre los nazis esperaron más). Por Amsterdam, adonde iba con frecuencia -allí sacó la revista Die Sammlung [La colección]-, aparecía buena parte del exilio político-literario alemán y austríaco: E. Toller, Kisch o Joseph Roth, que “ingería cantidades asombrosas de un alcohol extrañamente concentrado” (p. 382). Se instala brevemente en Sanary-sur-Mer, en el sur de Francia, la otra ‘capital’ del exilio literario. En 1934 fue a Moscú y asistió a las sesiones del Congreso de los Escritores soviéticos; pero a él, que sabía demasiado bien que “el problema humano es fundamentalmente insoluble”, nunca le convenció la esperanza salvífica del marxismo. Siguió publicando novelas, la Symphonie Pathétique en 1935. Le interesaban de Chaikovski “los fallos de su carácter” y “la soledad casi inaguantable” en que vivió.

Vuelto con Erika a América después de 9 años, reencuentra un país embarcado en el New Deal rooseveltiano, que aquí analiza en páginas brillantes. Con la hermana también está durante unas semanas del verano de 1938 en la España republicana. En América trata a Einstein y a H. Broch, a Huxley, a Sherwood, a Maritain. Allí edita Decision, una revista político-literaria de altura que tendrá problemas de financiación, cada vez más serios, en toda su corta vida. Y por fin logra que se lo acepte como soldado del ejército de los Estados Unidos; con la nacionalidad americana ya, es enviado a Europa, y en el frente italiano, donde corre algunos riesgos, redacta hojas volanderas para las unidades enemigas. Ya en suelo alemán, el suboficial americano entrevista a Göring y a Richard Strauss.

Klaus Mann alcanzó meteóricamente la madurez y la notoriedad; sin cumplir los 18 publicaba artículos y poesía en la Weltbühne de Siegfried Jakobsohn, y mantuvo siempre un ritmo de producción trepidante (es célebre un algo bilioso comentario de Brecht de mitad de los veinte: “Todo el mundo conoce a Klaus Mann, el hijo de Thomas Mann. Por cierto, ¿quién es Thomas Mann?”). Por fuerza hay que relacionar todo esto con la estructura y el detalle no raramente folletinescos de sus novelas (la Symphonie Pathétique es parcialmente la excepción); en los diarios tenemos un lector febril de literatura moderna, pero como novelista no resistió el magnetismo de los circuitos mannianos, sobre todo los del tío Heinrich. La verdad es que se necesita bastante sacrificium intellectus para admitir que desde el ángulo del protagonista de Mephisto pueda someterse a crítica todo un sistema político.

Dejando de lado su etapa de soldado, siempre dependió de la asignación mensual de los padres (las cartas petitorias las dirigía siempre a la madre). El primer día de 1949 registra lacónicamente en su diario: “No voy a seguir llevando estas notas. No deseo sobrevivir a este año.” Puso fin a su vida en el lluvioso mayo de 1949 y en un hotelucho de Cannes. Volviendo la vista hacia atrás, había escrito en estas memorias (p. 65): “No hay papel más humillante ni más triste que el del marginado.” A esta invariante de su ser en el mundo fueron incorporándose sumandos: la romántica “voluptuosidad de la muerte” del adolescente, “las inspiraciones y humillaciones” y “los largos tormentos” (p. 411) de su elección erótica, en la posguerra el callejón sin salida como escritor en alemán (no llegó a ver publicado en Alemania ni uno de sus libros del exilio, tampoco éste). El sumando definitivo lo aportó la hermana, que lo dejó caer al ponerse del lado del padre. Los durkheimianos tendrán fácil encontrar material probatorio a espuertas para describir este suicidio anómico, o altruista, o egoísta. Y qué más da. A la inhumación sólo asistió Michael, el hermano menor, que tocó la viola junto a la tumba. Por entonces apuntaba en la escena literaria de su país de origen la generación de jóvenes bullangueros que luego se ha llamado el ‘Grupo 47’. Ninguno de ellos ha escrito con la honestidad de Klaus Mann sobre el vacío moral, intelectual y político que dejó el nazismo como legado a toda una comunidad.