A los 100 años de la obertura de un prolongado ensayo social con métodos genocidas. Pinceladas a propósito de El fin del 'homo sovieticus', Barcelona: Acantilado, 2015, de Svetlana Alexiévich.


Ángel Repáraz



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Omnis determinatio est negatio. La sentencia spinoziana arrastra tras de sí toda una cadena de 'noes'. Aquí: estas 'pinceladas' no son historia ni crónica de la Unión Soviética puesto que no soy historiador; toco además sobre todo el período stalinista, que juzgo absolutamente determinante de cuanto ha venido después, hasta hoy. No conozco por otra parte la lengua rusa, lo que ha puesto límites al material utilizado. En el que, además, brillan las ausencias; no he considerado la epopeya de Vasili Grossman, ni las extensas consideraciones de Trotski sobre la revolución, ni las memorias de Svetlana Alilújeva (Lana Peters en su exilio americano), hija de Stalin, ni las de Jrushov. De pura desgana no he vuelto al leniniano Materialismo y empiriocriticismo, el trabajo de un doctrinario muy poco versado en la física entonces moderna (“su peor libro”, M. Sacristán; “un análisis enormemente tosco y superficial”, H. Marcuse). Tampoco he consultado los trabajos de Berdiayev, o las Memorias de Sájarov, o La mentalidad soviética, de Isaiah Berlin. Son parte asimismo de la lista negativa los otrora tan solicitados volúmenes de Lenguas Extranjeras de Pekín; y singularizo los Fundamentos de leninismo, de Stalin, de quien por otra parte en los últimos años se han escrito abundantes biografías, que tampoco he atendido. Faltan, y aquí el déficit se hace pesaroso, los análisis (muy poco leninistas) de la naciente república soviética por parte de Rosa Luxemburg, o la biografía de Stalin que nos dejó B. Souvarin, así como el relato autobiográfico de Viktor Krawchenko Yo escogí la libertad.

Conozco, sí, como se ve al final, los principales trabajos de Solzhenitsin, Voslensky, Ehremburg, Shalámov, Hannah Arendt o Isaac Deutscher; no he podido encontrar El gran terror (1968), de Robert Conquest, el libro, según M. Amis, que más contribuyó a socavar los cimientos de la URSS después del Archipiélago Gulag. Sin duda que un ensayo histórico riguroso no pasaría por alto la correspondencia privada de Stalin, que no ha conseguido. La experiencia soviética se quiso en la historia externa la puesta en práctica de la visión de un filósofo y economista alemán del XIX; y esa visión se pretendió traducir a realidades sin el menor escrúpulo y en un inmenso país campesino por parte de unos pocos iluminados: son los pavorosos resultados de tal hybris lo que se comenta aquí. Habrá en estas líneas por todo lo dicho imprecisiones; pero la argumentación la juzgo no obstante correcta en lo que tiene de recusación del pretendido derecho del príncipe a asesinar: contra Hobbes, contra Beria, contra Stalin.


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El 7 de diciembre de 2015 una señora de aspecto modesto leyó públicamente en Estocolmo una desazonante pieza de oratoria. Porque Svetlana Alexiévich (1948), hija de bielorruso y de ucraniana, ha sabido muy bien lo que hacía con su laboriosísimo trabajo de campo de decenios: la recuperación parcial de la memoria amordazada de una inmensa comunidad. Así, entrando ya in medias res, cierta mujer declara lo siguiente ante su micrófono: “No recuerdo a ningún hombre en nuestro pueblo después de la guerra - en el transcurso de la II Guerra Mundial un hombre de Bielorrusia de cada cuatro cayó en el frente o como guerrillero.” Y ella misma, la periodista, añade: “Varlam Shalámov escribió una vez: 'Fui partícipe de una violenta batalla perdida para una auténtica renovación de la humanidad'. Yo reconstruyo la historia de esa batalla, de sus victorias y de sus derrotas. El intento de erigir en la tierra el reino de los cielos. ¡El paraíso! ¡La ciudad del sol! Pero al final lo que quedó fue un mar de sangre y millones de vidas humanas aniquilada.”

Esas vidas pasadas por alto, omitidas, han dejado muy poca huella de su paso por la tierra y el tiempo, con mucha frecuencia ninguna si su destino fue el matadero stalinista. Por ello la Alexiévich denuncia unos antecedentes historiando con doloroso detalle las consecuencias, a menudo monstruosas, de un fantasma en cuyos orígenes remotos estaba la revolución de 1789 (que bastantes de los primitivos bolcheviques conocían al dedillo). Los golpistas del otoño de 1917 acabaron por hacer de su revolución un acontecimiento de proporciones mundiales, como admite, y muy temprano, Russell: “La Revolución Rusa es uno de los grandes acontecimientos heroicos de la historia universal. Resulta natural compararla con la Revolución Francesa, pero es en realidad algo de importancia aun mayor. Ha hecho más por cambiar la vida cotidiana y la estructura de la sociedad; y ha hecho también más por cambiar las creencias de los hombres.” En la base de la fe que nutría todo ello se encontraba una entidad irreal, pero de gran peligro: la 'necesidad histórica'. Alexiévich remueve en ese pasado reciente, alguna vez inquietadoramente presente todavía en su país: “En el mercado negro de Moscú se puede comprar de todo: riñones, pulmones, hígados, ojos, válvulas cardíacas, piel humana.”


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Iván el Terrible fue coronado en 1547, primer gran príncipe de Moscú que se autocorona como zar de Rusia. Ya antes, en 1543 y con 13 años, ha hecho prender por la guardia del Kremlin al nuevo dirigente boyardo -la nobleza rival- y dado orden de que lo descuarticen perros de caza hambrientos. Iván fue dostoyevskianamente piadoso, frecuentador de las Sagradas Escrituras y buen jugador de ajedrez. Para la puesta en ejecución de sus órdenes disponía de un cuerpo militarizado de asesinos -los oprichniki-, 15.000 hombres que extendían el terror en todo el país. Porque obra genuinamente rusa es la institución conocida como oprichnina, un KGB del siglo XVII cuyos miembros, informa un historiador de la época, iban por la ciudad con largos cuchillos y hachas, buscando víctimas para masacrarlas. Y en su vida hay un extremo interesante para quien intente el análisis de Stalin: Iván, cuyo reinado se lee como un continuo derramamiento de sangre (no sin derrotas militares frente a los polacos), próximo a su muerte compilaba extensas listas de sus víctimas. Como era de esperar, también pretendió 'europeizar' a Rusia y dispuso que se establecieran artesanos alemanes, artistas y estudiosos en Moscú, donde instalaron las primeras imprentas. Al final tuvo tiempo para asesinar a su propio hijo.

