El paraíso reencontrado
Novalis doscientos años después
Ángel Repáraz
Al elegir la literatura como actividad accesoria se ha ahorrado Novalis el polvo final de las autorrepeticiones banales de un Tieck o de un Schelling, por citar a dos autores que trató. Con esa decisión y desde luego con la muerte, que le visita con 28 años, sustrayéndole así limpiamente del dilatado espectro de modos del ser de la catástrofe del colofón romántico, que van desde el desengaño más o menos nihilista -los citados, “epígonos de la propia juventud” (Lukács)- hasta el manto protector de la Iglesia católica de la Santa Alianza, como fue el caso de F. Schlegel o Brentano. Muere en Weissenfels el 25 de marzo de 1801, casi exactamente cuatro años después del fallecimiento por enfermedad de una muchacha de 15 años, Sophie von Kühn, con cuya desaparición se había declarado el incendio de productividad que fueron los últimos años del artista. De cualquier modo, el mundo se le había vaciado ya al ingeniero de salinas Friedrich von Hardenberg, y, con una temeridad ante la que los lectores de ahora estamos igual de perplejos que sus contemporáneos, había tomado la determinación de vivir laboriosamente su propia estilización artística de la noche como antesala metonímica de la muerte.
Pero justamente por ello hay que podar la leyenda del Novalis profeso de la autodestrucción, del soñador que abdica del mundo; es sin más históricamente falso y deformador presentarlo como un místico patológico (un librito de Heine hizo mucho por difundir la idea). Se ha batido repetidamente en su época de universitario, y si es todo menos plebeyo, tampoco tiene nada del algo hueco pathos de su admirado Schiller. Hay que recordar que fue el único en su círculo de amigos en ejercer un empleo fijo; este hombre joven pasaba la mayor parte del tiempo en las salinas o en las minas -su trabajo era altamente valorado por sus superiores- o componiendo informes oficiales sobre la explotación técnica de los yacimientos. Es por supuesto cierto que el más suave y profundo de los románticos, una de más mentes más productivas de la historia literaria de su país, es asimismo uno de las más expuestos a los abismos internos. Pero del grupo inicial que compone la primera oleada de escritores de la nueva sensibilidad -Brentano, Schlegel, Hölderlin, Tieck- es seguramente también el filósofo más riguroso.
El poeta como laborioso ‘huésped’ en este mundo, de algún modo “rebajado” de los mandamientos de las utilidades: Enrique de Ofterdingen, y también Friedrich von Hardenberg. Sus frases son cortas, con desviación notable de la lengua escrita de la época, algo que le moderniza. Claridad de la sintaxis para la transparencia de la intención: algo en la estructura de su personalidad no se avenía con las sinuosidades discursivas de la época de Kant, Fichte, Schleiermacher. En sus páginas apenas hay andamiaje lógico, antes bien una ligazón relajada, paratáctica, del pensamiento. Sus novelas son casi inasibles narrativamente; no hay acción en Los aprendices de Sais, ni siquiera personajes individualizados. El narrar se desarticula, las construcciones del lenguaje sólo parece tener por fin a sí mismas: Jakobson definía así la función poética. No ha prescrito la sorpresa que producen los esotéricos Himnos a la noche -aquí la experiencia ante la tumba de Sophie se adensa al máximo-, que fundan una escatología nocturna que se quiere gozosamente seccionada del mundo. O La Cristiandad o Europa -más “profética” que católica, y muy mal leída después-, texto que acaso haya de considerarse más el manifesto poético del primer romanticismo que otra cosa; frente a ella, el Enrique de Ofterdingen incorpora la summa de sus convicciones y su poética. En todo ello hay un separarse crítico, a veces muy violento, de la Ilustración -aunque al mismo tiempo aceptando sus candideces, por ejemplo las ideas de Lessing de una educación de la Humanidad-, pero también de Goethe. El idealismo mágico novalisiano empieza por ser potenciación, o arqueología, de un mundo deseable, a través de un pensar cíclico, dinámico, que se espesa sobre todo como cosmovisión filosófica en el cuento. Ya ha dado el poeta con un método, un canon para conjurar y refiltrar el sonido de las voces múltiples que le llegan.
