Llega una sorpresa de la inagotable cantera austro-húngara
Sobre Ödön von Horváth en el centenario de su nacimiento
Ángel Repáraz
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Un testigo presencial y amigo del difunto, F.Werfel, nos ha proporcionado los detalles. En un día del caluroso junio de 1938 han dispuesto flores en torno al féretro amarillo en la morgue de un hospital de París. La vieja dignidad de funcionario austro-húngaro puede apenas ahogar el llanto del padre, un diplomático, y la madre a ratos toca el ataúd. Hay también allí escritores, gente del teatro, fugitivos y emigrantes políticos, pecios muchos de ellos de una Kakania desvanecida. Días después han vuelto a darse cita para la inhumación en el cementerio de Saint-Ouen el citado Werfel, E. Piscator, H. Kesten, C. Zuckmayer y J. Roth, que por su parte llega tan borracho que hay que ayudarle para que se mantenga en pie. Inmediatamente contigua hay una estación de maniobras; los pitidos de los trenes, los frenazos, los maquinistas que se citan a gritos en la taberna, componen una viñeta digna de una pieza teatral del escritor muerto.
Su inusual final con 37 años ha cimentado la leyenda del húngaro, alemán en lo cultural, Horváth, un hombre elegante y querido, singularmente por las mujeres, que creía con total seriedad en fantasmas y apariciones, que vivió largos años en pensiones y hoteles, que, a lo que parece, nunca utilizó un ascensor y que se sentía atraído por enanos y seres deformes, a los que veía como espejos desfigurados de un cierto momento social. Había llegado a París pocos días antes con muchos planes, entre ellos el de emigrar a los Estados Unidos, en primer término el de volver en seguida a Zúrich. En Amsterdam había visitado a un adivino -una mujer según otras fuentes-, que le sugirió el viaje a París, puesto que allí le esperaba la gran aventura de su vida. Y en París después de ver una película se ha citado con R. Siodmak, un director de cine, porque tienen el proyecto de filmar Juventud sin Dios, una de sus novelas (lo llevará a cabo Max Schell años más tarde). Horváth está ese día desacostumbradamente inquieto, como si percibiera amenazas. No quiere que le lleven en coche al hotel, se despide, atraviesa los Campos Elíseos. De repente se levanta un fuerte golpe de viento y busca protección bajo un castaño cuyo tronco está hueco; una rama se desprende y lo mata al instante. La aventura de su vida lo ha atrapado. En el bolsillo de su gabardina encuentran un paquete de fotos con desnudos femeninos y un breve poema anotado en una caja de cerillas. Era el 1 de junio. Un año antes le había escrito a su amigo Csokor que él se negaba a viajar en los días de principio de junio o de finales de mayo porque estaba convencido de que la muerte le llegaría en esas fechas.
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Con la prestigiosa editorial Ullstein firma un contrato en 1929 que le permite dedicarse a escribir. El premio Kleist en otoño de 1931 y, muy poco después, el estreno en el Teatro Alemán de Berlín de sus Historias de los bosques de Viena acaban de consagrarlo. Estaba cantado que los nazis guillotinarían su teatro y sus publicaciones en cuanto pudieran, y aunque es representado todavía en Zúrich, Viena y Praga, con la prohibición de 1933 pierde su público natural. Después de su muerte y de la guerra el autor de éxito de antaño vive sólo en la memoria de algunos informados. Csokor publica en 1952 el primero de sus artículos sobre su amigo, pero sólo en los años sesenta despunta el auténtico renacimiento, cuando se considera ya algo normal contrastar su teatro con el de Brecht, y proliferan los artículos, los seminarios, las tesis doctorales y las ediciones de su obra. Poco a poco va apareciendo también entre nosotros. En el Español montó E. Larreta en 1984 las Historias, y en 2000 se ha publicado la traducción de B. Vias Mahou de Juventud sin Dios.
