Martín Walser en La guerra de Fink*, el que tuvo retuvo

Ángel Repáraz

Durante cuatro décadas ha sido el suavo Martin Walser una presencia casi continua, catalizante siempre y provocativa no rara vez, en la escena literaria y el debate político de su país. En los últimos años vira hacia la melancolía o la serenidad, según ocasiones, cuando mira hacia un pasado que se toca en muchos puntos con el de sus compatriotas. ¿Narcisismo pagado de sí? Por cierto que no, y la novela presente es la mejor prueba testifical de esto. El hecho es que ya lleva unos años en circulación el runrún de que el izquierdista furioso de otrora que fustigaba el orden capitalista, que condenaba la agresión a Vietnam y que estaba más que próximo a los comunistas, ha acabado encontrando el calorcito de la derecha nacionalista; por fas o por nefas, Walser ha suscitado siempre controversia. En 1951 se doctoró con un trabajo sobre Kafka, un autor de cuyos réditos ha vivido hasta el presente –y que, lo ha confesado él mismo, durante años le ha impedido leer realmente a otros-, incluyendo esta novela. Reich-Ranicki, el singular mandarín de la crítica literaria en Alemania, ha escrito (1983) que Walser fue y sigue siendo un “adorador” de los grandes prestigios del panteón literario (Hölderlin, no hay que decir que Kafka, y, añado yo no sin desconcierto, Brecht), y algo de esto tiene que haber tintado sus fervores políticos, porque todavía en 1970 no tenía problema en identificar con el socialismo lo que estaba sucediendo en el otro Estado alemán.


Con la historia de espionaje Dorle y Wolf (1987) ya pisó el rabo al tabú de la división alemana, o, para decirlo mejor, de la manifestación pública de lo posible de una reunificación, y su no resignación a la escisión perpetua (después de todo impuesta desde fuera) fue situada en el limbo del irrealismo y el chovinismo. Luego “Hablar de Alemania”, un discurso del año siguiente en Munich, le costó una lluvia de ataques, y piropos como reaccionario, traidor y hereje fueron de lo más suave que tuvo que oír. Para que la cosa no decayera, acepta entonces una invitación para intervenir en una asamblea anual de la CSU. Aquí ya la galerna arrecia, Walser es definitivamente un patriotero barato en situación de bancarrota intelectual y todo un Habermas (1990) lo incorpora a la suma infamia del “nacionalismo del marco” (DM-Nationalismus). Hasta aquí el Walser político. Pues hete aquí que la novela –de 1996 y la última traducida, después ha publicado otra, Ein springender Brunnen (1998)- constituye un radiante desviación de mucho de esto. Al cabo, sólo la ignición del fracaso libera nuestro auténtico potencial de productividad, esto o algo muy parecido grita desde una extensa experiencia de vida el funcionario Fink, protagonista de La guerra de Fink, y sabemos bastante de la trayectoria de un hijo de mesonero del lago de Constanza llamado Martín Walser para contar con su verosímil anuencia. ¿Será por actitudes como ésta que resulta uno de los autores más interesantes de posguerra, en lo político también?


La irritabilidad de Walser viene de lejos –esto se nota mucho en sus encontronazos con el citado Reich-Ranicki-, y de profundo, de una biografía inescapablemente alemana (nació en 1927). Expuesto desde siempre a la crítica más dura, ha necesitado una docena de piezas teatrales y más de quince novelas cortas y extensas, múltiples narraciones, Hörspiele, etc., para adquirir una andadura segura. Pero ya su novela de primerizo, Matrimonios en Philippsburg (1957), era considerablemente más que la crisálida de los motivos, los temas y el estilo de personajes que transitarían por toda su obra. Que, sin mucha simplificación, es (también) crónica puntual de las tribulaciones del ciudadano alemán medio, vulgo pequeño-burgués, de sus pequeños abismos y sus movimientos de autodefensa, de la mentira en que alguna que otra vez suele consistir su vida. Muy singularmente de su desvalimiento frente a la soberbia de los opacos poderes administrativos y políticos de la actualidad: justo aquí encaja milimétricamente La guerra de Fink.