En 1643 es coronado zar Miguel, el primer Romanov. Y en 1672 nace Pedro el Grande; de gran talla (2 metros) y una energía inusual, tiene un reconocido magisterio en el arte de intimidar. Hace ejecutar pronto a todos los partidarios de su hermana Sofía, y ordena que se cuelguen los cadáveres ante la ventana de ella; y las cámaras de tortura de la capital -unas cuarenta- se convierten en una institución estable. Es fama que en cierto pogrom asesino él con sus propias manos no menos de 84 personas. En 1695 había viajado de incógnito a Amsterdam para trabajar en unos astilleros; más tarde introdujo la vestimenta occidental en la corte y obligó a los nobles a afeitarse. En torno a 1720 el zarevich Aleksei, su hijo, muere a consecuencia de las torturas. “Casi lo último que hizo antes de morir fue ordenar la traducción del libro De los deberes del hombre y del ciudadano del jurista e historiador alemán Samuel Pufendorf. [...]. Pufendorf también recalcaba el deber del gobernante de trabajar por el bien común, no solo por el suyo, y la obligación del ciudadano de obedecer sin recurrir a ningún tipo de rebelión. […]. El pensamiento político europeo había llegado a Rusia.” Aunque Rusia no conoció una facultad de Derecho hasta 1755.

Otro amigo del azote, que, como Iván y Pedro, aplicaba de propia mano a sus cortesanos con un bastón, fue Nicolás I, y Pushkin supo algo de ello. El movimiento de los decembristas de 1825 fue abortado con siete ejecuciones de militares, pero sentó un precedente tentador: la conjura contra el zar, en alguna ocasión (1881, 1917) exitosa. Entre tanto, tras la derrota en la guerra de Crimea, los reformadores veían que el país estaba necesitado de nuevas técnicas productivas si quería sobrevivir como potencia. Y bien, el gran obstáculo antimodernizador era la servidumbre, es decir, el zarismo. En la segunda mitad del XIX ocurre algo de interés: escritores como Turguéniev, Dostoievski y Tolstói se hacen con una considerable popularidad en el país sin que realmente exista una clase media intelectualmente diferenciada; son los nobles -pequeña nobleza- y los intelectuales -los judíos acceden a la universidad a partir de 1850- el público destinatario de media docena de importantes revistas literarias atentas a publicar las novedades.

Pero era una economía rural estancada, con un campesinado sometido y depauperado. El malestar latente subió a la superficie con las frustraciones y humillaciones de la guerra ruso-japonesa de 1905/6 Fiel siempre a sí, en su fase final el gobierno del zar llevó sus políticas reaccionarias al extremo aplicando medidas administrativas de una arbitrariedad sin precedentes. Vuelve la hegemonía de la policía política; los bolcheviques no inventaron. Sabemos asimismo que el último zar amaba con particular dilección las 'centurias negras', y se hacía lenguas de su patriotismo. En aquella Rusia había muy poco que sugiriera una administración de justicia real. Por ejemplo recurrente, todo les estaba permitido a las autoridades y a la policía cuando se trataba de masacrar a los judíos. Que el gobierno se encontraba en permanente estado de guerra con la población lo afirma en sus memorias políticas de 1935 un respetable abogado como Alexander Tager, a la sazón ciudadano ruso. Después se llevará a cabo una monstruosa ampliación de tal práctica.

Nicolás II, de tierno corazón siempre, estaba por la ejecución de los judíos. Antes y después de la revolución de 1905 el Gobierno y su policía estuvieron demostradísimamente detrás de los sangrientos y cíclicos progroms antijudíos. La Ojrana seguía poseyendo poder discrecional para arrestar y deportar a sospechosos sin ningún tipo de juicio o formalidad legal. Les hacía falta: da la impresión de que en aquella revolución tuvieron parte todos. Fue una revuelta de los liberales y constitucionalistas burgueses contra una autocracia arbitraria, despótica y arcaica, desde luego. Pero fue asimismo una revuelta obrera, desencadenada por la atrocidad del 'domingo sangriento' de 1905, que se continuó con miles y miles de trabajadores asesinados (y produjo la constitución en Petersburgo del primer soviet de obreros elegidos). Y, para completarlo, fue una extensa revuelta campesina, la primera, feroz, espontánea y carente de toda coordinación.

El 23 de febrero 1917 las mujeres de Petrogrado -la ciudad ha cambiado de nombre- se lanzan desesperadas a la calle porque la guerra con la Alemania guillermina hace imposible hasta el suministro de pan; las tropas que les disparan se amotinarán más tarde. El Consejo de Ministros presenta su dimisión el 27 de febrero de 1917; al poco Nicolás abdica, altamente consciente de que un gobierno y un pueblo así no merecen sus desvelos. Los bolcheviques de Lenin, que dos años después para Russell “representan, sin embargo, lo que en Rusia es máximamente eficaz”, no andan perdiendo el tiempo y desde el golpe en Petersburgo de noviembre ostentan ya el poder real en las dos mayores ciudades del país; al año siguiente cambian su nombre por el de Partido Comunista de la Unión Soviética. El Comité de Comisarios del Pueblo consta de 13 miembros; el Comisario de Nacionalidades, el más joven de todos, se llama Stalin.


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“En realidad, la Revolución de Octubre solo se había producido en Petrogrado y Moscú. En la mayoría de las capitales de provincia, esta revolución, lo mismo que la de febrero, se había realizado por teléfono”, afirma nada menos que Trotski. Semanas después del Putsch de Petrogrado los bolcheviques tenían el control de las principales ciudades de la región industrial del centro, norte y este de Moscú, en los Urales y entre los marinos de la flota del Báltico. El Russell viajero no es insensible a la subsiguiente organización social de la miseria: “No hay prácticamente vida social, […] en parte porque, cuando alguien es detenido, la policía puede detener a cualquiera que lo acompañe o que vaya a visitarle. Y, una vez arrestado, un hombre o una mujer, puede permanecer meses en prisión sin proceso.” La verdad exige añadir aquí que en marzo y abril de 1919 contingentes militares ingleses, franceses, norteamericanos, checos y japoneses de alguna importancia se encuentraban en territorio ruso del lado de los blancos. Los bolcheviques por su parte, muy en especial Lenin, solo veían futuro a su revolución si enlazaba con la alemana, sin la cual daban por inevitable el fracaso de la suya.

