La esfinge locuaz
Sobre el Goethe final y el Goethe elegíaco
Johann W. Goethe, Elegías Romanas, edición y traducción de Salvador Mas, Antonio Machado, Boadilla, 2005.
J. P. Eckermann, Conversaciones con Goethe en los últimos años de su vida, edición y traducción de Rosa Sala, Acantilado, Barcelona 2005.
Ángel Repáraz
Las Conversaciones de Eckermann (1836, el tercer tomo de 1848) respondían al proyecto de “completar la figura” de Johann W. Goethe. Desde entonces no existe otro alemán cuya vida haya sido escudriñada con tanto cuidado. Para empezar, por él mismo; en la gran edición de Weimar sus diarios componen 11 tomos, las cartas 50. Por si fuera poco, la imponente Goethe-Philologie no está lo que se dice carente de escoliastas de detalle de su obra. Eckermann era para Heine “el loro de Goethe”; un loro que nos ha dejado una imprescindible fuente de información sobre los últimos años del escritor. Un buen control de la fiabilidad de estos registros es el propio Goethe, que encontró “excelentes” (1825) los apuntes, como escribe Eckermann a su prometida.
Publicadas con retoques -y aún así escandalizarán a Herder- en las schillerianas Horen (1795), las elegías de Erotica romana, su título primero, habían sido escritas entre 1788 y 1790. Están en el firmamento erótico de Propercio, Ovidio y Horacio, cuando Goethe vivía aún el “renacimiento espiritual” de la reciente experiencia italiana. Sus dísticos albergan versos de tono más sentimental que ingenuo, para conservar la conocida oposición de Schiller, aunque sin la agobiante presión religiosa del sentimental Klopstock. No hay argumento reproducible y, pese a su tonificante color realista, ni siquiera es seguro que Faustina haya existido, aunque algún filólogo italiano lo pretenda; lo importante son las figuras sensuales y saltarinas que celebran el misterio de los cuerpos, seguramente un perihelio en la aproximación del autor a lo que no tardará en ser la sensibilidad romántica. De creer a algún biógrafo, sólo al final de su estancia en Roma tuvo Goethe por vez primera actividad sexual plena, ya con 38 años; en Weimar de nuevo, conoce al poco a la Vulpius, entonces de 23. Con el disfraz -tan de Goethe esto de los disfraces- del metro grecolatino habla de su radiante horizonte actual, del amor pagano, cálido y hasta piadoso; hay hasta alguna autorreferencia coqueta sobre Werther.
Johannes Peter Eckermann, de origen muy modesto y combatiente luego en las guerras antinapoleónicas, había interrumpido los estudios universitarios por falta de medios. Y se presenta en Weimar en 1823, para quedar apresado en la viscosidad seductora del olímpico; Goethe sabía valorar a las personas que habían salido adelante con perseverancia y disciplina. Él por entonces estaba ya viudo y al frente de una casa que tenía que mantener, y el hijo, bebedor, no le era de gran ayuda; peleaba además por la publicación de su obra con Brockhaus y Cotta y avanzaba con el Fausto II y Poesía y verdad. Aunque contaba ya con personal a su servicio, echaba en falta a un hombre con habilidad en la edición de textos, disponible y con energía, no muy exigente. Eckermann tenía todos los boletos.
Son casi nueve años de desarrollo a la sombra y con el estímulo de Goethe, pero después de todo está para lo que está, y van saliendo de su mano los tomos sucesivos de las obras completas del venerando. Ha encontrado algo así como un confesor, al que interpela o sugiere, siempre en la clave impuesta por el maestro de ceremonias; muy raramente se permite expresar dudas. Es verdad que Goethe se preocupó de que un ensayo suyo fuera publicado, y que además le procuró el puesto de profesor del príncipe heredero, así como el doctorado honoris causa en Jena (1825), aunque también deja incumplidas muchas promesas. Todo esto con un trato de favor; era además de los pocos que tenían acceso a las dependencias traseras de la casa, y Goethe confiaba en él al punto de pedirle que acompañara a su hijo August en su viaje por Italia, del que éste no volvería nunca. Hacia esa época Eckermann emprende alguna tentativa de desprenderse de su absorbente mecenas con publicaciones propias y Goethe, claro, lo disuade; tiene sus crisis, pero el imán del caserón am Frauenplan es demasiado potente. Tras doce años de relaciones llega su novia a Weimar, y se casan en 1831; Goethe no toma nota de nada de ello. En Weimar vivirá viudo hasta su muerte, con 62 años, empobrecido y enfermo.
