De nuevo la melancolía elegante

Sobre “Sueños olvidados y otros relatos”, de Stefan Zweig*

Ángel Repáraz

Un día de febrero de 1942 un asistente del servicio doméstico de un chalet de Petrópolis, cerca de Río de Janeiro, contempla desde una claraboya la representación insonora de la muerte. Son dos los cadáveres, una mujer y un varón abrazados, ambos muertos por decisión propia (aunque sobre la mujer hay todavía dudas). Él, vestido con corbata y con la corrección de siempre, había empezado sesenta años antes en una sólida casa burguesa del Ring vienés el camino que le conduciría hasta aquí. Fue en tiempos el escritor en alemán más leído y traducido; meses después de esa muerte aparecería el libro de despedida del pasado que se coagulaba en esa cama, examen de y dolor por modos de vivir ya casi sepultados, El mundo de ayer. Si Stefan Zweig es “el clásico exponente del vago cosmopolitismo humanístico” (Magris), también es ácido y muy clarividente con la civilización de que viene. En España se lo ha visto como un escritor para adolescentes y jóvenes, sobre todo en sus biografías noveladas. Ahora tiene una segunda oportunidad; es el momento de un europeo que no se limitó a formulaciones de ocasión.

Zweig procede de industriales y banqueros y de una formación literaria y políglota. Empezó como esteta vienés del pesimismo y mahleriano, luego vino Freud, a quien llegó a tratar (La curación por el espíritu sería un buen título para su propio programa). Apenas con veinte años (1901) publica su primer libro, Silberne Saiten [Cuerdas de plata], con poemas de preciosista lírica cultivada, impresionista y musical; mucho Klimt, pero algo escasa originalidad. Tiene muy pronto éxito, y también relativamente pronto reconocemos los motivos impulsores de su obra, los del humanismo melancólico – concentradamente presentes en su idealista y no violento Erasmo, en el fondo una autobiografía desplazada. Hacia 1919 acomete los ciclos de “tipología” del espíritu, donde hay mucha crítica inmanente a la moral de su mundo mediante personajes históricos interpuestos, muy a menudo monomaníacos. También en sus relatos se encarnan ideas en figuras –o contrafiguras- con las que suele identificarse.

La novela corta sociopsicológica tenía una asentada tradición austríaca: Grillparzer, Franzos, Schnitzler, Marie von Ebner-Eschenbach. Zweig le añade tintes neorrománticos en sus primeras narraciones, carentes de un marco temporal claro, esfuminadas, como flotantes entre sueño, poesía y realidad (Historia en la penumbra, con mucha sentimentalidad vienesa de época), casi informes psicológicos sin intensidad de los afectos pero con frecuentes encuentros que cambian el rumbo de esas existencias. En Mendel el de los libros (1929) al “hombre pequeño” -el personaje, plenamente dostoyewskiano, leva “una vida en el espíritu”- que es ya miseria, desarraigo e indefensión, Zweig lo quiere defender contra el olvido y la fugacidad. “Pero la gente de hoy no tiene corazón”, comenta una señora que ha conocido a Mendel: un redoble de tambor para anunciar un futuro próximo de canibalismo. Y una tierna reverencia, casi rothiana, ante la absorbente pasión talmúdica de los judíos orientales por la letra escrita. Alguna vez lo “demoníaco” de los relatos se toca con el algo posterior Heimito von Doderer; La colección invisible sería acaso un buen ejemplo. En Angustia (1920, reelaborado en 1925) las instituciones burguesas presentan desconchones por las zonas de su pecado, el adulterio precisamente; Zweig puede ser exacto en la microscopia de las emociones de la mujer, aquí corroída por el temor.

Confusión de los sentimientos (1927) seguramente la pieza más notable de la colección, es un alegato en favor de la apertura de los códigos de honor rigidizados. Muy zweiginamente, también el profesor protagonista busca un “ser verdadero” que es afirmación su propia naturaleza, el amor homosexual como pasión unidimensional. La novelita, después de todo una intuición certera, tiene ingenuidad y sensibilidad sísmica para los instantes decisivos, la inevitable sentimentalidad, hasta un núcleo poético original –que luego se desarrolla un poco a trompicones. Está en algún punto de la línea que va de Th. Mann a S. Maugham, pero también es nietzscheana –se habla de “titanes del sufrimiento”- en lo que ese amor tiene de frenetismo que no encuentra su camino.

Sabía angustiosamente que no era un talento literario de primer rango –Karl Kraus se lo recordó-, pero es un importante y laborioso divulgador, amigo auxiliador y representante digno del viejo individualismo –casi todos los individuos de estas narraciones fracasan, por cierto. Es complementario de su amigo Joseph Roth, arqueólogos los dos de los símbolos del estilo cultural de la monarquía danubiana. La fe de este gran burgués, casi metafísica, en la elevación de las personas por el impulso del arte y del espíritu ha sido contradicha por la realidad, tal el guión transmitido. Pero esa fe estaba muy precariamente basamentada en el orden intelectual: al impaciente nato Zweig se le caían de las manos las obras de contenido algo abstracto. El activo pacifista no pudo encontrar algo de paz para sí; el escéptico, siempre con dudas sobre sí, tiene que haber hecho balance de sus incapacidades, también la de condenar con claridad (el régimen soviético, a Hitler públicamente). Al cabo necesita al Schopenhauer de sus lecturas precoces para ver su vida como error. “Caprichoso prisionero de sus sufrimientos” (Lafaye), desde comienzo de la guerra ya no encuentra perspectiva a un presente de barbarie que lo enerva y lo sitúa fuera de juego.

Zweig, humanista trágicamente retrasado, fue una personalidad ingenua y cálida que imaginó que con entusiasmo se podría mediar entre las culturas –el en tiempos casi insultante “humanismo burgués”-, sobre la base de Erasmo, Spinoza, Lessing y Voltaire y la tensión para una educación en la razón. Esta era, aproximadamente, la “misión” de este utopista lleno de ideales progresistas pero bloqueado ante la realidad política. Testigo más que protagonista, escribió siempre “poesías de circunstancias”, la última el 28 de noviembre de 1941, día en que cumplía 60 años. “El sexagenario agradece” tiene por eso mucho de testamento en lírico; es un poema algo convencional en su forma, hasta en el metro, pero su selección léxica da la cifra precisa de un estado crepuscular. En clínico: de una auténtica depresión. El yo lírico y el biográfico han abdicado de la obligación porque sienten la inminencia de “la noche próxima”, que se presenta el 22 de febrero de 1942 vía Veronal. Curiosamente H. Kesten ha visto un Zweig feliz, porque esa existencia fue su elección. Hay fulguraciones de todo ello en este conjunto de narraciones.

*Alba Editorial, Barcelona 2000, selección y traducción de Genoveva Dieterich