De acuerdo con Marcuse, el partido -la dirección del partido- pronto “aparece como el depositario histórico de los 'verdaderos' intereses del proletariado”. Muy bien, pero si dejamos de lado la elevada inflación en el uso del adjetivo 'histórico', ¿ante quién aparece ese partido, por cierto? El procedimiento, esto sí que es visible, consiste en situarse por encima del proletariado, y a distancia creciente, por medio de sentencias y decretos. La manifestación real de aquello fue observada por Russell en aquel Petrogrado: “la mayoría de las personas que uno ve por las calles muestran signos evidentes de desnutrición.” Pero añadiendo: “La política de aplastar el bolchevismo por la fuerza ha sido siempre necia y criminal; ahora ha pasado a ser imposible y preñada de desastres.” Lenin entre tanto ha desarrollado una profunda desconfianza hacia la personalidad de Stalin. Sabemos de las amenazas barriobajeras de éste a la Krupskaia, que había protegido al marido enfermo -que no se recuperaría nunca del atentado de agosto de 1918- ante el empeño de Stalin por importunarle. Lenin escribe el 5 de marzo de 1923 a Stalin censurándole severamente su proceder, exigiéndole las debidas excusas y amenazándolo con la ruptura de toda relación personal. A finales de diciembre de 1922 el ya inválido Lenin había comenzado a dictar una carta al XIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. El documento, al que se ha venido a llamar su testamento político, fue leído ante el Comité Central del partido a su muerte. A Stalin no pareció importarle mucho; Zinoviev, su aliado entonces, se preocupó de salvar la situación. En el mismo se lee: “El camarada Stalin, llegado a Secretario General, ha concentrado en sus manos un poder inmenso, y no estoy seguro de que sepa utilizarlo con la suficiente prudencia. Por otra parte, el camarada Trotski […] no se distingue únicamente por su gran capacidad. Personalmente, quizá sea el hombre más capaz del actual CC, pero está demasiado ensoberbecido [...].” Trotski proporciona otra versión ya en el exilio: “Pero ya Lenin había hablado con Trotski de modo muy claro: 'Es necesario que se le designe a usted para sucederme. Dé usted mismo al traste con el aparato'.” El testimonio necesitaría de algún contraste, precisamente por su origen. El hecho es que las muchas funciones que acumulaba Stalin le daban control sobre los nombramientos en el partido para cualquier puesto de relevancia. Trotski gozaba aún de gran poder y prestigio; pero era sofisticado, cosmopolita y algo arrogante en un universo político crecientemente stalinista. Y se ponía a leer novelas francesas -en francés- cuando se aburría en las sesiones del Comité Central. Sobre todo: subestimó estúpidamente al “montañés”.

Y algo poco conocido: las relaciones germano-soviéticas en esta época fueron de estrecha colaboración militar. “En septiembre de 1921 se cerró un acuerdo tras reuniones en Berlín, en las que [...] las cabezas de la Reichswehr fueron los principales negociadores […]. […] las fábricas alemanas en la Rusia soviética pronto estuvieron dedicadas a la producción de cañones, proyectiles y aviones.” En Mayo de 1924, ya sin Lenin, se celebra el citado XIII Congreso: “Stalin y Zinoviev cerraron las sesiones con discursos llenos de insultos contra Trotski.” Entre tanto, la liquidación de la oposición comienza a ensayar su andadura implacablemente sincopada: reduciéndola a una minoría inoperante poco a poco, expulsándola de los puestos de mando y del partido después, y luego las retracciones, la cárcel, la ejecución casi siempre. Conocemos una predicción de Russell: “La experiencia del poder está alterando de manera inevitable las teorías comunistas, [...]. Si los bolcheviques se mantienen en el poder, es muy de temer que su comunismo se marchite, y que vaya pareciéndose cada vez más a cualquier otro gobierno asiático […].”


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Maquiavelo es certero y sin ilusión alguna en el detalle del análisis, pero nuestro horizonte de interpretación es más el del hobbesiano Leviatán, resultado de algo que Maquiavelo no ha podido conocer: el desgarro civil de las guerras de religión del XVII, que, pensaba Hobbes, había que evitar en el futuro a todo trance. Como quiera, en la concreción maquiavélica-hobbesiana de todo ello está muy bien documentada la gradual atomización del proletariado soviético. La introducción del sistema stajanovista fue aquí una gran idea, vale decir la organización de la más despiadada competencia entre los propios obreros, que culminó en 1938 con la imposición de la libreta del trabajador, sin el cual ninguno podía obtener un empleo o viajar o adquirir víveres. La disciplina laboral, por añadidura, era severísima: un retraso de minutos en el puesto de trabajo, o la lentitud con el mismo, podían suponer una condena de diez años. Todo estaba preparado para los procesos de los procesos de Moscú de 1936, en que fueron liquidados los supervivientes de la revolución de octubre. Pero más importante aún fue lo que vino después: prácticamente no hubo oficina o fábrica que no fuera purgada a fondo. Se calcula que fueron conducido a los campos de concentración o directamente fusilados el cincuenta por ciento de todos los miembros del Partido y por lo menos ocho millones de personas que no eran miembros del mismo. Las oleadas en la eliminación de responsables significaron lógicamente “un sangriento cambio en el interior de la nueva clase dominante” (Voslensky).

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La servidumbre fue abolida en el Gobierno de Tiflis tan solo 14 años antes de que naciera Stalin, Soso según su alias de entonces. Este ingresa en la escuela teológica de aquella ciudad con 11 años. Alguien que tuvo buenas ocasiones de observarlo lo retrata desde la clarividencia del odio: “Prefería y sabía hacer que otros lucharan en serio, mientras él se ocultaba en la sombra o detrás de la cortina.” Y también: “El espíritu de la lengua rusa, [...], nunca logró asimilárselo. [...]. […] pues utilizaba las palabras más para encubrir su pensamiento y su sentir que para expresarlos. Por consiguiente, el ruso siempre ha sido para él no solo una lengua semiextranjera e interina […].” Koba, su alias posterior, “estaba lejos de ser periodista. Discurre despacio, sus juicios son extremadamente simplistas, y su estilo demasiado laborioso e infecundo. […]. La disciplina del trabajo intelectual le era extraña.” Pero “atributos de carácter como la astucia, la perfidia, la habilidad para explotar los más ruines instintos de la naturaleza humana, están desarrollados en grado extraordinario en Stalin, y considerando la fortaleza de su carácter, representan armas temibles en una contienda.”

