Las divergentes líneas de la vida

A propósito de las publicaciones de tres coetáneos


Ángel Repáraz

‘Las líneas de la vida son distintas/ como caminos son, y como límites de las montañas/ [...]’, son líneas de órfica sencillez de un Hölderlin casi anciano, huésped desolado ya de décadas del torreón junto al Néckar. La divergencia de los límites se abre casi hasta el escándalo en el destino de tres escritores germanohablantes coetáneos -nacieron en un intervalo de tiempo de quince meses- de que recientemente han aparecido trabajos de interés: son los alemanes W. Koeppen y A. Speer y el búlgaro-austríaco, finalmente británico E. Canetti.

Las consecuencias inmediatas de la asoladora derrota militar del Reich hitleriano tuvieron que originar retrasos y distorsiones en la elaboración crítica por parte de los alemanes de la experiencia colectiva del nazismo. Inicialmente ese doloroso trabajo de arqueología buscó individuar la culpabilidad moral o religiosa -‘demónica’- de los individuos (Langgässer, etc.); la guerra fría, además, privilegiaba las interpretaciones oscurecedoras. Por el otro lado, las novelas de la época tematizan básicamente la experiencia bélica (A. Schmidt, Böll, Andersch). Koeppen se erige entonces en clarificador testigo de la década que sigue al colapso.

Wolfgang Koeppen (Greifswald 1906) presencia con rabia la completa ausencia de escrúpulos de un buen segmento de las antiguas jerarquías del nazismo, que se las arreglan muy bien para imponerse socialmente en los años de la reconstrucción. Aunque había hecho algunas novelas antes de la guerra, en 1935, con su obra prohibida, decide dejar de escribir, y sobrevive en Alemania con diversos oficios. Vuelve a publicar en 1951, y sus análisis de la RFA suscitan reconocimiento, pero también extrañeza; entre 1951 y 1954 da a la luz tres novelas sobre y para una sociedad magullada y amnésica. La muerte en Roma (1954) es la saga familiar de los ejecutores, de nuevo establecidos y coincidentes en una sala de conciertos romana: barbarie y música vuelven a hermanarse. En el dramatis personae está el antiguo alcalde nazi, ahora alcalde electo e igual de oportunista, y su hijo Siegfried, compositor de dodecafonía sin convicciones. Está el antiguo general de las SS Judejahn, traficante de armas desde la clandestinidad, y su hijo, un sacerdote que siempre duda. Siegfried ha roto con la familia: un personaje recurrente de las novelas del autor este intelectual solitario y sin raíces. Al término Judejahn asesina en un paroxismo de odio a Ilse, la mujer del director de orquesta, una judía que representa la esperanza de algo distinto.

Quizá sea una novela con excesivo difuminado ‘retórico’, pero es también, y eminentemente, la denuncia vitriólica de un pasado colectivo que envenenaba aquel presente. Ya no quedan héroes en ese medio, lo que abunda son los negociantes, los cínicos, los criminales, los asustados. Koeppen, por otra parte, ha sabido que las nuevas tradiciones artísticas son internacionales, y de ello es fehaciente la estructura misma de la novela, compuesta de monólogos internos, montajes, combinaciones varias de informe épico, diálogo y flujo ideativo, etc.

Casi todos sus protagonistas experimentan miedo, el bacilo del siglo, y una extrañeza insalvable frente a los otros. Koeppen no parece tener otra moral que la indignación, que serpentea por un lenguaje sensual y sin estridencias al que a menudo se incorporan piezas maestras de prosa. Ira, esteticismo, melancolía: Koeppen se toca con Th. Bernhard. Los enormes cambios de la década 1945/55 en Alemania reclamaban un decir nuevo, y él lo proporcionó, en parte con cascotes de los anteriores, que conocía bien. Sus novelas no han tenido la irradiación de alguna de Hochhuth o de Böll, pero éstas deben ser explicadas en el contexto creado por Koeppen. Quizá es hora, pues, de revisar los sociogramas de la literatura alemana reciente. Koeppen es su mayoridad; un ‘héroe’, un escritor de nuestro tiempo.

De muy otra textura era Albert Speer, cuyo grueso volumen de Memorias (1969) es la autoendoscopia de una vida desde la prisión. Escritas a escondidas en Spandau, según Kershaw son las más importantes de entre las memorias de los jefes nazis. Speer busca la catarsis por la vía de la elaboración solitaria de lo irreparable, pero sin ilusiones: “En el fondo, los que me interrogan esperan que me justifique. Sin embargo, no tengo excusa.” (213)

El autor fue altísimo exponente de un orden político que sólo renitentemente reconoció después como asesino en su sustancia misma. Desentonaba entre los matarifes, desde luego; hijo y nieto de arquitectos acaudalados, cuando nace (Mannheim, 1905) la casa familiar cuenta con catorce criados. Siendo estudiante de arquitectura en Berlín ya había sido hechizado por Hitler; también este Fausto es cegado por la “singular multiplicidad” de su Mefistófeles, al que más tarde construye la cancillería de Berlín y en cuyo círculo íntimo acaba siendo acogido como ‘el arquitecto’. También absorbido, y de por vida, por él; por un pequeñoburgués atrapado en los gustos artísticos de juventud, cínico y autodestructivo, vandálico, diletante y vulgar, buen psicólogo también: así dibuja al nihilista Adolf Hitler (ciertamente tampoco él ha salido del neoclasicismo de Schinkel, del “mundo dórico” y el monumentalismo, sólo hay que ver sus realizaciones en Núremberg). En 1942, ya en plena guerra, es nombrado Ministro de Armamento, y bajo su dirección la producción bélica se duplica, en ciertos sectores se triplica y cuadruplica.