Novalis es un artista de la forma en continua experimentación, y no hay otro autor de la época que haya penetrado en tantas áreas del conocimiento como él. Más aún, el estudioso a fondo de Fichte -le había conocido en Jena- y Spinoza sueña con reconducir todas las ciencias a su unidad “originaria”, con la constitución de una ciencia total, con su expresión (y con estatuir como fin del trabajo de los estudiosos la república científica). De formación científica y matemática -pero también gran lector de obras de ocultismo- y singular enciclopedista -estaba perfectamente al tanto de la última química francesa de entonces, por revelador ejemplo-, es probable que represente la última rebelión contra los mandarinatos del especialismo científico-natural y la concomitante subordinación de la razón científica a los designios de los poderosos; era cuestión de poco tiempo que apareciera Hegel en la Universidad de Berlín para explicar todo esto con renglones torcidos, por cierto. Las ciencias se han separado por dejación y falta de genio y de “sagacidad” o “inteligencia” para un poeta que, sorprendentemente moral en su práctica intelectual, da carta egregia de legitimidad al fragmento como estilo y signatura de un estilo intelectual apasionado por la búsqueda de correspondencias, casi siempre imprevisibles. Sólo hay que asomarse a las páginas de su Brouillon para verlo.
Muy goethiano en esto, Novalis se aplica eminentemente el principio de la autoeducación activa. Si F. Schlegel ha creado buena parte de la terminología romántica, Novalis la ha saboreado y puesto por obra. Su mensaje es evangélico en algún sentido ontológicamente nuevo: hemos sido segregados del tiempo de la bendición pero existen vislumbres del camino de vuelta, así que la vida ha de consistir en el viaje –iniciático- de regreso. Él lo ha emprendido con una ingenuidad a prueba de realidades -propone hasta poetizar la guerra-, una robusta fantasía concreta -su Edad Media es mera fermentación poética de su universo privado-, una religiosidad intensamente erotizada y un idiolecto vigoroso nutrido en la mejor ciencia de entonces, y en Plotino, J. Böhme, los cabalistas y los alquimistas. Por unos cuantos lados el eficiente funcionario no parece del mundo sublunar, ciertamente: el anticipador ha propuesto caminos de superación de la muerte en la conciencia, la verdadera metanoia.
Los equívocos han acechado siempre a esta obra, comenzando por el primero y causante de los demás, la calamidad textual que ha sido su transmisión desde la caprichosa selección que realizaron en la temprana edición de sus escritos sus amigos F. Schlegel y Tieck (Berlín, 1802). Ulteriormente ha pasado por encima la apisonadora de doscientos años de racionalidad científica instrumental, que ha puesto muy difícil la comprensión del panpoetismo novalisiano; tiene que sonar rara por fuerza en nuestros tiempos su irrepetible iconografía estilística o su sensibilidad para una Naturaleza que pretende hablarnos. H. Marcuse ha aludido a la ambición novalisiana de desligar la imaginación productiva de las “facultades y fuerzas externas”. Uno puede preguntarse si aquí se está hablando de la célebre colisión de los principios de realidad y del placer (como si el placer no fuera real). Mi opinión es que Novalis, de antiquísima familia noble -precisamente por esta circunstancia se ha librado del destino de Herder, Hölderlin, Fichte, etc., él no necesitó hacerse clérigo ni preceptor doméstico-, puentea la polaridad de la oposición porque era fundamentalmente noble en su metal íntimo. “Alegre, como un poeta joven, quiero morir”, ha dicho. Para el vidente la gloria está diseminada por todas partes; claro que hay abonar un pequeño portazgo para acceder a ella, la muerte. El 5 de abril de 1800 escribe a Schlegel: “Espero que conmigo la cosa llegue pronto a un final alegre. Para San Juan espero estar en el paraíso.” De ese lugar inefable suele regresar en sus textos.