“El 30 de enero de 1930 Stalin atacó. Un decreto ominoso llevó a los kulaks al fusilamiento o a la deportación, y a las familias a la expulsión de sus granjas.“ Y justo entonces tiene oportunidad de brillar el genial humorista: “Ya en 1930 Stalin había condensado la dialéctica del Estado socialista en esta fórmula: 'El mayor desarrollo posible del poder del Estado con el objeto de preparar las condiciones para la extinción del Estado: tal es la fórmula marxista'.” En 1936 otorgó al país una constitución -asesinando después a todos sus redactores, según Arendt- que haría de prólogo a los procesos de Moscú y de la limpieza general que, de 1936 a 1938, exterminó, como se ha dicho, a buena parte de la burocracia y del Estado Mayor del ejército. Y de nuevo algo muy característico de su estilo: imputa a opositores reales o inventados exactamente los 'crímenes' que él había planeado ya. Así, ha acusado a los generales del Ejército Rojo de tratos con Hitler y el fascismo cuando él estaba decidido a cerrar un acuerdo con aquella Alemania. A Tujachevski, posiblemente la mejor mente militar del país, le esperaba un destino especial. Salieron a la luz “informes procedentes de una fuente alemana”, falsificados por supuesto, que “demostraban” que la flor y nata del ejército había traicionado a la patria.”

La consecuencia: su incoercible capricho asesino dejó al país sin cuadros militares competentes ante la agresión militar de 1941, y de este modo el caudal de sangre que corría sin intermisión desde noviembre de 1917 experimentó un importante acrecentamiento (todavía quedan ejemplares de las Richtlinien für das Verhalten der Truppe in Rußland y de las Richtlinien für die Behandlung der politischen Kommissare, ambas de 1941 y ambas prueba conclusiva de la barbarie programática de la Wehrmacht). Semanas después la horda de matarifes staba ya muy dentro del país; fue entonces cuando Stalin dispone el fusilamiento de los generales cuyos ejércitos habían sido rebasados. Y el mismo Stalin, que no contaba con la agresión, muy en persona redacta una orden: “Esta orden, emitida el agosto pasado [1941], decía que 'quienquiera que [...] se rindiera sería considerado un desertor malicioso, cuya familia debe ser arrestada como familia de uno que falta a un juramento y traidor a la patria. Tales traidores deben ser ejecutados en el acto'.” Entre los traidores maliciosos se encontraba su hijo Jakob, con rango de comandante, que prefirió la muerte voluntaria en el campo de prisioneros alemán.


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El Único se elevó hasta donde sabemos con la satanización iterativa del principio opuesto, el trotskismo, el izquierdismo, el derechismo, el cosmopolitismo o lo pequeño-burgués, según la ocasión; y con el acompañamiento simultáneo del “culto idolátrico” (Djilas) a su persona. Sobre esto Canetti: “El hombre de estructura paranoica es quien puede perdonar difícilmente o nunca del todo. […]. El poderoso nunca perdona realmente.” El 19 de agosto de 1936 y en la sala de la Casa Sindical del Kremlin el fiscal principal, A. Vyshinsky, exige que “estos perros enloquecidos [los acusados] sean ejecutados, todos ellos”. Lo fueron, pese a la promesa de Stalin a Zinóviev y Kámenev, que utilizó para conseguir su confesión, de que respetaría sus vidas y la de sus familiares. (La mujer de Bujarin tuvo que pasar medio año en una pequeña celda con un palmo de agua y luego permaneció 18 años encarcelada. Su primera mujer y toda la familia inmediata habían sido ejecutados. ) En los meses consecutivos la NKVD, bajo su nuevo jefe, Nikolái Ezhov, procedió a la detención de decenas de miles de personas como 'enemigos del pueblo'. En julio, el Politburó emite la orden 00447 por la que se asigna a cada unidad regional de la NKVD una cuota de detenciones y ejecuciones. Ezhov presentaba a Stalin largas listas de enemigos y 'destructores', alrededor de 44.000; él las revisaba personalmente para presentarlas después a Molotov y otros de su círculo íntimo para la confirmación; todos solían añadir notas al margen. La última purga fue de marzo de 1938; en aquellos dos años la NKVD asesinó a unas 750.000 personas.

Algo después Stalin admite en privado que las cosas habían ido demasiado lejos ('excesos'); el propio Ezhov y algunos secuaces no tardan en ser ejecutados. En vida de Stalin por supuesto que el terror como tal jamás recibió explicación alguna. En 1934, cuando vio la luz el Gulag (acrónimo, se lee, de Administración Central de Campos y Colonias Correcciones de Trabajo) había medio millón de prisioneros; cinco años después, 1.5 millones vivían en campos y 'colonias de trabajo'. A partir de 1937 todos los campos fueron declarados secretos. Otra posible aproximación a la estructura de personalidad de Stalin es un nuevo apunte de Canetti: “Este momento de confrontación con el que ha muerto colma al superviviente de una fuerza muy particular que no es comparable a ninguna otra. No hay instante que exija con tanta fuerza su repetición. […]. Indefensos yacen los muertos, entre ellos está erguido él, de pie, y es como si la batalla se hubiese librado para que él sobreviva.” Dejémonos de las monsergas de analistas y politólogos, aquí está el alfa y el omega de Stalin, de su persona y de su programa político.


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Y bien, toda vez que solo y exclusivamente a los comunistas, léase stalinistas en la URSS, les asistía el derecho de delegación del proletariado, innovador y merecedor de ser recibido como arte sería tan solo lo que llevara el nihil obstat de aquellos. Objetivo de la literatura en estos contextos es, por fuerza, proponer modelos de conducta y de autosugestión “para los lectores que pretenden seguir la dirección marcada por el Partido.” El resultado se llamará realismo socialista. Stalin en persona siguió de cerca a los novelistas, poetas y dramaturgos más notables; lo inesperado es que aquí vaciló a lo largo del tiempo. A Zamiatin le permitió emigrar. Amenazó pero de algún modo toleró a Bulgákov. Babel y Mandelstamm fueron torturados y asesinados. Fue responsable del horror vivido por Anna Ajmátova (y Nadezda Mandestamm). Con Gorki jugó cuanto quiso, envileciéndolo poco a poco. Hizo la vista gorda con Pasternak -”vive en las nubes-, si bien privándole de un hijo y una amante. Meyerhold había enfadado a Stalin escenificando un texto dramático sobre la guerra civil, e insólitamente se había negado a retractarse. Fue torturado y fusilado; días después de su muerte su mujer apareció cosida a puñaladas.