Si Brecht tuvo buen cuidado desde que empezó a escribir en evitar las formas dialectales -lo suyo era educar políticamente a ‘las masas’-, el teatro de Horváth, sobre todo el primero, como el de G. Hauptmann, es más refractario a la traducción, puesto que para él el dialecto, incluida la jerga de los semicultos, es una pieza importante de la caracterización. Ante Brecht ha tenido valedores significados; así, Fassbinder, o el dramaturgo F. X. Kroetz, que señala (1971) que Horváth no denuncia a sus personajes ni los glorifica, y esto mismo lo haría más político que el augsburgués. Antes, en 1968, la iconoclastia del joven Handke despachó a Brecht como un “autor trivial” cuyos trabajos son “idilios”: “Como puros juegos formales puedo soportar todavía las piezas de Brecht, como cuentos de Navidad irreales, pero conmovedores, porque me muestran una simplicidad y un orden que no hay. Yo prefiero a Ödön von Horváth y su desorden y su sentimentalidad no estilizada.” Con Brecht seguramente se ha cruzado por los pasillos de la Universidad de Múnich -se llevaban sólo tres años-, y en Berlín vivían muy cerca; además, compartían la afición por el boxeo. Sin duda que Horváth ha sido impresionado en los inicios por la novedad de Brecht, pero los caminos divergen desde muy pronto.
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Ödön (Edmundo) von Horváth -él firmaba sin el von- nace en diciembre de 1901 en el adriático Fiume (hoy Rijeka) en el seno de una familia de la pequeña nobleza húngara. En su período escolar cambia cuatro veces de lengua de enseñanza, y casi cada año de ciudad. En 1913 y en Múnich cae en la cuenta de que su alemán es todavía inseguro; allí vive la I Guerra Mundial, y el colapso en Budapest. Con el teatro moderno -Wedekind, Hauptmann- le familiarizó después A. Kutscher en Múnich. Luego encontró algo parecido a una patria en Berlín; la capital del experimento weimariano tenía que resultar estimulante para el urbanita, y A. Kerr, uno de los pontífices de la crítica de entonces, le prestó atención. Entre 1924 y 1933 ha vivido también a menudo en Murnau (Baviera), para él una buena cantera de motivos literarios. 1931 es su gran año; es representado, editado, y, a propuesta de Zuckmayer, premiado con el Kleist. También es blanco del fuego cruzado de los nazis, en particular desde el Völkischer Beobachter. Los nacionalsocialistas ya victoriosos en las elecciones presidenciales proscriben su arte como degenerado, y, después de un registro de su casa familiar de Murnau por parte de las SA, se marcha a Austria. A comienzos de 1934 está de nuevo en Berlín con su pasaporte húngaro para quedarse casi un año escribiendo guiones. Al abandonar el país pierde visiblemente energía como escritor; continúa trabajando - El día del juicio, Figaro se separa de su mujer-, pero es un dramaturgo sin teatros, y vuelve a la prosa. Su último año es de abatimiento y de profundo escepticismo, y de cuestionamiento de su obra anterior. Exiliado también de su tiempo, hoy está en Viena -tiene que empeñar lo poco que tiene-, mañana en Salzburgo y al otro en Budapest, en Suiza o en ocasiones en Alemania, donde en 1936 se le retira definitivamente el permiso de residencia. Su vida es ya pura provisionalidad, y el protagonista de la farsa de esas fechas que titula De aquí para allá, que no desea moverse de la puerta, con lluvia o con sol, de noche o de día, es un Horváth bastante transparente.
A finales de enero de 1938 está en Viena con Csokor; todo su haber se reduce a una pequeña maleta y una máquina de escribir. Hitler está a punto de presentarse en marzo en Viena entre el entusiasmo de la población. Su hermano Lászlo lo mete en un autobús a Budapest, y ahora comienza su verdadera emigración. Luego Praga. Yugoslavia. Trieste. Venecia. Milán. Praga otra vez, Zúrich. “Hoy es todo una gran despedida, señoras y señores”, dice con flema, y el Rey Mágico de las Historias ya había advertido que la época estaba “madura para el diluvio”. Intenta establecerse de momento allí, mientras piensa en guiones para Hollywood. A mitad de mayo va a Bruselas y Amsterdam, donde visita a su editor, pero no regresa directamente a Suiza, sino que se dirige a París, donde reencuentra a los amigos. París.
