Visiones de Goethe desde dentro y desde fuera de su país, desde su tiempo y desde el nuestro: una existencia como provocación
Ángel Repáraz
Madrid/León, octubre de 2000
I.
Es ya de aceptación general que una obra de arte, y yo diría que a fortiori el corpus de la productividad literaria de un escritor, no pueden constituir en buena ley objeto real de atención crítica o filológica si se las secciona de su realización en la posteridad de sus destinatarios, del curso de su recepción. Si el escritor se llama Goethe, esa tradición de comentario y exégesis es tan pavorosamente aplicada que a estas alturas parece insolente el proyecto de agregarle algo cabal. No hay con seguridad otro alemán cuya vida esté tan bien documentada, y es verosímil que sea el autor sobre el que más se haya escrito. Los repertorios bibliográficos goethianos son extensos hasta la inquietud -el año pasado, 250 aniversario de su nacimiento, añadió abundantes títulos1-, la investigación de fuentes tradicionalmente entendida inagotable. “El que trabaje con Goethe deberá luchar primero con él”2. Ello por razón de los dos siglos, y más, de distancia cultural entre los códigos del emitente –el singularísimo “idiolecto estético” de Goethe- y los receptores, desde luego, pero también por los ocasionales efectos distorsionadores de esas mismas masas de comentarios. Pues bien, aún así la “gran confesión” de su intimidad sigue ofreciendo prometedores flancos de ataque, pensemos sólo que la Weimarer Ausgabe dedicaba 50 tomos a los cerca de 14.000 cartas, billetes y documentos administrativos del autor conservados, y 11 únicamente a los Diarios.
El “más sobrio y gentil de todos los escritores”3 –aunque Lessing reacciona celosamente al Werther, muy pronto Wieland avizora que del autor del Götz pudiera surgir un segundo Shakespeare- seguramente gustaría de estas calas guiadas por la gratitud, cuyos límites están marcados por ese planteamiento de partida y por la extensión de una exposición oral. Lo que sigue, por tanto, ni siquiera tendrá el rango de una monografía medianamente escrupulosa. Faltan Maragall, Unamuno y Menéndez Pelayo en nuestro censo, faltan Gundolf, Korff, Heidegger, Adorno, Bloch, porque sobre Goethe han escrito casi todos. La amplia y complicada sinusoide de su recepción se interpenetra además demasiado con obsesiones y déficits colectivos, sobre todo alemanes –a menudo manipulados-, de muy mudable horizonte, que se van y reaparecen (en la Primera Guerra Mundial el llamado Tornisterfaust -una edición miniatura en cartoné- era parte del equipo de asalto del soldado alemán, y en la Segunda se emplearon citas del Faust para enardecer a los sitiados en Stalingrado). Aquí nos proponemos tan sólo aislar selectivamente unos cuantos elementos de la lectura que se ha hecho de Goethe en ambos ámbitos culturales.
II.
Goethe ha creado un vigoroso mito moderno con el Faust, pero además ha sido un agente clave en la “desprovincialización” del espíritu alemán. Es una existencia multidimensional; por si fuera poco, rara vez escribió en un género ya introducido –por él o por otros-, y esos cambios de rumbo que imprimió a su obra desorientaron ya a los lectores de entonces, que esperaban alguna continuidad de éxitos anteriores. Estamos ante una inaudita capacidad biográfica y literaria de regeneración, de que el “renacimiento” que le supuso la experiencia italiana es tan sólo el ejemplo más abultado; un capítulo muy determinado de estos cambios de piel vitalmente necesarios son las rupturas personales, por cierto. Goethe estudió y publicó de botánica, zoología, antropología, geología, teoría de los colores, meteorología, y puede ser considerado cofundador de la morfología botánica y de la anatomía comparada (descubrimiento del hueso intermaxilar). Muy cercano a los ochenta años le interesa la teoría de las nubes, y cuando el químico berlinés Wöhler hace furor con la síntesis de la urea, presta mucha atención a la experiencia y hasta especula sobre el origen de la vida sobre la tierra (décadas después, Darwin llamará a Goethe an extreme partisan of similar views; se entiende, similares a las darwinianas). Desde fuera parece representar Goethe lo que, con sus términos, puede llamarse la cumplida ejecución de la objetividad del Sollen frente a la subjetividad del Wollen. Sobre todo: Goethe se ocupa incesante y apasionadamente con la propia vida. En la cara oculta están el yo violento, la irresolución, la larga relación de amistades destruidas en esta vida: los Stolberg, Lavater, un Lenz al que se expulsa del ducado, luego el trágico desencuentro con Herder, la decepción recíproca con Merck. O la prolongada reserva de Schiller contra él, una amistad precaria que H. Mayer considera fracasada; con Klopstock romperá. A los realmente grandes de entre sus contemporáneos los ha tratado en el mejor de los casos con alguna deferencia: Hegel, Jean Paul o Beethoven. La regla ha sido quitárselos de encima, ignorarlos, escarnecerlos, aniquilarlos: Fichte, Hölderlin, Kleist. Agreguemos Hoffmann, Schubert, Heine.