Una posición aparte la ocupan los poetas en el estado teocrático. Maiakovski, una voz un tanto bombástica -y no raramente utiliza imágenes de violenta autopunición-, muere, suicida, en 1930, con un Stalin por tanto ya bien establecido. El poeta se ha sentido muy cómodo en “el país de los soviets”; en 1926 discutía en verso sobre “la situación del poeta en el estado obrero”. A menudo no es sino un estentóreo propagandista del orden soviético. Mandestamm cayó ya del otro lado. Se han conservado las actas de su detención en la Lubianka; para la policía el poema incriminado constituía “una prueba criminal sin precedentes” (Shentalinski). Los interrogatorios fueron prolongados; la comida que se le proporcionaba salada y con muy poca agua, no se le permitía dormir, lo encerraron en una celda de castigo, se le puso una camisa de fuerza, al final lo liquidaron. 54 años más tarde y “después de muchos esfuerzos inútiles, el Tribunal Supremo absolvió al poeta”.


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El formidable nihilista está convenientemente representado en la ¿parábola?, ¿distopía?, ¿premonición? que traza Dostoiewski en uno de los capítulos de Los hermanos Karamázov, 'El Gran Inquisidor', que era un descreído, como se sabe. Y a propósiro de Dostoievski merece una cita la última entrevista del dictador con Djilas: “Stalin contestó también a esto con sencillez: 'Fue [Dostoievski] un gran escritor y un gran reaccionario. No dejamos que se publiquen sus obras porque ejerce una influencia perniciosa entre la juventud, pero no se puede negar que se trata de un gran escritor'.” El verdugo velaba por el alma de los jóvenes.

En 1952 Stalin se inventa el célebre 'complot de los médicos', a resultas del cual la flor y nata de los cuadros médicos fue abducida a los sótanos de la Lubianka, sede en Moscú del KGB. Cuando murió, su médico personal, el doctor Vinogradov, estaba en las citadas mazmorras, encadenado y, por personalísima disposición de Stalin, recibiendo periódicas palizas. El director de orquesta de la inhumanidad seguía siendo L. Beria, un consumado violador.

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El imperio soviético era en 1945 incuestionablemente poderoso (y amordazado). Pero buena parte de la población tenía grandes dificultades para alimentarse, y sobre todo vivía aterrorizada: una curiosa superpotencia. La realidad hoy conocida es que, en los años subsiguientes, la Unión Soviética nunca estuvo en condiciones de alcanzar a los Estados Unidos en área alguna, con la probable excepción parcial de la investigación técnico-militar; las devastaciones que había sufrido el país no tenían paralelo posible, ni siquiera en Alemania. Es comprensible así que los planes de Jrushov en los 50 y 60 de dedicar mayor atención estatal a la inversión en vivienda, agricultura y bienes de consumo tuvieran el respaldo de la población; la mejoría fue extraordinaria. Todo había arrancado en el XX Congreso del PCUS; el 25 de febrero de 1956, en la clausura, Jrushov interviene. Y entonces lee un ataque frontal contra Stalin, durante cuyo mandato “el arresto masivo y la deportación de miles de personas, su ejecución sin juicio previo ni la investigación de rigor, sembraron la incertidumbre, el miedo e incluso la desesperación”. Los procesos stalinistas por delitos contrarrevolucionarios habían sido “absurdos, descabellados y contrarios al sentido común.” Lo repulsivo es que la desestalinización solo haya podido ser obra de (ex)stalinistas. Y por lo mismo, aquellas revelaciones inauditas ocultaban bastante más de lo que anunciaban. En cualquier caso, figuras penales como el 'crimen contrarrevolucionario' o la condición de 'enemigo del pueblo' desaparecieron del código.

Como en 1938, Beria seguía a cargo de todas las competencias policiales después de muerto Stalin. La primera crisis política llegó a finales de junio de 1953, en una reunión que fue una conjura. En plena sesión, el mítico general Zhúkov y un grupo de oficiales arrestaron y sacaron a rastras a Beria. Días después Jrushov lo acusaba públicamente, y ahora lo convertía en un intrigante y 'objetivamente' un agente de los americanos que intentó controlar el partido a través de su policía secreta. Sería fusilado antes de fin de año.


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En los 70 la nomenklatura estaba ya muy cómodamente instalada como una realidad aparte. “El ciudadano soviético es mantenido cuidadosamente lejos de ese Otro País, lo mismo que se le mantiene aparte de los países extranjeros. [...]: allí se encuentran alojamientos especiales construidos por firmas especiales; casas de campo especiales y centros de vacaciones especiales; casas de reposo, policlínicos y hospitales especiales; [...].” En 1985 es secretario general del PCUS Mijail Gorbachov, el primer líder de la Unión Soviética nacido después de la Revolución (n. 1931). El acontecimiento más espectacular de su primer año en el gobierno fue el reventón de un reactor nuclear en Chernóbil, en abril de 1986. La revelación fue que el país que envió al espacio el primer hombre no garantizaba la seguridad de sus reactores, algo muy en línea con la eviterna desatención de las autoridades a las condiciones laborales de la gente. Gorbachov aparece en televisión: 'no se preocupen'. Pero ya el proyecto y la construcción de la central habían sido una inquietante chapuza. “[El director del Instituto de Energía Nuclear de Bielorrusia] ¿A qué ritmo endiablado se construyó la central atómica de Chernóbil? […]. Cuando faltaba algo, hacían la vista gorda y lo sustituían por lo que tuvieran a mano. […]. Entre los directivos no había ni un físico nuclear.” Y también: “El cuarto reactor [...] sigue guardando en sus entrañas de hormigón armado, como antes, cerca de 200 toneladas de material nuclear. El combustible se mezcló, además, en parte con el grafito y el hormigón. Nadie sabe qué ocurre hoy con este combustible. […]. El sarcófago es un difunto que respira. Respira muerte. ¿Cuánto tiempo aguantará? ” Al año siguiente Gorbachov empezaba a reclamar perestroika -pedir, reclamar: y se trataba del Secretario General del PCUS-; no tardó en añadir la glásnost. Las consignas y los latiguillos 'ideológicos' puestos en circulación en 70 años de sistema empezaban a quedar patas arriba.

