Cristina Barbolani, Poemas caballerescos italianos, Madrid: Síntesis, 2005

Ángel Repáraz


Estamos ante una sólida monografía sobre los poemas caballerescos del Renacimiento italiano, tan laboriosamente basamentada en saberes como empática con los textos y las formas culturales de la época. Es una importante constelación literaria, “cuyos temas y héroes provenían, sin embargo, de Francia” (p. 9), por lo mismo que toda la literatura caballeresca alemana abreva en fuentes francesas -sobresalientemente en Chrétien- y el Cantar de Mio Cid presenta una clara filiación francesa. El estudio se extiende desde 1481/82, fecha de aparición de la todavía rabelesiana y en su enciclopedismo aún medievalizante Morgante, hasta 1593, año de la edición definitiva del ensueño heroico de Tasso, la Gerusalemme liberata. Es, como se sabe, una época de rearticulación de valores sociales e impulsada por un espíritu mercantil y erudito que conformará los modos de vida de una sociedad cada vez más abierta. Todo epitomizado en cuatro autores -Pulci, Boiardo, Ariosto y Tasso- y cuatro grandes poemas que han estatuido indeleblemente el canon.

Aunque ya estén germinando las literaturas nacionales, la cultura medieval es todavía una ecumene, y la temática literaria francesa era conocidísima en Italia por la vía de penetración de los cantari; todavía Dante en De vulgari eloquentia sienta que el francés, el provenzal y el vulgar toscano son una sola lengua pronunciada diversamente. Los temas comunes, divisa de una cultura aristocrática, admiten combinaciones múltiples, y el mismo romance carolingio procedía de la mixtión de la ‘materia de Bretaña’ con la ‘materia de Francia’. La respuesta italiana son textos de indiscutible originalidad, nutrida también, no hay que decirlo, en el imponente legado de los florentinos del siglo anterior y progresivamente filtrada por una norma lingüística tendencialmente unitaria. En efecto, tanto Tasso como Ariosto reescriben su obra por razones lingüísticas y presentan al término versiones por encima de barreras regionales y locales -en Pulci y a Boiardo será cometido ajeno-, lo que por otro lado no deja de presentar dificultades ecdóticas.

Así, el romanzo, o poema novelesco, o poema heroico de factura más o menos épica, es un género hibridado desde la cuna y por necesidad pluridiscursivo en la profusión de códigos que lo componen; pues bien, en el XVI G. Cinthio y Pigna establecen que puede tener dignidad pareja a la epopeya clásica. La materia narrativa, de filiación carolingia y bretona, fragua con el centralismo de corte ferrarés bajo la forma del poema en octavas -la prosa se eligiría en España-; no es tan extraño que esté sometida a oscilaciones, o simbiosis, entre su reconocimiento como literatura de élite y el gusto popular, entre el texto de entretenimiento oralmente transmitido y el libro de lectura, entre mitología guerrera e ideología civil ‘moderna’. En el registro lingüístico, la literatura italiana adquiere aquí su propia medida extendiendo la toscanización (en la tercera y última edición del Furioso, de 1532, se han suprimido las expresiones emilianas y los elementos dialectales según el magisterio de Bembo, amigo de Ariosto).

En una medida importante es, también, literatura de encargo (p. 13), productos encomiásticos. Pulci acomete su Morgante por encargo de la madre de Lorenzo de Médicis, el Carlomagno épicamente alzado por Boiardo como modélico es descrito con una fisonomía en que se reconoce al duque de Ferrara y Tasso inicia la historia legendaria de la casa de Este siguiendo la Historia de’ principi d’Este de G. B. Pigna (aún así, Ariosto vio a menudo dolorosamente limitada su libertad personal, y Tasso pagó cara su dependencia en el Ospedale di Sant’Anna hasta 1586). La historia real de los estenses es muy otra, por cierto; Dante los sitúa en el infierno o en el purgatorio.