En las Conversaciones no podía faltar el núcleo de la obsesividad del Goethe científico, su teoría de los colores; Eissler ha hablado de su psicosis paranoide frente a Newton. Pero no conviene precipitarse; desde las revoluciones de la física del XX nada menos que W. Heisenberg ha mostrado comprensión para la obstinación de Goethe frente al modelo newtoniano, eso sin contar con sus malas experiencias previas (la incomprensible rechifla que siguió a su descubrimiento del hueso intermaxiliar, por ejemplo). Curioso hasta el final, le interesan los proyectos del canal de Suez y Panamá, las máquinas de vapor, los primeros ferrocarriles. El secreto está en la productividad, y el estímulo de Eckermann le fue inapreciable para rematar el Fausto II, como reconoce su propio autor. A la búsqueda de algún analogon para esta constelación es inevitable pensar en la semblanza del Dr. Johnson por parte de Boswell (1791), cuya idea de base adopta Eckermann: actuar de testigo del ‘producirse’ del objeto biografiado. Con diferencias de nivel, no hay que decirlo, que son nacionales: las que van de la seguridad en sí de Boswell, un abogado rico e independiente, a la impostación admirativa, obsequiosa y un poco servil del alemán; M. Walser ha hecho una pieza teatral un tanto cruel sobre esto.
La interiorización de los usos aristocráticos en Goethe cristaliza con el título nobiliario (1782), que desplaza mucho de la calidez y la “religión natural” anteriores. Entre la llamarada de erotismo agradecido y bastante priápico de las Elegías y la majestuosidad de las Conversaciones el clasicista Goethe, en pos de un humanismo fuera del tiempo, se ha desentendido de la política. Ya el Diwan (1819) tuvo poco eco de público; los tiempos se habían politizado, y el Junges Deutschland quería un país respirable. Él no quiere ser “amigo de lo existente”, confiesa a Eckermann, pero sin convencer a escritores jóvenes como Börne, que lo tilda de “siervo de príncipes”. Desde luego hay primitivismo en sus posturas políticas, reactivas, poco más que negatividad, y hay que poner en relación con esto sus dramas sobre la revolución francesa, un mínimo absoluto en su producción.
El dictamen, que es antiguo, se sostiene: la grandeza de esta figura está más en la totalidad de una vida que en la obra, en la mayor parte de la cual es pertinente la crítica. En las Conversaciones se presenta monumental, modélico en su economía de vida, y con su viejo poder para emerger fortalecido de las turbulencias; nada se nos cuenta, sin embargo, de su firma al pie de la condena a muerte de una infanticida, de las muchas relaciones deshechas en su trayectoria, de la frialdad con que dejó caer a su hermana Cordelia cuando para ella una carta suya era, literalmente, cuestión de vida o muerte; este hombre fue muchas cosas, pero armónico no. La extensa última etapa de una biografía más bien poco heroica se acoge al signo de la escritura, y la supernova de la Alemania preburguesa ha sido también aquí extraordinariamente laborioso. Sigue en los límites de la ilustración, versión compromiso cortés-feudal, y de aquí vienen sus anacronismos, su porfiada incomprensión de los acontecimientos en Francia desde 1789, o lo ahistórico de las novelas. Lo cierto es que con dicterios formales o políticos no vamos muy lejos con él. Si al hablar sobre Goethe se nos interpone siempre él, que parece haberse arrogado el privilegio de imponer a la posteridad su opinión sobre sí, Eckermann, sin quererlo mucho, nos señala en su informe vías de acceso inesperadas; “en un segundo plano” quedaron sus propios proyectos (registro del 2.10.1823). De los que no resultó nada, poco más que unos cuantos poemas, bastante aceptables por cierto. Thomas Mann, ocupado de por vida con Goethe, dio con la fórmula: “Es muy grande, pero es como todos nosotros.”