El Néstor de la germanística se nos ha ido

Sobre Hans Mayer tardíamente en su fallecimiento


Ángel Repáraz


El 19 de mayo de este año ha muerto en Tübingen un anciano de 94 años llamado Hans Mayer. No era lo que se dice un desconocido; con W. Benjamin y Peter Szondi, Mayer ha compuesto la triada de grandes del ensayismo crítico-literario en lengua alemana del siglo XX. De conformidad con su deseo, recibió después sepultura en un cementerio berlinés, en la compañía de su distante amigo Brecht, de Hegel y de Heinrich Mann. No hubo alocuciones, pero allí estaban G. Grass, A. Muschg y hasta el Presidente de la República. Mayer, reiterado emigrante político en su larga vida, venía en realidad de otra ‘constelación’, la que aquí consumaba su ciclo.


Al estudioso hay que entenderlo como producto del modelo clásico alemán de formación, de una enseñanza media, para empezar, óptimamente engastada en los clásicos. Venía de una acomodada familia judía de Colonia y se reconocía también homosexual. Un destino, por lo tanto, con todas las papeletas para acabar en la marginalidad; la del outsider existencial, con sus términos, no la del rebelde que se elige tal. Su descomunal Aussenseiter (1975) es legible sin mayor violencia como una autobiografía en tinta simpática por el rodeo de la historia literaria; de pasada, también es el sumario elegíaco de un cierto período cultural. Ni esa condición personal ni lo singular de su obra podían entrar en la banda de frecuencias de la conformidad académica establecida. Es un escritor que se resiste además a trabarse el paso con notas al pie y que camina señorialmente sin atender demasiado a los automatismos gremiales de muchos de sus colegas. Pero por ese mismo desdén por la premiosidad miope y cobarde del anticuario profesoral que se regala en la metástasis de los detalles sin ayudar a la vida al texto comentado, sus trabajos no necesitan la traducción del lenguaje especializado al genus humile del uso cultivado estándar. Su libro sobre Goethe (1982), un texto más narrativo que biográfico, alcanza la periferia cutánea del personaje, la que lo comunica con el tiempo histórico exterior. Nada de cambios de estilo ni coqueteos con las martingalas de progreso y decadencia, etc.; hay una captura simpatética de un sujeto en su momento, de una imponente vida de brillo, quiebras y anacronismos. ¿Cuántos han hablado así en el atrio mismo de la germanística?


Después de la fiebre por la lírica de Georg Heym quedó, a sus 20 años de activista socialista, atrapado por Historia y conciencia de clase, de Lukács. Más tarde dio con los tres maestros de sus años de peregrinación: Kelsen, Horkheimer y Burckhardt. De vuelta a su país -¿su país todavía?-, fue el primero en publicar (1946) un libro -sobre Büchner- de historia de la literatura alemana en una de las zonas occidentales de ocupación. Por el momento, en octubre de 1948 deja Frankfurt y se va a Leipzig, a una región arruinada y sin plan Marshall que está a punto de convertirse en un Estado muy deficientemente legitimado. Profesor allí, por la legendaria Aula 40 de la Universidad de Leipzig pasó mucho de la futura literatura alemana sin apellidos zonales -U. Johnson, Ch. Wolf, V. Braun-; son quince años en los que ‘vuelve a sí’ como escritor (en 1955 es Premio Nacional de la RDA). Pero era poco previsible que un hombre así tragara los anatemas sucesivos y erráticos del realismo burgués, el cosmopolitismo, el formalismo, etc. El guión es bien conocido: la reglamentanción normativo-penal de la vida literaria estaba en manos de una patulea de fundamentalistas del nuevo credo, esos que tan enfermo le ponían a Brecht, y Sartre e había convertido en ‘una hiena’. Mayer se permite críticas escritas de W. Ulbricht y de Johannes R. Becher. Así que en el verano de 1963 se impone la ‘tercera emigración’, la que desemboca en ‘el principio de la normalidad pequeño-burguesa’ de la República Federal. Pero en su obra no se han encontrado alabanzas a Stalin, ni concesiones al marxismo-leninismo teologizado. Se trataba de su credibilidad como profesor. Justo la modernidad, tan baqueteada por Lukács, para él significaba mucho.