III.
La figura de Goethe suscitó pronto filias tan tenaces como las fobias. Muy madrugadora en su difusión es Madame de STAËL, pero ya en 1805 Kotzebue encontraba errores gramaticales en el alemán goethiano. En el saldo favorable está su incondicional expositor ECKERMANN (1836 y 1848), pero también las menos conocidas Unterhaltungen mit Goethe (Conversaciones con Goethe), del canciller von MÜLLER, publicadas mucho después (1870). NOVALIS en 1800 había escrito frases contundentes sobre el Meister: se trataría en el fondo de un libro estúpido, pretencioso, apoético, la peregrinación de su autor hacia el título nobiliario4. La filosofía romántica fue más interesadamente generosa, y Schelling y Hegel declaran el Faust, respectivamente, “figura mitológica principal” y “tragedia filosófica absoluta” del pueblo alemán. De 1827 es Die deutsche Literatur, de Wolfgang MENZEL, que frente al establecido oportunismo de Goethe sólo expresaba menosprecio. VARNHAGEN había publicado ya antes (en 1823, y anónimamente) su Goethe in den Zeugnissen der Mitlebenden (Goethe en el testimonio de sus contemporáneos), que hacía de él un astro, el “objeto de culto” del salón de Rahel, su esposa. A la entrada de nuestro siglo, la ideología faustiana había fraguado ya en el conocido programa contrastivo frente a la “civilización” francesa y el “intelectualismo” judío; ya estaban poniéndose las agujas para los mitemas del nazismo. Sobre todo O. SPENGLER y E. Jünger han retomado la veta idealista de Schelling, que luego amplían a un supuesto sentimiento vital fáustico-elitista del que se habló mucho.
Pero entre los románticos fue F. SCHLEGEL el crítico indiscutible. Su admiración incondicional la consagra precisamente al Meister, que “pertenece totalmente a la poesía moderna, totalmente distinta de la romántica”. Claro que en una carta a su hermano August Wilhelm de 1792 hace balance de la producción literaria de Goethe desde los comienzos y concluye que se ha convertido en un cortesano, un sentir muy extendido. TIECK lo ha venerado también en los comienzos, para al final despacharlo (1848) con términos como “envarado” (steif) e “insípido” (hölzern). Tampoco es para desdeñar el dicterio del joven ENGELS (1847): Goethe es a ratos un genio, y a ratos un filisteo, y la causa es que no está en condiciones de vencer la miseria alemana, que más bien lo derrotó a él. Como decimos, muy distinta será, en términos generales, la imagen de Goethe del cambio de siglo: la del maestro de la forma, el impulsor de la autodisciplina y la autoeducación, el último genio universal, el depósito de respuestas a las cuestiones más urgentes de la existencia, con curiosa ceguera del pensamiento crítico anterior.
IV.
Como lírico HEINE no se desprenderá nunca de Goethe, en especial del del Diwan -tampoco del Faust-, atrapado por “el más embriagador goce de la vida” que reconoce en sus cadencias. Admitiendo la excepcionalidad de Goethe, al mismo tiempo no puede aceptar la negativa del a regañadientes admirado a asumir los conflictos tomando partido; son abundantes, así, sus manifestaciones de desagrado contra el “dios difunto” y, con un término que es un hallazgo, el “genio de la recusación del tiempo” (Zeitablehnungsgenie). Pero es raro que Heine no sea ambivalente; así, cuando en la Romantische Schule preconiza un nuevo hedonismo, la energía liberadora de la lírica panteísta de Goethe no puede ser puesta lo bastante alto. No sorprende que su oposición al “nazareno” BÖRNE, radical y ascético, estalle con motivo precisamente del Diwan (Börne en su Diario: “Goethe es el siervo con rima, como Hegel lo es sin rima”). Porque entre los ideólogos progresistas, ya en vida del autor, es Börne el odiador de Goethe por excelencia, y era inevitable que acabara transfiriendo a Heine su crítica de aquél. El periodista de la emigración impugna el filisteísmo de Goethe desde el radicalismo político; la curiosa debilidad de Börne es que su crítica no fuera artística en ningún momento, Goethe es “el más pequeño de los hombres”, pero también “el más grande de los poetas”.