Tras el nada inesperado golpe contra Gorbachov, durante tres días el matrimonio estuvo bajo arresto domiciliario en su dacha de vacaciones. Borís Yeltsin interviene y el golpe es detenido; pero el 'reformista' es el gran rival de Gorbachov. Tras su liberación, este ya carece de iniciativa. Es entonces cuando, 74 años después de su nacimiento, se extingue la Unión Soviética. “El eclipse final de la Unión Soviética llegó el 24 de diciembre de 1991, con el relevo de la Federación Rusa en lugar de la URSS como miembro de las Naciones Unidas. Al día siguiente, el presidente Gorbachov renunciaba a su cargo: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas dejaba de existir y con ella el KGB, reestructurado en el FSB (Servicio Federal de Seguridad de la Federación Rusa). El resto del mandato de Yeltsin como presidente fue testigo de recortes brutales en el gasto público y nuevos impuestos anunciaban una larga época de depresión.” Yeltsin, enfermo y alcoholizado, renuncia después al cargo (31 de diciembre de 1999). El Estado terrorista de Lenin y Stalin se deshilacha autoabsolviéndose en sus metamorfosis sucesivas.


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El original ruso del libro de S. Alexiévich es de 2013. La autora puede ser exacta: “El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre 'antiguo', al viejo Adán. Y lo consiguió. [...]. En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el homo sovieticus. […]. En los testimonios que recojo aparecen constantemente palabras y expresiones que hieren el oído: disparar, fusilar, liquidar, mandar al paredón, y otras que constituyen las variantes soviéticas de la desaparición: arresto, diez años de condena sin derecho a correspondencia, emigración.” A todos los horrores listados a lo largo de este ensayo S. Alexiévich les pondrá música real; así, al secretismo con los campos y a la realidad de los mismos (“¡Soy un soldado! Y si me dan una orden, pues la cumplo y listo. He disparado a personas. Y si te mandan a ti a hacerlo, lo harás también. ¡Vaya si lo harás, cabrón! Ya mataba a nuestros enemigos. ¡A los saboteadores!”) A la intoxicación asesina general (“La aplicación de la muerte requiere cierto entrenamiento... Por eso los primeros días nos llevaban como espectadores... [...]. ¡Joder! Hacías que el condenado se hincara de rodillas y le disparabas a quemarropa en la sección izquierda de la nuca, justo detrás de la oreja... […]. Como cualquier otro trabajador de la URSS, nosotros también teníamos una norma que cumplir cada día.”) A una guerra demencialmente conducida en sus inicios y, en lo tocante a las bajas humanas, siempre (“Los soldados a los que mandaron a combatir desarmados, instándoles a conseguir un arma en el combate... No se ahorraba en hombres: solo se ahorraba la munición...”.) Pero también al heroísmo de la población, combatiente (importantísimo el papel de las mujeres) no combatiente.


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La revolución de Octubre ha tenido valedores hasta el final; no todos interesados o corruptos. El punto de partida lo marca John Reed -su historia, reeditada hasta hoy, la había puesto por las nubes Lenin en el prólogo-, que murió en 1920 (podría establecerse una equivalencia quizá no muy caprichosa entre la recepción positiva de los Diez días... de Reed y la negativa -para un país entero- de la Brevísima relación de la destrucción de Indias de Bartolomé de las Casas; con ambos libros se levantó una leyenda). No me parece improbable incluso que a él debamos sintagmas destinados a larga vida como 'el proletariado organizado', etc. Mucho más sólido intelectualmente, casi tres décadas después Gide admite la “grandiosidad épica del experimento”, protagonizado por “una juventud admirable”, y hasta tiene comprensión por Stalin en las desigualdades salariales. Pero no se le escapa lo que llama la depersonalisation del estilo de vida creado. Y ese Gide, al que se ha considerado poco político, da además en la tecla justa de aquella sociedad: “Por être heureux, soyez conformes.”


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Stalin como el perfecto bolchevique: un hombre que nunca

tuvo un empleo remunerado fuera de la política. Y sin embargo, ya antes de morir Lenin el terror había anulado toda vida política en el país (“[...] una ejecución era un tiro por la espalda en un sótano o garaje, pero no antes de que se hubiera desnudado a la víctima y sus verdugos se hubieran repartido sus ropas y sus pertenencias, incluidos los dientes de oro.”) A los acusados no se les reconocía el derecho a estar presentes en la sala donde se los condenaba. La 'justicia revolucionaria' a que aludió Gramsci con ocasión del atentado a Lenin había quedado en eso.

“Cualquier delito era posible en Stalin. Mírese como se mire no se le puede negar la gloria de haber sido el más grande criminal de la historia, y esperemos que nadie venga a arrebatársela.” El juicio conclusivo del yugoslavo es casi benevolente: “En conjunto, Stalin fue un monstruo que, pese a su teórica adhesión a unos ideales abstractos, absolutos y sustancialmente utópicos, […] reconocía [...] que el único valor era el éxito; un éxito conseguido a costa de violencia y del aniquilamiento físico y espiritual de sus adversarios.”


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Marcuse, con todo y sus trabajos por 'salvar' para el socialismo (futuro) el imperio poststaliniano, tiene palabras a finales de los 50 que son anticipación del derrumbamiento ulterior del orden soviético: “Pero el equipo dirigente soviético solo puede lograr este objetivo si la URSS deja de constituir una amenaza militar y política para Occidente, si la competición internacional deja de ser una competición militar que absorbe una gran parte de la productividad soviética; [...].” Es decir: un desarrollo que permitiera completar el programa jrushoviano de atender a los bienes de consumo, etc. Pero el mismo Marcuse ha identificado a la bicha, vale decir el esfuerzo armamentista impuesto por los americanos; no estuvo nunca en el interés del Pentágono la desaceleración de su programa de rearme, así que la cuestión estaba decidida desde el principio. Hay algo de ingenuidad de todos modos en Marcuse, que atribuye racionalidad a la estrategia político-militar de la nomenklatura, una casta exclusivamente atenta a perpetuar su dominio (y en esto indudablemente spinoziana, véase la Ethica, parte III, proposición VI: […] quantum in se est, in suo esse perseverare conatur.) La 'limpieza' de los establos en tanto que condición de una planificación sin estridencias, siempre en la perspectiva de la tal nomenklatura, ya la había llevado a término, y concienzudamente, Stalin. Uno de cuyos más conspicuos ejecutores, precisamente Jrushov, decía en un acto público de 1937: “'Hay que liquidar a estos sinvergüenzas. Liquidando a uno, dos, o diez de ellos, trabajamos para millones. Por eso la mano no nos ha de temblar, por eso hay que pasar por encima de los cadáveres del enemigo para llegar al bien del pueblo'.” Aquí estremece la proximidad de esas palabras con una más conocida alocución de Himmler a mandos de las SS en Poznan durante la guerra, que comenta Agamben. “Desde luego también los verdugos también tuvieron que soportar lo que no habrían debido (y, a veces, querido) soportar […]. Por eso siguieron siendo 'hombres', no hicieron la experiencia de lo inhumano. Es posible que esta radical incapacidad de 'poder' no haya sido expresada nunca con una claridad tan ciega como en el discurso de Himmler del 4 de octubre de 1943:

'La mayor parte de vosotros debe saber qué significan 100 cadáveres, o 500 o 1000. El haber soportado la situación y, al mismo tiempo, haber seguido siendo hombres honestos […], a pesar de algunas excepciones debidas a la fragilidad humana, nos ha endurecido. Es una página de gloria de nuestra historia que nunca ha sido escrita y no lo será nunca'.”