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Horváth se hace cargo sin mayor pesadumbre de que un mundo entero se ha venido abajo, y aquellos muchachos que se habían librado por los pelos de la movilización se encuentran de la noche a la mañana viviendo en países poco antes inexistentes, normalmente esquilmados. El arqueo de atributos definitorios que Horváth ha ejecutado después de la extinta monarquía dual es casi canónico: el chato patriotismo local, la autoironía resignada, el feudalismo absolutista, los analfabetos, el romanticismo filisteo, la entrañable corrupción. Es desde luego uno más entre los herederos, pero ante el montón de ruinas no se embelesa con ensueños como Roth o St. Zweig, y la correosidad del rebelde da para 17 dramas -sin contar las reelaboraciones-, tres novelas, prosa breve, hasta lírica, con todo lo cual puede levantarse un buen plano de la desintegración de Weimar y la deriva clerical y dollfussiana de Austria (desde julio de 1934 es Schuschnigg canciller federal, y en medio cae la leve anécdota de la masacre del levantamiento obrero de febrero). Cuando empieza a escribir el expresionismo estaba ya moribundo, y Horváth elige sus temas y su estilo de lo cotidiano. La situación que lo troquela tiene dos titulares: inflación y crisis económica. La última pieza que se representa en la Alemania inmediatamente anterior a Hitler, Casimiro y Carolina, es la ‘balada’ de un conductor que pierde a su novia porque se ha quedado sin trabajo.
Su realismo, que tiene algo de respingo frente al patetismo expresionista, va en compañía de una estética sutil que, si no tiene el rigorismo de programa de la de Brecht -sigue siendo muy atendible el Kleines Organon de éste-, puede cuando menos ser reconstruida en sus paratextos (esbozos, declaraciones de Horváth sobre el propio trabajo en entrevistas, etc.). El ferrocarril de montaña (1929), historia de un conflicto laboral escrita sobre información de prensa, pertenece al género de los dramas sociales cuyo comienzo en la literatura en alemán suele situarse en Los tejedores (1892) de Hauptmann; como en éste, es importante el dialecto, que nunca ha vuelto a emplear en esta medida y que aquí es utilizado tan sólo por los obreros. Para el autor es una ‘pieza popular’, algo ya entonces en desuso. Noche italiana (1930), tempranamente antinazi, se sitúa donde se preparaba lo peor, en una cervecería, el feudo de siempre del filisteo. Aquí los nazis todavía pueden ser rechazados, pero Horváth ve lo que viene, y en las elecciones de septiembre de 1931 tienen casi seis millones y medio de votos.
En las Historias de los bosques de Viena (1931) está condensado un decenio de actividad del escritor. Por debajo de ellas está la presión material que, con abundante acompañamiento musical, horada la moral de los humanos y los hace recíprocamente lobos; en el octavo distrito vienés esto se llama una buena panorámica de la paralización de los espíritus y de la suciedad de las verdades a medias. Si el título de Casimiro y Carolina (1932) suena a idilio, al término dos amantes se van por caminos distintos, extrañados por una situación social desolada. Como marco ha elegido una algo inquietadora fiesta de octubre de Múnich, y de sus piezas es probablemente la más lírica, con más de cien escenas más o menos ligadas. Del combate extenuante por la supervivencia cotidiana y de la turbiedad de algunas prácticas judiciales dan razón Fe, esperanza y caridad (1933). Sus dramas, diálogos sobre fondos muy cambiantes, son por varios costados contestación acerva del teatro vienés de Raimund y Nestroy, y la brutalidad, la pobreza interna y la autocompasión barren hasta los restos que quedaban de la Gemütlichkeit. Es un teatro que propiamente no conoce argumento ni evolución y que, a la manera del montaje de una película, va poniendo un cuadro junto a otro. Lo ordinario convive con un lenguaje cultivado no digerido, un lenguaje parasitario de situaciones raídas y de conflictos sin salida que utiliza los clichés de una forma que recuerda el estilo teatral posterior de Handke.