El insuperado análisis de las Wahlverwandschaften por BENJAMIN en los años 20 sitúa pertinentemente el “misterio” de Goethe: que con una vida de compromisos haya podido lograr cosas extraordinarias. Tambén niega Benjamin tragicidad en esa existencia (el propio Goethe atribuye a su constitución la incapacidad para escribir obras trágicas). El autor del Werther representaría en un primer momento la oposición burguesa al feudalismo: después sólo podría pensar la cultura burguesa en el marco de un estado feudal ennoblecido, y de ahí el rechazo con que le distinguieron Klopstock, Wieland y hasta Herder, que no entendían la obsequiosidad que Goethe se permitía con sus amos. Aunque asimismo concede que el mecenazgo del duque le dio garantías de una regencia amplia –no sin “sacrificios”-, espiritual y literaria, la primera universal-europea desde Voltaire. Benjamin lleva a cabo también análisis estilísticos muy certeros en su evolución desde la “prosa revolucionaria primera” al gran ritmo calmado de las cartas de Italia (1786/88). Políticamente es Goethe para él un nihilista y/o un cínico: “En cuestiones de organización de su vida privada Goethe tampoco sabía de máximas, mucho menos aún revolucionarias”5.
Entre Th. MANN y Goethe se dan profundas afinidades de la organización pulsional básica. Mann es seguramente el representante más singularizado de unos cuantos goethianos de este siglo –St. George, Hofmannsthal, Hauptmann, etc.- que, con diferencias de matiz, percibieron en el artista de Weimar la personificación mayor y quizá última, desde luego muy explotable, de un largo camino de desarrollo humanista (la aproximación de Hauptmann a Goethe fue ya algo grotesca, y evoca fuertemente a la de Eugenio d’Ors entre nosotros). Mann se ha ocupado mucho del olímpico; lo que ya no se sostiene es su tesis del Goethe “representante burgués”. Ahora bien, el joven Mann pone su amor en Schiller -su Ensayo sobre Schiller es el homenaje de toda una vida-, a Goethe sólo lo admira, y puede que por eso hayan abortado sus esfuerzos por presentarlo a los jóvenes alemanes como modelo. Su gran homenaje a Goethe es Lotte in Weimar (1939), una fría estilización de lo formal y lo hierático del mundo goethiano, y no menos una reconstrucción filológica suprema y una altamente manniana fagocitación del personaje, que no entra en escena hasta el monólogo del tercio final de la novela. Estamos ante, por un lado, Goethe como nuevo disfraz para Thomas Mann, y por otro ante una contraimagen humanística de Alemania frente a la barbarie del hitlerismo (muy cerca de Weimar, como todo el mundo sabe, estaba Buchenwald). En síntesis, el Goethe de Mann es un anciano nada patriota: una –otra- personalidad problemática. Como es sólito, LUKÁCS denuncia la sistemática falsificación histórica en la transmisión de la obra literaria de Goethe. Y bien, luego hace de él un rebelde “contra el orden existente”6, sin entrar en detalles del cuánto o el hasta cuándo, y Werther es un sujeto con “tendencias populares y antifeudales”7. Incluso la “posterior resignación” de Goethe tiene raíces político-sociales y ha de leerse como una “crítica” al atraso social alemán. Declarar en 1936 que “la nobleza tiene para Goethe valor exclusivamente como trampolín, como condición favorable a esa formación de la personalidad”8 es quizá frentepopulismo literario, pero también, diciéndolo suave, un serio ofuscamiento del intérprete. En el fondo su Goethe está amargamente silencioso, resignado en la ironía: la “miseria alemana” otra vez.