Hombres honestos para Himmler: otra sorpresa en la Lingua Tertii Imperii que escudriñó V. Klemperer.

La liquidación completa de las clases en la Unión Soviética y su resultado, un agregado masificado de individuos aislados y empavorecidos: así se mide el ideal staliniano de eficacia que recoge Djilas. Stalin, por lo demás, había sido la excepción en el grupo de origen -hijo de un zapatero remendón muy dado a la bebida y que había crecido como siervo-, en tanto que los restantes bolcheviques de primera hora, también Lenin y Trotski, procedían de las clases medias. Ni siquiera era ruso o judío, sino perteneciente a lo que Isaac Deutscher llamó “la periferia asiática de Rusia”.


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“¡Y no se juzgó a nadie! ¡Ni a uno solo de esos verdugos! Todos vivieron hasta el final de sus días ostentando la consideración de honorables pensionistas... […]. No aspire a encontrar arrepentimiento.” Pero el tiro en la nuca o la deportación al Círculo Polar tenían un escalón operativo anterior en la red gigantesca de los delatores. En aquella Unión Soviética era de incuestionable utilidad como gimnasia social la delación, virtud fundamental del hombre en proceso de construcción. Base real del miedo a los otros, también ha sido un catalizador importante de la atomización social y la nivelación staliniana por abajo. “Ya en 1921 […]. La delación se convirtió en un fenómeno habitual que se extendió por todo el país como una gangrena. Cualquiera podía delatar a quien le apeteciese: el portero al inquilino, el peluquero al cliente, el pasajero al conductor, la esposa al marido, y viceversa. […] lealtad ideológica, envidia, codicia, venganza e incluso simplemente adelantarse a los acontecimientos, prevenir que nadie lo delatara a uno […].” Lenin se ha referido en cierta ocasión a los suizos como “una nación de cómplices”. El sistema que fundó dejaría en la sombra toda experiencia humana previa. “Hermanos denunciando a sus hermanos, vecinos denunciando a sus vecinos. […]. De un lado estaba el Estado, que trituraba a las personas; del otro, las personas, que no tenían piedad con sus semejantes.” Imposible caracterizar mejor el homo sovieticus. Un chivatazo para quedarse con la habitación de 25 metros cuadrados del vecino, y 17, 18, 20 años en el Gulag para el denunciado.


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En marzo de 1939 y tras cuando menos cuatro años de incesante actividad del matadero estatal, Stalin convoca por primera vez un Congreso. Es el triunfador: “El tiempo pasará, malas hierbas y cardos cubrirán las tumbas de los odiosos traidores... Caminaremos por la seda ya limpia de la última suciedad y la mala hierba del pasado, adelante y siempre adelante, en dirección al comunismo.” Entre tanto una jerarquía nueva de hombres -'los hombres de Stalin'-, ha ocupado todos los espacios vacíos del Partido que fue de la revolución. De los 7 miembros que formaban el Politbüro a la muerte de Lenin solo vive (todavía, y en el exilio mejicano) Trotski. Seguramente hay que dar la razón a Amis: “El nazismo no destruyó la sociedad civil. El bolchevismo sí. Es una de las razones del 'milagro' de la recuperación alemana y de los fracasos y la vulnerabilidad de la Rusia actual.” Claro que aquí hay que preguntarse también cuánto de sociedad civil articulada había en la autocracia zarista hasta 1917.

Para Marcuse el marxismo soviético definía la libertad como 'necesidad reconocida'. Luego nos recuerda que estamos ante un calco de la reelaboración que Engels hizo de la definición de Hegel, según la cual libertad es 'reconocimiento de la necesidad' (¿no se está produciendo aquí una especie de subrogación en los sujetos?, ¿y quién es el reconoce?). Siempre cabrá el recurso a los textos sacralizados: si tienes lo que yo, su exégeta, estimo que debes tener en este contexto atroz, que por lo demás yo defino como la construcción del socialismo, solo te falta agradecérmelo libremente y callar. No hará falta que te diga que 'los órganos' son muy activos. Gengis Khan como solo administrador del discurso público.

Otro discurso de Stalin,del 9.II.1946, vuelve al 'paso a la segunda fase' de la construcción socialista, ya más inmediatamente confrontada con el comunismo en ciernes y proféticamente situada entre 1960 y 1965: “Stalin señalaba tres 'condiciones previas básicas': 1) Crecimiento sostenido de toda la producción social, con desarrollo preferente de los medios de producción; […]; 3) 'desarrollo cultural de toda la sociedad que permita a todos sus miembros un pleno desarrollo de sus capacidades físicas y mentales'. Stalin insistió en que el primer paso para el logro de esta última condición sería la reducción de la jornada laboral 'a seis y luego a cinco horas diarias'.” Por supuesto que todo este experimento proyectivo, con sus costes de sangre, ha tenido desde el comienzo solidísimas justificaciones internas y externas (“el funambulismo teórico a que se libran los grandes jefes marxistas del siglo XX”); en la acertada descripción de Marcuse “el patrón absoluto incumbe, en última instancia, a la meta hacia la cual ha de moverse la sociedad”, es decir, los resultados, “y no a los medios morales (y técnicos) necesarios para el logro de esa meta.” Hagámonos por un momento stalinistas: si admitimos como único patrón valorativo de una política su eficacia, la situación de la URSS en 1956, en 1970 o en 1991 debiera imponernos la renuncia inmediata a nuestra fe stalinista. Aunque también podemos probar una lectura cultural-biologicista: “Rara es la espada que no tiene su Biblia. […]. Lo mismo sucede con las recientes religiones seculares, como todas las sectas rivales que surgieron de Marx y de Rousseau.” Lo diferente es que esta filosofía escatológica se reclamaba de la racionalidad científica.