Más consonantes con una sensibilidad actual son sus novelas, a mi entender lo mejor que hizo. Muy señaladamente Juventud sin Dios, ya del exilio (1937), que es una novela insonora y de implosiones sordas con un título equívoco -en todo caso aquí se practicaría teología negativa, de ausencia de Dios-; con el Mephisto de Klaus Mann forma parte de la escasa literatura del exilio sobre el III Reich de antes de la guerra. Es algo así como el grito de la boca del cuadro de Munch nombrando las formas de la violación de toda una juventud con estandartes, ocultaciones y adoctrinamiento. Construida en primera persona y mediante el expediente de una especie de monólogo, en ella la elección estilística, sobria, de frases muy cortas, enrasa por antífrasis con la infamia gritona que vomitan a diario la radio y los periódicos. El odio en las cabecitas racistas de los alumnos es una traición al espíritu porque deriva de la traición cometida por los papás al acatar al “plebeyo supremo”. Hay una muerte en la intriga que se soluciona con una segunda, y figuras tan convincentes como el profesor, poco cómodo con la asfixia de la igualación totalitaria, y el cinismo arrolladoramente eficaz y jesuítico del párroco del pueblo, un pesimista chestertoniano que encuentra coartadas para todo. La fábula, de intensos fotogramas detenidos, nos deja sin embargo un regusto raro, algo que relacionamos con Hoffmann o con H. von Doderer. Es inmediatamente una sensación -a Thomas Mann le pareció “el mejor libro de los últimos años”, y Hesse lo encuentró excelente-, y se acuerdan múltiples traducciones. Horváth necesita dinero para vivir, y cuando acaba acomete otra novela, Un hijo de nuestro tiempo, que está terminado en otoño del mismo año. Más clara ésta en el análisis político, la personalidad fascista está ya cristalizada en su confusa y convulsa inconcreción. El hombre que no sabe qué hacer con su vida se incorpora al ejército de los asesinos.
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El ‘cronista de su tiempo’ era de la raza de los E. E. Kisch, los Tucholsky y los Toller. Y su tiempo era el del Kitsch en el corazón de demasiada gente, pequeñoburgueses y los otros, el de lo que Bloch analizó como (mala) suplantación de la categoría ética por la estética, y de los sentimientos empequeñecidos e impostados. Con Büchner se toca en el slapstick grotesco, y la fijación de Kraus por las palabras como diapasón de la inautenticidad parece pensada para sus personajes, que, por pereza sobre todo, no ‘llegan’ a decirse. La jerga ingenua y cálida de lo diario, hasta entonces un ingrediente necesario del teatro popular, se agota cuando Horváth destripa la “demonología de la pequeña burguesía” mediante la insistencia en los significantes mismos. Sin haber estado nunca incorporado a los partidos de izquierda -aunque estuvo próximo en Berlín a grupos de trabajo sobre los derechos humanos-, ha denunciado los manejos de las varias organizaciones fascistas de entonces en Sladek (1929) o en Noche italiana (1930), piezas en que, como en las demás, después de todo no está tan alejado del brechtiano efecto de ‘extrañamiento’, tampoco él está por el “teatro culinario” (K. Kahl), tampoco él vende autocomplacencia. Plantando cara a lo que denomina y es la “brutalidad de la realidad”, ha enjugado el déficit que Csokor señaló en Nestroy, y llama por su nombre a ese “mundo caníbal Biedermeier” en su reedición de los años 20 y 30 cuando destapa el bestiario de lo que había por debajo de la suavidad de las inercias sociales. Sólo toma un partido, ha escrito K. Kahl, el de las mujeres, que son al final las que resultan defraudadas, las que andan buscan una protección que no encuentran.