BRECHT ha denunciado la complacencia de Goethe en la postración de los explotados. Y las incisivas parodias del idilismo utopista de muchos poemas de éste son “la recusación tal vez más impresionante del ‘legado’ goethiano”9. A primera vista, pues, se diría que el augsburgués sólo ha dedicado a Goethe desdén –y desde pronto-; pero hay pocos autores importantes de la literatura alemana indemnes ante Goethe –la provincia pedagógica del Meister reaparece en Hesse, por ejemplo-, y Brecht no es una excepción, léanse las Buckower Elegien. En el exilio revisa sus juicios sobre él, y, ya que es posible versificar al modo clasicista, ensaya el expediente oblicuo de acompañar un problema social actual con versos “clásicos” que operen el “extrañamiento”. Cuando consigue su propio teatro a comienzos de los 50, el Berliner Ensemble, empieza con una escenificación del Urfaust. G. BENN ha testimoniado siempre gran respeto al Goethe científico, pero encuentra algo ridículo el efecto cariscaturesco de la Novelle después de haberla leído, si bien admite que no carece de majestuosidad. Pero también le disgusta su placidez de consejero secreto, un dardo muy vecino a los de Heine, por cierto. Más graves son sus arremetidas contra el núcleo del Goethe escritor, el estilo; la corrosividad es plena en la asociación de esa literatura y sus lectores: “¿Qué puede salir de estos alemanes si sus héroes representan la vida tan armónica y bonachonamente y “en el fondo” tan simpática, encantadora y simbólicamente?”10
E. R. CURTIUS ha indagado con levedad e informada claridad los depósitos léxicos de la reprobación en la terminología crítica de Goethe, donde se manifiesta el Augenmensch: ‘turbio’, ‘sombrío’, ‘oscuro’. Curtius, eminente representante de una pléyade de estudiosos de entreguerras, ha determinado ver al grande como casi sólo grande y cree encontrar claves de ello tanto en la crónica insatisfacción de Goethe consigo mismo como en su capacidad de búsqueda y de reorganización de la propia personalidad, historizada por él mismo como ejecución de la entelequia. Su análisis del Goethe burocratizador de la propia vida lo concreta en un rasgo dominante: el afán coleccionador y ordenador. “En una palabra, es el canto del cisne del medieval arte de la miniatura de iniciales.”11 A Curtius no se le escapan marcas reveladoras de la persona histórica Goethe que, sin embargo, no se interpretan: “La repugnancia hacia la multitud era innata en Goethe.”12. Hay “universalismo” en él, concede –pero Reich-Ranicki ha visto “huecos” en sus intereses, autores importantes que jamás menciona. No tan lejano al ideal humanista de Curtius está Hans MAYER en sus análisis, sin pathos pero soberanos, del Goethe práctico, buen conocedor de los hombres y valedor de un rígido positivismo jurídico que anticipa a Kelsen y que equipara ‘justicia’ con ‘positividad jurídica’. Goethe contempla el régimen feudal absolutista con una dureza y una frialdad muy en contradicción con sus privilegios personales de favorito y consejero13. Constatar que nadie fue menos armónico y lineal que Goethe es, por cierto, una salutífera ventilación del ambiente en torno a su figura.
Para EISSLER casi todas las decisiones vitales de Goethe son repetición de la biografía del padre, con paralelos –así, en los viajes- entre ambos que resultan alguna vez inquietantes. El clínico doblado de crítico desmenuza la estructura de un carácter que, si en la juventud presenta cuadros de neurosis obsesiva; más tarde conocerá episodios psicóticos. Tras Wetzlar viene además un período de considerable riesgo de suicidio, y, en general, suficientes síntomas corporales de conversión abonan la tesis de una conformación de base histérica14. Hacia 1776 le llegan cartas desesperadas de su hermana Cornelia, un ser clave para entender su vida amorosa. Pues bien, el más productivo de los escritores es del todo incapaz de contestarle con una sola línea. Pero este Goethe es asimismo maestro liberándose de las constricciones patógenas, y si conoce muchas crisis también sale fortalecido de ellas. Bondad y crueldad –sabía ser muy duro con quines no estimaba-: ambos rasgos le pertenecen y ambos son igualmente típicos de él. Pero también la calidez, y la “religiosidad secularizada” son formas caracterizadoras del personaje antes de que internalizara la tiesura aristocrática. Notable también la oralidad intensa del idiolecto de Goethe, y el análisis particularizado de Eissler de la relación con Charlotte von Stein, la escuela de la renuncia instintiva que lo modeló. “Este hombre reclamó para sí el privilegio de imponer a la posteridad las opiniones sobre sí mismo de acuerdo con sus propios deseos”15. Ahí está exactamente el lugar geométrico de las dificultades de cualquier filología goethiana.