Carr no gusta de las condenas de los prohombres de la historia, de esa idea que “impulsa y autoriza al historiador a pronunciar en nombre de la Historia entendida como una suerte de potencia suprahistórica, juicios morales acerca de los individuos participantes en los acontecimientos históricos.” Y acude al argumento ad hominem: “Sir Isaiah Berlin […] insiste con suma vehemencia en que es deber del historiador 'juzgar a Carlomagno o a Napoleón, a Gengis Khan, a Hitler o a Stalin, por sus matanzas'.” Yo aquí me situaría del lado del Jankélévitch de L'imprescriptible. Un proyecto filosófico-social que necesita como permanente estructura de soporte de la Cheka, del GPU, del KGB y del Gulag es para personas de alguna decencia un continuado crimen contra la humanidad sin más, y sus creadores y responsables autores del tal. De nuevo Carr: “La tesis según la cual el bien de unos justifica los sufrimientos de los demás es inherente a todo gobierno, y es tanto una doctrina conservadora como lo es radical.” Es propiamente eterna, de los poderes de siempre y a fortiori del poder soviético. Porque el programa de Stalin funcionó a la perfección imponiendo a rajatabla una sola lealtad, la de su horrorosa virtù, implementada por la vía del exterminio de toda otra lealtad (la 'confianza' de que hablaba en privado).

La autocracia zarista, como es conocido, no se andaba con chiquitas. Los activistas de Narodnaia Volia que en 1881 acaban con el zar Alejandro fueron ahorcados en público; y al atentado siguieron progroms antijudíos con una enormidad de víctimas. En un escalón más elevado, con Molotov tenemos ya en su completa pureza el alma criminal: “En una entrevista singular [murió en 1986 a los 96 años], declaraba orgulloso: 'Sí, y en ese logro jugó un papel crucial la represión... [...]. Así que Stalin tomó la iniciativa. Yo fui uno de sus mayores colaboradores. Y no lo lamento'.” Se trataba, insistamos, de construir el socialismo. Con métodos como los citados por Voslensky: “Tranquilamente [Jrushov] cuenta en el XXII Congreso del Partido: 'Incluso cuando se informaba a los detenidos de que la acusación de espionaje había sido retirada, estos mantenían sus declaraciones anteriores. Creían preferible confirmar sus falsas confesiones, a fin de que terminaran sus torturas y pudieran ser ejecutados cuanto antes.'”


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Desde la ingenuidad ilustrada podría postularse la existencia de frenos culturales o civilizatorios al mal irrogado por unos hombres a sus congéneres. Ahora bien, la fantasía se desvanece al punto ante la realidad política de estados del siglo XX que sistemáticamente y con ritmo fabril se han aplicado a la aniquilación, en un caso, de 'las razas e individuos incapaces para la vida', y en otro de 'las clases a extinguir', porque la historia, o la razón, se decía, habían dispuesto su caducidad. A tal efecto a los 'soldados políticos' de Himmler y los autómatas de 'los órganos' de Stalin se les abasteció suficientemente de 'necesidad histórica'. Anna Ajmátova en 1934:


“[Bebo] por el falso labio que me traicionó,

por el frío mortal en los ojos,

porque es el mundo adusto y brutal

y porque no nos ha salvado Dios.”


Característica de los líderes totalitarios es la “seguridad infalible con que de entre las ideologías existentes seleccionan los elementos que resultan adecuados para establecer un mundo de todo punto ficticio y opuesto a los hechos.” Todas las distopías del siglo XX vienen de Huxley y de Orwell, que vienen de Zamiatin, es decir, de los primeros años de las convulsiones soviéticas. Al fondo queda Hegel, que probablemente habría sonreído con el 'descubrimiento' del anciano Freud, para quien todos descendemos de una larga serie de asesinos.

El Russell heredero de Locke y Voltaire sobre los métodos tempranos de los bolcheviques: “Tenemos una herencia de civilización y tolerancia mutua que es importante para nosotros y para el mundo. La vida en Rusia ha sido siempre feroz y cruel, en un grado mucho mayor que entre nosotros, y como consecuencia de la guerra, ha surgido el peligro de que esa ferocidad y crueldad se hagan universales.” Hay que repetirlo: este es el punctum saltans, el de las vidas tronchadas; que será cuestionado por los apóstoles de la Nueva Fe, no hay novedad en esto. Por Trotski, por ejemplo eminente, para quien el leninismo representaba “la convicción profunda e indomable en las ingentes posibilidades del desarrollo humano, para conseguir el cual se podía y se debía pagar cualquier precio en víctimas y sacrificios, constituyó siempre el principal resorte del espíritu leninista.” Siempre, con extenuante constancia, la sangre de los otros.

“La magnitud del genocidio pretendido a la hora de acabar con cualquier clase que no sea la proletaria es la forma de exterminio más ambiciosa jamás imaginada, con mucha diferencia”, así sumariza Antonio Escohotado el dilatado Gólgota de los pueblos entonces soviéticos (solo que la clase proletaria también entró en la 'trituradora de carne' de que habló Jrushov, y no en último lugar). Todo puesto en ejecución sobre el fundamento de los retales de una doctrina transhistórica y mesiánica, invocando a la cual se llevó a término la eliminación de incontables seres humanos, muchísimos de los cuales no dejaron huella alguna, exactamente como si nunca hubieran existido. “Hay que ver en el bolchevismo, como fenómeno social, una religión, y no un movimiento político ordinario.” El derrumbamiento moral de una élite y de una amplísima colectividad estaba inscrito en la triple catástrofe de la guerra -la Rusia zarista movilizó en total unos 11 millones de hombres contra la Alemania del kaiser-, la revolución y la guerra civil consecutiva. Russell merece comparecer de nuevo, ahora en la despedida: “Me veo obligado a rechazar el bolchevismo por dos razones. Primero, porque el precio que la humanidad tiene que pagar para conseguir el comunismo mediante los métodos bolcheviques es demasiado horrible; y, segundo, porque, aun después de pagar ese precio, no creo que el resultado pudiera ser el que los bolcheviques desean.” Son palabras de 1920. Como mínima acotación yo diría que resulta hasta cómico el supuesto de que personas como Molotov o Stalin desearan algo diferente del impensable poder de que gozaron.


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Madrid, 4 de enero de 2018