Es una novela en clave manniana invertida –La montaña mágica-, y con un motivo próximo tan real como la cancillería del land de Hessen misma, lo que la avecina al documento (y la aparición en ella de personajes reales como I. Bubis y Joschka Fischer). Un auténtico acierto de su composición es la inesperada perspectiva disociada de un narrador que es, por así decir, el lado rescatable del super-yo del “otro”, del progresivamente apestado Fink, funcionario probo y católico al que un buen día en un cambio de Gobierno local dan la patada vía traslado a otro despacho tras 18 años en el puesto. Si esto es la catástrofe, también es la ocasión de despertar a una nueva vida, que por lo pronto se hace notar como un creciente aislamiento, por descontado, y como una nueva adicción, porque ya no piensa en, ni actúa para otra cosa que no sea “su caso”. La historia de un combate tan vano como obsesivo, pues, de la completa militarización interna de las energías de una persona: pensamos en Kosef K., o en la novela, poco conocida, Der Schüler Gerber, de Torberg. Fink se defiende ante los tribunales, el tema salta a la prensa, y ya no tiene final el rigodón que ejecuta esta reaparición informatizada de Sísifo, la cinta de Moebius de sus esperanzas, sus ansiedades y pequeñas paranoias, de los recursos que no prosperan, las noches en vela con el ordenador y los kilos y kilos de material en los archivadores; entre tanto, ha cumplido los sesenta y descubre la traición de su mejor amigo al poco de fallecer, para poner las cosas peor, así que se adensa la frecuencia con que recurre al cóctel diario de somníferos con alcohol. Le ofrecen compromisos, y en su extenuación casi acepta, para enterarse al final, ya en su refugio suizo, de que no se ha producido la rehabilitación. Ah, su antagonista es un tal Tronkenburg, nombre que brinda ocasión al autor/germanista para curiosos excursos sobre el Michael Kohlhaas de Kleist, hipotexto aquí del que se hace una parodia impotente, porque Fink no puede ejercitar la venganza. Y bien, puesto que Fink rechaza las vías del tren como solución, sólo queda la fuga, o el autodestierro. “Arriba”, en la nevada soledad catártica del convento suizo, la contrafigura de Hans Castorp ensaya el distanciamiento filosófico.


No, no está tan domado Walser. Fink un ciempiés patas arriba que patalea contra el aire, sólo quiere que se lo rehabilite, que le sea restituido un poco del honor arrebatado. La novela, compacta, sin diálogos, parece haber sido escrita en la misma panza blindada de Leviatán como un tratado para probar, o sin más ilustrar, la prescindibilidad de la piedad en el seno de los aparatos funcionariales. Y su tono, vitriólico, mimetizado con una realidad demasiado frecuentemente ocultadora, escamoteadora –prolongando así, a mi juicio, estilemas de la literatura de la posguerra alemana (occidental) temprana muy a la altura del desasistimiento de la gente en la mate y hostil vida cotidiana de entonces: Nossack, Koeppen, Böll-, se marida muy bien con el desquiciamiento gradual, coprolálico y no ausente de grandeza del protagonista. Fink o la invisibilización social de un hombre sobre una parcial, pero feroz, filigrana de las estructuras de la dominación en la RFA. Casi todos los personajes de Walser sufren desde luego bajo el peso del desamor ambiental, pero Fink bate algunas marcas. Walser es un épico de lo diario, suele leerse, aunque es más bien una épica de los que “no llegan”, de los estafados. La convergencia y el dinero, dicen, nos están aproximando ahora nosotros cada vez más a los alemanes; de momento lo que parece crecer es la cautela, si no el abierto temor, entre las personas, los abismos en las relaciones, el número de las tanquetas autistas: figuras del mundo de Stefan Fink. Aleluya, nos estamos germanizando, pero, hegelianos sin saberlo, por el lado peor, lo que son las cosas.


*Lumen, Barcelona 2000