V.
Para la razón vital de ORTEGA y GASSET la decisión de Goethe establecerse en Weimar supuso el comienzo de la gran deserción de un destino. Pero he aquí que, desde una consideración meramente material de esa vida, ni como científico natural –los estímulos, el material, los viajes, el ocio- ni probablemente como escritor hubiera podido Goethe ser él en las dimensiones francfortianas de que procedía. Pasma la cantidad de trabajo literario que consuma o acomete este “desertor” en el primer decenio de Weimar (curioso que Grillparzer en alguna de sus cartas se nos ponga orteguiano cuando afirma que Goethe debiera haberse quedado de poeta con 30 años, y haberse hecho ministro a los 60). Es lástima, qué duda cabe, que Goethe desatendiera la clara normativa de don José Ortega en punto a “la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es”. El algo incomprensible reduccionismo de este crítico arroja ya chispas en el Meister, cuando se indigna porque el autor haga de Wilhelm un cirujano (podríamos añadir: y a Fausto lo hace colonizador). Pero Goethe, el hombre incorregiblemente infiel a su destino, huye a Weimar de su vocación poética, y allí se produce su encapsulamiento en la disponibilidad. La acometida de SACRISTÁN es una condena inapelable de “la conformista aceptación goethiana de la mala realidad”16. Y aunque a Sacristán no se le oculta la evidencia del cinismo de Goethe como hombre público, luego procede a las rebajas de condena. Verbi gratia, en el último lamento de Mefistófeles quiere ver, “inequívocamente, un réquiem por la feudalidad”17. Si Goethe salva a su Fausto al término, Sacristán salvará a su Goethe: “el áulico poeta [...] es personalidad más verazmente trágica, más insegura –más de nuestro mundo-, que el pensamiento supuestamente moderno, que se satisface con una humanidad rota, parcial, casual.”18 La absolución final llega a Goethe porque, por lo que se ve, ha “entendido” el espíritu de la alineación y la aspiración de la humanidad a plenitud, en conexión con el uso insistente por parte del poeta de términos como ‘verdadero’, ‘veraz’, ‘real’ como determinaciones axiológicas y críticas. Sigue siendo un anacronismo militante, sin embargo: “su oposición al pensar abstracto-analítico de la ciencia moderna es una oposición consciente y querida”19, lo que origina “el fracaso final de la veracidad del Goethe científico”20. ”Veracidad bloqueada en cinismo” 21, así suena la sentencia sobre el Goethe ministro y teorizador social.
Eugenio TRÍAS ha lamentado la paradójica “penuria de ideas de comentadores, exegetas y hagiógrafos”22, y reclama el amor como mediación en el trato con Goethe. Luego retoma críticamente los trabajos de Ortega y Sacristán –dos tribunales severos, y así son las sentencias emitidas: inautenticidad, cinismo. Pero “Goethe careció de sensibilidad para la tragedia, y se apartó de cuanto, en la vida, en la literatura, pudiera sugerirle tragedia”23; los contornos nos son ya reconocibles, la estatua ya no impone. De la perspectiva de Trías nos interesa esa inversión: Goethe como hombre corriente, y en tanto que tal ya no hace falta exaltar al gran educador ni denigrar al pícaro que Börne veía en él; se trata de un ser sin sensibilidad moral, y por tanto la vieja imputación de egoísmo –desde Schiller- “es uno de los peores cargos que nuestra sensiblería curil y socialitaria le suele dirigir”24. El personaje buscó la felicidad, “quiso llevar una vida ordenada y sencilla; y reprodujo en sus obras esas exigencias”25, y nos desconcierta por la misma sencillez con que vive sus instintos, algo a que pocos arriesgan. De ahí deriva la “paciente administración vital” de este genio de “la burocracia existencial”26, un maxweberiano que lleva registro obsesivo de todo. “Llama la atención que Ortega y Gasset, que reconoce hasta qué punto la filosofía de Heidegger le es afín en lo que se refiere a su concepción de la vocación, no plantee en profundidad la cuestión vocacional del modo como Heidegger la plantea: en el mismo horizonte reflexivo en que plantea la condición mortal de la existencia. Lacan, en este sentido, permite avanzar más lejos que Ortega y Gasset en el análisis de Goethe. La enfermedad de éste y su neurosis obsesiva, aparece como clarificada.”27 Por el lado de la psicología estamos socavando los veredictos orteguianos, y situando “en el orden de las condiciones primarias (características) la diagnosis psicoanalítica”28.