La estupidez de no pocos de los pobladores de su obra se articula en el plano de la expresión como cita y automatismo, que son sedimentos de una historia enajenada. Con Horváth se tiene la impresión de que casi todo debiera ir entre comillas, casi todo es cita de un hipotexto (Genette) que es la realidad de las personas y del que no se hace comentario y menos transestilización, casi todo es lenguaje de la alteridad seccionado en la carótida de su relación con necesidades reales o ars combinatoria de guiones ya escritos por otros. Aunque sus principales piezas fueron escritas en Berlín y en Múnich, es precisamente en ellas donde el autor está ligado con más fuerza a las tradiciones austríacas, una oposición más a cargar en la cuenta de las que le separan del ‘ahistórico’ Brecht (agreguemos que hay poca gente con las dotes de los austríacos para la ferocidad crítica con el propio país, desde K. Kraus y W. Ringel hasta Th. Bernhard o E. Jelinek). Muchas de sus páginas están punteadas con la palabra ‘silencio’, pero eso no perturba la audibilidad del enunciado: miraos en este espejo, ved cómo el carcinoma moral ha afectado a vuestra sustancia misma. Todavía en la Viena de comienzos de los 50 son arrasadoras las críticas de prensa de su teatro.
Ante las convulsiones de entreguerras la reacción de Brecht son conocidas piezas de ilustración y agitación como La madre o la Santa Juana en los mataderos; Horváth no introduce principios explícitos de discriminación ética ni acude al psicologismo porque a él no se le ocurre presentar el mundo como modificable. El eterno filisteo es más que un título. En la taxonomía cultural de la antigua RDA se registraba a Horváth como “demócrata liberal de izquierda”, pero el demócrata liberal de izquierda pone negro sobre blanco en 1937 que “el objetivo de todo Estado es el entontecimiento del pueblo”. Así es como elabora una mímesis amarga de lo que encontró en aquella sociedad, una poética apenas ambigua que no simplifica ni embute pedagogía entre las líneas, más Beckett por tanto que Büchner o Brecht. Seguramente carente del instinto político de Tucholsky, que vio clara la emergencia de una nueva especie de eficientes carniceros seriales, él ha sentido de todos modos que el huevo de la serpiente ya estaba incubado, así que sólo era una cuestión de tiempo lo de poner a los judíos a fregar agachados los suelos de la calle ante las risotadas de los circunstantes (Viena en marzo de 1938, véanse fotografías).
En Horváth casi siempre queda abortado el proyecto de los seres débiles para salir de su situación (la Christine de Una bella vista es la excepción, en parte también el profesor de Juventud sin Dios). Al final de las Historias no se detecta el más mínimo desarrollo positivo en las personas, desde luego no se ve por ningún sitio a los ‘héroes problemáticos’. A estas figuras, como a unas cuantas de Büchner, les falla todo alrededor, y sólo saben explicarse a sí desde la ceguera del prejuicio. Atravesamos acuario, el signo de la navegación silenciosa y la anomia. Alguien que conoció a Horváth ha escrito que no amaba a las personas, que las veía, ¿será por eso que sus personajes, como las caricaturas de Grosz, tienen algo de bestial? Sus diálogos mantienen una estricta homología de estructura con unos contenidos de la conciencia social de los que son algo así como el protocolo fenomenológico, y prueba de ello es su atmósfera de nula opacidad estilística. No es complicada con Horváth la búsqueda de los ‘aspectos pertinentes’ de cualquiera de sus trabajos, puesto que el subtexto está siempre fuera, o fuera del arte sin más. En consecuencia, esta literatura amarrada a un tiempo será reconocible en tanto que en la época de los ciberespacios se conserve algún recuerdo de su referencia. Está bien saber de todos modos que, como dijo su editor Klaus Mann, su autor rompió con lo dominante en su tiempo, primero por una cuestión de gusto, pero también por simple decencia.