Pero la verdad de estas memorias está en los Tagebücher, también escritos en prisión. ¿Cuánto sabía él sobre el exterminio de los judíos?, se pregunta ciceronianamente el hombre que despachaba con Himmler para asuntos de organización y producción militares. En otoño de 1944 había en las todavía muy dilatadas fronteras del Reich, y sólo en la industria armamentista, cerca de dos millones de trabajadores extranjeros esclavizados. Él prefiere no mirar mucho, y cuando en 1944 le hablan de algo indecible que está ocurriendo en Polonia no hace preguntas, no habla con Himmler, no investiga: “Debía de tratarse de Auschwitz” (676). Yo diría que aquí está el núcleo de esta extensa vita. A partir de 1945, él tiene sólo 40 años, y cuando todo había acabado, este trabajador disciplinado y padre de seis hijos tiene tiempo de mirar hacia atrás: veintiún años. Ha aceptado la legitimación moral del proceso y de la condena.

En 1944 el Observer inglés publica un artículo sobre él, que Hitler le pasa. Es la semblanza del hombre clave para la maquinaria bélica, de un técnico sobresaliente y de un buen gestor. La sorpresa es que Speer no parece tener otro secreto que la simpatía, que ha despertado por todas partes. Fue el amor desdichado del llamado Führer, según se lee. Antes se ganó a los profesores, y luego a los jueces y a los guardianes de la cárcel, hasta Eva Braun le comunicaba sus cuitas. Pero al término de la guerra no tuvo la suerte de un Heisenberg, y a él le tocaron unos impresionantes ejercicios espirituales en la soledad. Al final admite que toda su existencia se había fundado “en el error”.

Nacido en 1905 es asimismo Elias Canetti, de quien se publica en nueva traducción Masa y poder (1960), un estudio desconcertante y extenso al que el saber institucionalizado distinguió largamente con un áspero silencio. Canetti en tanto que antropólogo visitante monta aquí profusas teorías sobre los mecanismos medulares de las sociedades humanas mientras navega de bolina entre las aguas jurisdiccionales de las más diversas disciplinas académicas. ¿Es un tratado, un ensayo, una novela? Desde luego es una inquisición que, a ras de nuestras emociones más primarias, persigue la comprensión de esos mecanismos con una entonces novedosa metodología, alimentada de preferencia de informes etnológicos y de viajes, mucha historia y cuadros clínicos psicopatológicos. Por cierto, tras Auto de fe (1935) Canetti además se ha embebido de una exigente pasión antimoderna que le veta el acceso a las modas del momento en la tramitación del diagnóstico que se propone. En la bibliografía no hay por tanto ‘novedades’, y ni siquiera está blasonada con la presencia, en los 60 de rigor, de Marx o Freud (al segundo debe mucho, y no se ha recatado en reconocerlo; en lo tocante a los estudios sobre los mitos de Lévi-Strauss, le parecían ininteligibles). Seguramente la chispa catódica para esta concienzuda robinsonada le saltó al autor durante los horrores de 1927 ante el Palacio de Justicia de Viena, de que fue testigo presencial.

La masa y el poder, los dos momentos de recíproca y fatal imantación desde que hay seres humanos, le sugieren una búsqueda primordial, el análisis premioso de muchos de los usos de la maldad irrogada al hombre por el hombre. El instinto de Canetti para las trapacerías del poder es como poco certero, pero eso no nos salvaguarda de las turbulencias de la interpretación. ¿Es tan elemental el mecanismo de la dominación, tan elemental y tan inexpugnable? El autor contesta narrativamente, bajo la especie de una irrebatible anámnesis colectiva, o filogenética, que va saltando por un fraseo escueto, de pocas conectivas, que amplifica la contundencia de las respuestas.

¿Es imaginable la convivencia sin violencia, es decir, sin poder? El lector tendrá que hacer un trabajo adicional para puentear las evidencias canettianas hasta los expedientes de la vida real; quizá la cosa sea tan sencilla como, por ejemplo, allegar complementariamente el texto de H. Arendt sobre el totalitarismo. Canetti consideraba Masa y poder su opus magnum. Es, en cualquier caso, una fundamental biopsia del poder, esos diminutos óvulos que, por lo que se va viendo, se reproducen por tenaz partenogénesis en el contacto entre humanos.


Wolfgang Koeppen, La muerte en Roma, RBA, Madrid 2002, trad. de Carlos Fortea; Albert Speer, Memorias, El Acantilado, Barcelona 2002, trad. de Ángel Sabrido; Elias Canetti, Masa y poder, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona 2002, ed. y trad. de Juan José del Solar.