Cuarenta años no son tanto para un corazón obstinado. José María Lizundia testimonia sobre una cierta diáspora bilbaína 


Ángel Repáraz



El Bilbao actual, el que puede tachar o centrifugar a quien se mueva imprudentemente en la sesión de fotografías, tiene un nacimiento histórico que cabe fechar con precisión suficiente; efectivamente la abolición de los fueros tras la última carlistada del XIX convierte en pocos decenios a las Encartaciones en una enorme cuenca minera. Así que en Bilbao se implanta un capitalismo industrial de los duros y un liberalismo algo clerical, pero nada tímido con el dinero, con ferrocarriles (mineros y de pasajeros), explotaciones extensivas - a la puerta de la villa alguna - y fábricas de dimensión hasta entonces desconocida en la margen izquierda de la ría. Víctor Chávarri y los demás impulsan la siderurgia y los bancos; Bilbao está entrando en su modernidad y durante el último cuarto del XIX la ciudad cuadruplica su población. Sobre todo con inmigrantes empobrecidos, los que serán bautizados por el nacionalismo neonato como maketos. Y que serán tratados convenientemente por capataces no muy humanizados - y aborígenes, señala Unamuno -; algo que, había quien pensaba, tenían bien merecido quienes amenazaban la soñarrera idílica del preindustrialismo. Bilbao significa ya las fortunas y las mansiones del Ensanche y unas clases medias y menos que medias asustadas. En 1886 funciona ya en Bilbao la primera asociación socialista, y de 1890 es la primera huelga general de mineros en Vizcaya, con un apoyo enorme por parte obrera y un resultado atroz en vidas. Casualidadades de la vida: justo entonces, en 1893 y en el txakolí Larzábal de Archanda, desciende el Paráclito hasta la cabeza de Sabino Arana, que en su discurso programático embute mitología y ‘derechos históricos’. 

El ser aristotélico, como sabe cualquiera, se dice de muchas maneras; el ser de Bilbao también. Desde como tarde las últimas décadas del XIX aquel estado de cosas y sus muy perceptibles consecuencias han sido analizados y denunciados por una extensa nómina de heterodoxias, buenos poetas incluidos; por Unamuno e Indalecio Prieto, por G. Aresti, Blas de Otero o Javier de Bengoechea, ¡y hasta por la poesía tentativa y agostada de Javier Echevarrieta! (El protomártir del grupo armado fue también el protoasesino, nos recuerda con otros términos el autor). De toda esa tradición puede uno echar mano para testar que han sido muchos los motivos para salir de allí de estampida y con la determinación de no volver, o para desearlo. Entre los más recientes, Lizundia.


“… en agosto de 2001 rompí, decidí desde el pueblo donde había veraneado siempre [...] que no volvería nunca más.” De esa  violenta impugnación de las marcas de una existencia anterior hay interesantes precedentes en la literatura, desde luego, la de Stendhal con Grenoble es conocida y definitiva, o la de Galdós. De hecho, Lizundia ha vuelto; seamos comprensivos con estos incumplimientos invocando al bueno de Pere Quart, que asimismo volvió y asimismo quebrantó su propia palabra (él regresó “rejuvenecido por el asco”). Pero al poco de uno de sus regresos el azar intervino en la forma de una caída en la Alhóndiga de Bilbao, y el resultado se llamó fractura rotulina. El choque con ciertas estructuras del poder médico fue un plus para su rabia acumulada; después de todo Lizundia tiene formación jurídica. Su librito es por todo ello denso e inamovible en el rechazo y elíptico en su  modus dicendi; los 23 miniensayos o viñetas no hacen todavía unas memorias, aunque otra mirada hacia atrás de esos cuarenta años daría de sobra para ello. Y bien, si los veinte años del tango no son nada, el doble tampoco tendría por qué serlo cuando se ha logrado sustraerse al gran atractor. 