Lo suyo ha sido atrapar lo literario realizado en la concreción de las figuras creadoras, que lamina con la maquinaria múltiple de sus ‘pequeños talentos parciales’, también la música y la filosofía. Lo monográfico encaja en un estilo intelectual ocasionalista, al modo como Goethe se reclamaba de las poesías de ocasión: el juego y las interacciones móviles se producen entre el problema de la personalidad y las estructuras temporales. El supuesto de partida es ya más que bronco: la Ilustración emancipatoria burguesa ha fracasado, precisamente frente a los marginales, por cuanto la igualdad material y la formal se separan a la hora de integrar al otro distinto (algo de esto sabíamos, desde luego, desde Horkheimer y Adorno, y ahora los tripulantes de las pateras del Estrecho lo saben mucho mejor). Pues a pesar de los pesares él ha conservado la fuerza del ‘ilustrado escéptico’, para usar el apellido que él puso a Tucholsky. En 1938 le privan de la nacionalidad alemana, y luego el marxista no tenía ninguna confianza en la URSS, ya en su época de la RDA. Pero todavía en 1982 reconoce ante Raddatz que sigue siendo el ‘luchador rojo’ de la juventud, y que no cree en el crecimiento, ni en la economía de mercado, ‘social o no social’.

Después de 1989 ha situado a Karl Marx como escritor y pensador junto a Heine y Büchner, viejos amores todos que han educado su mirada hacia Alemania. Él ha incorporado una laboriosidad de romántico, y sus cuarenta libros son suficientemente fehacientes. Y es romántico en otro sentido, el de la emoción que provocan en él la destrucción o lo caduco, no en vano el ídolo de su primera juventud fue Hesse. Estas escuelas iniciáticas pueden asimismo explicar su olfato para descubrir e historir las circulaciones subterráneas de la literatura moderna, el epigonismo de la lírica de los 50 y 60 o los caminos de la resistencia literaria en la Alemania de Adenauer. Todo esto lo hace representante de las disidencias, las fisuras y los cambios de escala que han introducido las catástrofes del siglo XX; una representación por lo menos con tantos títulos como la que ejerciera Th. Mann, sólo que Hans Mayer nunca se ha permitido un disparate como las Consideraciones de un apolítico. Si en su tiempo había definido a la RDA como un ‘Estado no de derecho’, después de su desaparición le dedicará una nenia casi comprensiva, muy en línea con la ‘melancolía de izquierdas’ de Benjamin. Por ciero que tampoco hace mal papel como representante de la esquizofrenia alemana -seguramente es el único especialista que ha trabajado con, y sobre, los dos polos de su literatura en el siglo pasado, Brecht y Th. Mann.


Alguien ha señalado que escribía de los clásicos alemanes como si los hubiera conocido en persona, con la inmediatez y la confianza que da el trato. Su obra está sustentada por motivos constantes, pero los ejes se deslizan y adaptan muy sensiblemente con cada objeto de estudio, sin empacho por ejemplo para afirmar la inautenticidad en las novelas cortas de S. Zweig, las flojedades del último Th. Mann o el ‘clasicismo de yeso’ de Handke. La creatividad le ha preocupado siempre. “¿Cuánto tiempo podrá durar todavía la forma de existencia del ‘homo ludens’ y con él el juego y la ocurrencia creadora, los textos y los símbolos que no quieren significar nada salvo a sí mismos?”, se preguntaba al señalar el peligro de extinción en que se encuentra esa especie, la de la literatura vivida como gratuidad. El dramatismo de Benjamin o la acuidad y exigencia éticas de Szondi se corresponden homólogamente con el manierismo altivo de Mayer. A la soberanía del crítico parece importarle poco a quién van a desagradar sus tesis.


Siempre temperamental y poco dispuesto a dejarse imponer por los poderes, al final estaba solo. Mayer, que venía del Derecho -se doctoró con Kelsen-, siempre había levantado a su alrededor un aura de misterio, que luego se disolvía en la pasión audible en cada una de sus páginas. Y que, ocupada siempre con otros, habla también de sí en la clave temperada de su inequívoco timbre estilístico.