Las ediciones de los romanzi caballerescos y sus imitaciones impulsan el crecimiento numérico de los lectores, lo que también tiene un efecto multiplicador por vías inesperadas; pensemos en Teresa de Ávila, o en Ignacio de Loyola, que, convaleciente, encuentra su vocación cuando devora todos los romances de caballería que encuentra. San Francisco de Asís conoce bien sin duda las novelas francesas, y son copiosas en sus discursos las alusiones a imágenes caballerescas; Alonso Quijano deriva todas sus decisiones de sus recuerdos de las lecturas de los libros de caballería. Desde Pulci a Tasso los romanzi son el proceso de una reducción de la ideología noble originaria a una medida gradualmente burguesa, de un vaciamiento del código por tanto. Dante en su Paradiso (XVIII, 43) asigna un lugar a Rodán y Carlomagno entre los mártires de la fe; el escenario y las mentalidades cambian inevitablemente con la generalización de la pólvora en su empleo militar -la condena de las armas de fuego en el canto IX del Furioso tiene un eco célebre en el Quijote- o la aparición de las milicias mercenarias. Barbolani ha historiado minuciosamente cuatro estaciones de este estadio de despedida, que también es auroral.

Aunque los cuatro autores en estudio son consumados latinistas, pasan inexcusablemente por el “intertexto dantesco” (p. 68) -y por el de Boccaccio y Petrarca-, no sin apropiarse por el camino de los estilemas de los canterini. “La dimensión burguesa de las aventuras” (p. 55) por ellos desplegadas incluye usualmente la igualdad de protagonismo de la mujer en el amor, un índice de que el público cortesano está mudando su sensibilidad. En Boiardo detectamos un vaivén entre ideologemas corteses y herencia arturiana, con una clara deriva hacia la primera; los códigos se van abriendo, y la figura femenina de su Angélica es mucho más concreta y autónoma, mucho más dinámica y libre que las algo estáticas Beatriz y Laura (p. 98). Ariosto, por su lado, no parece que haya creído “totalmente en la topología amorosa que enuncia” (p. 117), de raíz petrarquiana, ni en las antaño esperadas expresiones de arrepentimiento. Los educadores del nuevo gentiluomo burgués son ahora Castiglione y Maquiavelo porque en el norte se extiende la Reforma, Colón ya ha hecho sus viajes y los primeros estados nacionales en Europa son una realidad.

Por la filigrana del cavalliere errante -la generosidad, el control de sí, la piedad hacia el vencido- entrevemos el dolor de una Italia escindida entre el imperio, el papado y Francia, la licencia y la brillantez de un siglo largo. Lo nuevo aquí es que, por oposición a la restringida circulación de los manuscritos de los humanistas, el romanzo ferrarés se difunde con la imprenta. Después de la cumbre renacentista que es el Furioso de Ariosto el venero se agota; lo que queda es Tasso, un trágico al que mitificarán los románticos, representante muy destacado además del manierismo contrarreformista -Monteverdi puso en música a muchos de sus versos-, si bien la falsación definitiva por parte de la vida de todos aquellos contenidos ideales llega algo despúes, con el destino del Caballero de la Triste Figura. La Divina Commedia postula el otro mundo como auténtica patria del ser humano, pero la épica de Boiardo no invoca ya a Dios o la Virgen (p. 103), y la doctrina de Ariosto es civil e irónica, sin mucho sitio para la Providencia. Se insiste en que el romanzo funde dos códigos, el narrativo arturiano y el ideológico carolingio, y sin embargo la resultante artística es mucho más que su adición, precisamente cuando la validez del topos del héroe cristianizador se cae en pedazos. El mundo caballeresco es ahora metáfora, o, mejor, inversión ‘anagógica’ de algo distinto, nutrimento de una sensibilidad que dista de aquél lo que la vitalidad de las ciudades del XV y el XVI dista de la caballería feudal. La Liberata reescribe la lucreciana De rerum natura, a veces con calcos muy visibles, y el Innamorato actualiza intensamente a, entre otros, Ovidio, pero en ambas hay también mucha ‘didascalia’ y abundante pintura viva y desenfadada de la vida del ducado, no siempre en consonancia con el entusiasmo de Burckhardt por Ferrara (para él era la primera ciudad moderna de Europa; pero la autora señala (p. 72) que los Este eran una “dinastía en extremo conservadora y anclada fuertemente a sus orígenes medievales”). La nota final la escribió Bassani con Il giardino dei Finzi Contini (1962), elegía del exterminio en el siglo pasado de la comunidad judía de la ciudad.