No creo que, como apunta alguna recensión, sea la de Lizundia una “mirada melancólica”; pienso más bien en la furiosa decisión del que ha visto que, por causas convergentes, el ambiente allí se le había puesto irrespirable. Un extraño, pero tampoco tan próximo al Mersault de Camus porque aquí hay ironía, excelente conocimiento de realidades y hasta una militancia antigua que dio para algún susto. El problema es ese regreso, los costes de ese volver al ámbito del nacionalismo, que, como ha sido observado ya más de una vez, funcionalmente es una religión, y ahí no valen diálogos. Han sido demasiados años de ‘comprensión’ más o menos abierta con ETA - una grande, sangrienta cuadrilla. Arzallus soñaba despierto con una Euskadi entre el Adur y el Ebro, como si el régimen competencial en vigor, la Hacienda autónoma y el resto fueran modos sutiles de opresión. Y a no olvidar sus consideraciones sobre la división funcional del trabajo ente quienes sacudían el árbol y quienes recogían las nueces que iban cayendo, un postulado de epistemología arbórea que, machihembrado con el conspicuo ‘lo mío para mí y lo tuyo a medias’, han enriquecido sin ninguna duda las formas discursivas de la política vasca. No extraña que gentes así estén construyendo “cada vez más, una Euskadi monoteísta”.  

“Soy un bilbaíno consecuentemente anti-bilbaíno”, otra áspera confesión de quien tiene conciencia de ser un intruso en su lugar de origen, “incluso como abogado”. Los acólitos han hecho bien su trabajo: allí caben los justos y pocos más: los justos de la axiología jelkide de hoy y de siempre, entiéndase. Ibarretxe se reclamó de esos 7.000 u 8.000 años de historia vasca que, parece, no se han resuelto en un Estado nacional. El ius primi occupantis de los trogloditas como argumento; la pregunta es cómo vivir con alguna clarividencia en una comunidad cuyo titular decía cosas así. En abril de 1890, todavía en Bilbao, Unamuno escribe a un amigo: “Aquí reina el egoísmo sin tasa, y una atmósfera que quita todo aliento al espíritu.” Cuarenta años o más después de la fuga Lizundia pone coordenadas esféricas a los reencuentros decepcionantes aludiendo a Cioran, V. Grossman, Hobsbawm, Rorty, Deleuze, etc.: un mapa privado que es también seguramente el de una generación que se está yendo. Si bien él no haya sido del todo un outsider, aunque lo afirme: tenía todos los apellidos canónicos precisos para ser admitido en la Tabla Redonda del exclusivismo. Claro que, lo dijo Recalde, los nacionalistas “pretenden convertir las referencias históricas que ellos se han inventado, que no existen, en los fundamentos de lo vasco.” 

La buena noticia es que también aquí se detecta al ‘vasco discrepante’ (Caro Baroja), que puede especificarse probablemente sin violencia como ‘bilbaíno discrepante’. Lizundia ha confeccionado reactivamente una enmienda a la totalidad de una ordenación social (“esa sociedad vasca anormal”) que se encuentra en manos de quienes sabemos; las tres formaciones nacionalistas, por cierto, proceden de Sabino. No le duelen prendas: “… pasé de trasterrado a renegado y de antivasco a exvasco, que es como me gusta calificarme...”. Quizá ha sido demasiada la energía interna invertida con todos esos class enemies (así los llama) que ha ido coleccionando. Pero el humor es bueno, de modo que sigue siendo accionista de DEIA; en tiempos hasta puso en pie una ‘Asociación de Abogados de Tenerife por la libertad de Euskadi y contra el Plan Ibarretxe’. “Está todo como lo dejé”, constata en una de sus últimas epifanías. Lo mismo pero distinto; Heráclito de Bilbao, nuestro exvasco se lleva bien con los vascos dispersos por el amplio mundo. Quizá este ensayo nos exhorta a redefinir los motivos reales de nuestras diversas diásporas, que en modo alguno se limitan a las de quienes administran los oropeles de la política resistente. Para emplear un título de Handke (y de Chandler), un autor que Lizundia cita, este es un largo adiós, voluntarista y contumaz. Sobre los costes internos guardemos silencio. ¿Pero y si la inadaptación, como sugiere el autor, actuara como “un kit de mera supervivencia”? Ah y en Bilbao, no hay que decirlo, “sigue lloviendo.”



Lizundia, José María, De Bilbao a Bilbao, cuarenta años después. Granada: Alhulia, 2021.





Madrid, 15 de agosto de 2022