VI.
Por supuesto que Goethe ha sido innegable “príncipe de poetas” –el Diwan, las Römische Elegien-, con mucho también del Jekyll del “siervo de los príncipes” del reproche republicano. A trabajos como los de Eissler, Mayer o Trías les cabe el mérito de recuperar ese destino bifronte, traduciéndolo a sistemas de expectativas reales y actuales. Si bien ya en vida del autor hubo iniciativas para alzarle un monumento -Bettina von Arnim-, es más o menos entre 1880 y 1989 que se ha necesitado de Goethe como icono de la identidad alemana, tras los largos decenios –1830-1880- de relativo ostracismo (su “inmoralidad”, las dificultades de representar su teatro, etc.). Con un tanto de precipitación, ahora hay quien se siente impelido a deconstruir este icono, porque ya ha perdido valor de representación. H. Grimm ya pretendió hacer de él un predecesor del Reich de 1871, Tomas Mann de la democracia, Kurt Hildebrandt del nazismo y G. Lukács del marxismo. Por qué no recordar entonces que precisamente su ocupación con la política real de entonces, la revolucionaria francesa, en una serie de dramas ha producido lo más flojo de su obra: el Gross-Kophta, el Bürgergeneral, etc. Todavía para Th. Mann el derrumbamiento de Alemania en 1945 fue un “destino colectivo fáustico”, y en la antigua RDA se pretendió ‘rescatar’ los valores protosocialistas de su obra en la celebrada, y medularmente falsa, “vinculación de Goethe con el pueblo”. No sólo Ortega, también Johannes R. Becher habla en Weimar en 1949 de Goethe como liberador.
Una sociedad burguesa emancipada del feudalismo no ha querido Goethe, ni mucho menos. Reconoció siempre muy bien aquello que para él representaba peligro, y eligió en consecuencia un óptimo “nicho ecológico” para desplegar su vida, por lo mismo impermeabilizada –léase el muy ambivalente final del Faust II- ante una historia gradualmente abierta, que quiso conjurar con fórmulas éticas bastante débiles (estomagantemente alguna vez con las llamadas “máximas de actuación”, o con la sabiduría pomposa y trivial en unas cuantas Xenien). El primer escritor alemán que puede vivir de sus ingresos como tal –tenía otros, políticos- permanece inasible en sus antinomias, a pesar de los esfuerzos de alguna germanística por “simplificarlo”, normalmente por la vía del espantajo de una falsa dignidad “pedagógica”; se diría que sólo una via negationis crítica ofrece con Goethe alguna garantía de claridad. Al final de su vida le llaman la atención los planes de construcción de los canales de Suez y de Panamá, la máquina de vapor, los ferrocarriles, los intereses, en fin, de lo que llama el “mundo ilustrado” (die gebildete Welt). Nosotros sabemos bien que el Señor Consejero áulico hizo mucho por retrasar la aparición de los sujetos sociales reales de ese mundo ilustrado. Más nos convence el anciano que se ve a sí como un kollektives Sammelwesen (entidad colectiva) nutrido por mil fuentes de referencias y de saberes, el impulsor de la intertextualdad viva que llamó Weltliteratur –la que que siempre practicó como percepción tanto de lo otro cultural como de lo humano común y divergente.
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1 Puede verse, por ejemplo, Harro Zimmermann, “Theatrum Memoriae – Furor der Moderne. Eine Auswahl neuer Bücher über Goethes Leben und Werk”, FR p. 18.
2 Unseld, p. 10.
3 Trías, p. 93.
4 En Blüthenstaub.
5 Benjamin, p. 158.
6 Idem, p. 65.
7 Idem, p. 85.
8 Idem, p. 95.
9 Sacristán, p. 13.
10 Citado en FR, p. 26.
11 Curtius, p. 77.
12 Idem, p. 91.
13 Mayer 1987, p. 38.
14 Eissler, p. 1186.
15 Idem, p. 1143.
16 Sacristán, p. 12.
17 Idem, p. 56.
18 Idem, p. 65.
19 Idem, p. 25.
20 Idem, pp. 30 y 31.
21 Idem, p. 47.
22 Trías, p. 91.
23 Idem, p. 94.
24 Idem, p. 123.
25 Idem, p. 100.
26 Idem, p. 104.
27 Idem, p. 118.
28 Idem, p. 119.
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