Ángel Repáraz


Diego Núñez, Viaje cultural por el viñedo alemán, Madrid: Vision Net, 2007, 169 págs., 15,5 euros


El subidón del enoturismo puede reclamarse de una prolongada tradición. La antigüedad concedía ya gran predicamento al dios del vino, Dionisos o Baco, por los días por cierto en que la agri cultura o manera de cultivar el suelo se metaforizaba en cultura animi. Hace cosa de 2000 años los romanos, permanentes turistas del imperio, plantaron viñas en los valles del Rin y del Mosela, y desde entonces en aquellas tierras el vino -el blanco sobre todo- es catalizador y alcaloide para los placeres de la compañía y los encuentros festivos. Proclives al más difícil todavía en las torsiones del pensamiento, los alemanes también lo son en el cultivo vinícola; por el Johannisberg, en el Rin, discurre el paralelo 50, considerado como el límite climático para las plantaciones de vid, puesto que con menos sol la uva ya no madura. Los adeptos del buen Toynbee encontrarán aquí un magnífico ejemplo probatorio del esquema incitación/respuesta, porque de acuerdo con el autor no hay otro país con las contribuciones de Alemania a las técnicas productoras de vino.


De manera que el vino es la estrella principal, gozosamente concretado en vinos “corpulentos”, “afrutados” o “con carácter”, según los casos, que luego se declinan con la magia de esas denominaciones -Riesling, Traminer, Muskat, Ruländer- que son como jaculatorias de gratitud en boca de quienes entienden. Pero también se atiende al mundo que es su condición: el padre Rin antes que nada, lento y poderoso en su fluir, los geranios rojos en el alféizar de las ventanas, hasta la geología del subsuelo. Si el vino y la ciencia -en sus representantes, de Eckhard a Goethe- han cruzado muy a menudo sus senderos en la historia alemana, con procesos como la botrytización y la chaptalización hemos avanzado un buen trecho para dar con lo que en estas páginas se llama el “adecuado equilibrio entre el alcohol, la acidez y el azúcar”.


El valle del Rin es históricamente ilegible si no atendemos a la cultura de la viña; monasterios, palacios y castillos han florecido desde siempre en convivencia simbiótica con los viñedos. Sobre supuestos así se levanta el libro, que también es una buena introducción a un cierto marco externo de la cultura teutona. En tiempos apreciados en todas partes, los vinos alemanes están recuperando su nombradía con el buen trabajo de los viticultores, y de ello se levanta aquí acta incontestable.